Argelia: cuando Tahar Djaout fue asesinado por hablar

 

Hace 24 años asesinaron a Tahar Djaout, periodista argelino. Murió el 2 de junio de 1993, tras quedar en coma después de que lo acribillaran a balazos. Eso sucedió unos pocos días antes (el 26 de mayo) delante de su domicilio, en una localidad de las afueras de Argel.

Aquella muerte violenta fue atribuida al islamismo insurgente y alzado en armas: un terrorismo que ensangrentó Argelia antes de que lo hiciera con ese nivel de gravedad en ningún otro país.

Fue en los inicios de la “década sangrienta”, en la “segunda guerra de Argelia”, que también fue llamada “el decenio del terror”. Un período que empezó tras el golpe militar que impidió la segunda vuelta de las elecciones legislativas. De haberse celebrado, esa segunda cita con las urnas habría confirmado la victoria en la primera ronda del Frente Islámico de Salvación (FIS). Entonces, en diciembre de 1991, había obtenido el 57% de los votos emitidos. Los militares argelinos anularon aquel proceso electoral. El golpe de Estado se concretó a principios de 1992.

Impacto del FIS en 1990

En realidad, la victoria verdaderamente “limpia” del FIS tuvo lugar en las elecciones municipales de 1990; ya que en la primera vuelta de las legislativas, la abstención fue grande (42%) y –además– hubo un porcentaje notable (10%) de votos nulos o en blanco. Un voto de protesta que fue ignorado tanto por el régimen argelino como por la oposición islámica.

Cuando los militares decidieron interrumpir el proceso político en marcha, el presidente Chadli Bendjedid (Benyedid) tuvo que dimitir. Atrás quedaba un período turbulento, aunque políticamente abierto que abarcó desde las revueltas sociales de 1988 hasta el golpe mismo. En medio, unas elecciones municipales auténticas en las que el FIS impuso su arraigo social. También su control político sobre zonas amplias de Argelia.

En los municipios con mayoría islamista, se instauraron reglas dudosamente acordes con la legalidad del país: como la ampliación forzosa de la separación de sexos en muchos espacios públicos, el cierre de bares y negocios que vendían alcohol o la imposición del velo islámico más estricto. Éste ya no era el tradicional de las abuelas magrebíes, sino otro –otros– con formas llegadas de países de Oriente Medio hasta entonces ajenas a Argelia.

Y en aquellos feudos del FIS –desde su victoria en las municipales hasta 1992– no faltaron distintas formas de acoso y violencia contra laicos y oponentes políticos. De modo que una parte de la Argelia laica no dudaría más tarde en apoyar a los golpistas. En 1997, cuando sugerí a alguien en Argel que los resultados electorales debían respetarse siempre, una persona del grupo con el que debatía la situación me lanzó una mirada colérica: “Con esa gente no habría vuelta atrás. Y si usted quiere hacer el experimento con los islamistas, pues lo hace usted en su país”, me dijo.

Explosión del terror

Entre los grupos del terror o insurgentes que surgieron entonces, los principales fueron el Grupo Islámico Armado (GIA) y el Ejército Islámico de Salvación (AIS, según sus siglas en francés), Este último directamente vinculado al FIS. Todos fueron autores de atentados y acciones bárbaras contra las fuerzas armadas y la policía argelinas, desde el principio; después, esa barbarie se dirigió también contra la población civil. En algún período, esta sufrió incluso la furia de las disensiones y riñas internas del GIA y el AIS.

De una rama del GIA, surgió un grupo menor que pareció querer evitar las matanzas más salvajes para centrarse en los ataques contra las fuerzas armadas argelinas. Fue el Grupo Salafista por la Predicación y el Combate (GSPC), que tras expulsar a su fundador, Hassan Hattab, terminaría años después reconvirtiéndose en la rama de Al QaEda en el Magreb. En mi primera visita a Argelia, hacia 1985, ya tuve noticia en la prensa de un precedente de todos ellos, el Movimiento Armado Islámico Argelino (MAIA) que dirigió Mustafa Bouyali, quien perecería en 1987 tras un choque con las fuerzas de seguridad. Algunos de sus acólitos, reconstruyeron más tarde el grupo como MIA para terminar después integrándose en el GIA.

También existieron otras organizaciones menores que practicaron el terrorismo, como el Frente Islámico para la Yihad (Djihad) Armada. El FIDA parece haber sido dirigido por estudiantes y profesores de universidad. Su especialidad fueron los asesinatos de intelectuales laicos o de izquierdas, de funcionarios públicos y periodistas.

Imaginarios de sombra y violencia

En la época en la que Tahar Djaout fue asesinado, las infiltraciones de los servicios secretos y de la inteligencia militar abrieron un espacio de dudas sobre determinadas matanzas y sobre asesinatos muy significativos. También sucedió así cuando fueron juzgados los asesinos del periodista Tahar Djaout, a causa de diversos testimonios que se consideraron poco coherentes. Para los integristas, los intelectuales argelinos que se expresaban en francés (de uso común en Argelia, junto al árabe dialectal y al amazigh de los bereberes) eran especialmente culpables. Tahar Djaout fue una de las primeras víctimas de una larga lista de periodistas, escritores y cantantes asesinados.

Todas esas muertes se atribuyeron al GIA o a las facciones del terror islamista; pero quizá algunos pocos sufrieron en realidad el plomo de quienes –como las fuerzas de seguridad– combatían al GIA. Otros, quizá fueron simplemente víctimas de odios, intereses económicos, inquinas sociales o disputas clánicas y personales. Y en el campo argelino, los grupos llamados “patriotas” –civiles armados por las autoridades, una especie de somatén– cometieron asimismo exacciones no siempre aclaradas. Según Luis Martínez, pseudónimo de un argelino autor de un libro fundamental sobre aquel período, “la violencia tiene el valor de la virtud en el imaginario político del país”.

Desde el principio del conflicto, en algunas mezquitas argelinas, personas cercanas al disuelto FIS pegaban listas de nombres de “descreídos”, y de quienes trabajaban “en la prensa mercenaria”. Distribuyeron fotografías de intelectuales y periodistas considerados “kâfir” (no creyentes o renegados). En lo que se refiere a los trabajadores de los medios, aproximadamente un centenar de periodistas fueron asesinados en Argelia entre 1993 y 1997.

Crepúsculos del terror

En aquellos años, pasé en Argelia una decena de períodos de distinta duración. En Argel, casi todos los periodistas estábamos obligados a sufrir dos problemas permanentes: trabajar con escolta y tambié evitar unas ciertas “fronteras” peligrosas. Ahí se incluía casi toda la vieja Alcazaba (La Casbah); además, era mejor no adentrarse mucho más allá de la Plaza de los Mártires; había que eludir el paso por zonas como El Harrach o por la mayor parte de Bab el Oued. Y los extrarradios de Argel, en general. La carretera del aeropuerto era incierta especialmente al acercarse el crepúsculo. La noche, prohibida. A veces, para desplazarnos, debíamos emprender una dura negociación con la policía en la que había una línea difusa entre la protección de nuestras personas y el pretexto que ese tema ofrecía a las autoridades para la censura de prensa encubierta.

El GIA y el AIS disponían de “zonas” y “territorios”, de áreas determinadas en la capital y sus alrededores. Era mejor saberlo antes de adentrarse allí. Ignorarlo costó la vida a varios periodistas extranjeros. En Argel, el sonido de las armas y las bombas era diario. En una ocasión, un coche bomba estalló a cortísima distancia del Hotel El Aurassi, donde nos alojábamos la mayoría de los periodistas. Por entonces, la mayor parte del personal de las embajadas y de los medios extranjeros abandonó Argel.

Otros, como el veterano y entrañable Manolo Ostos, no quisieron. Él llevaba allí años y lo único que hizo –de verdad– fue quitar la placa de la puerta de la agencia EFE en la calle Pasteur. Una vez escapé de la escolta a una hora tardía. Manolo estaba solo en su oficina. Tenía consigo una pistola que le había dado alguien, pero me dijo que no sabía manejarla.

En ocasiones, en Argel, no lográbamos esclarecer el origen de humaredas sospechosas que surgían en barrios más o menos cercanos. A veces, cuando nos dejaban llegar, quedaban restos de sangre, cristales rotos esparcidos; pero las autoridades habían “limpiado” todo lo posible el lugar antes de que llegáramos los periodistas. Sobre todo ponían dificultades a las cámaras de televisión. En un período especialmente duro, aparte de unos pocos colegas de los diarios, como Javier Espinosa (El Mundo), Juan Carlos Sanz (El País), Enrique Serbeto (ABC) o Marc Marginedas (El Periódico), apenas estábamos allí los de TVE, una cadena alemana, Reiner Wandler, del Tageszeitung berlinés, y un reportero francés (Dominique) de la agencia americana AP. La agencia francesa AFP utilizaba personal local.

Los falsos controles militares eran habituales en las carreteras: los barbudos se disfrazaban como el ejército y la gendarmería. Encontrar un control entre Argel y Blida era –sí– emocionante. Para entrevistar a unas monjas españolas en la Basílica de Nuestra Señora de África, la gendarmería nos situó en medio de una columna armada hasta los dientes. Lo mismo nos sucedió en la Cabilia, el día en que subimos hasta el punto en el que el cantante bereber Lounès Matoub había sido asesinado. Matoub era un símbolo de la Argelia que no se considera árabe y sí bereber (de lengua amazigh).

Contra la prensa

Fue en aquel ambiente sangriento y terrible en el que perdió la vida Tahar Djaout, autor del concepto “fascismo teocrático” para referirse al FIS y al GIA. La Casa de la Prensa de Argel, donde estaban varios diarios, asumió su nombre. El lugar sufrió un ataque terrorista, mediante coches bomba, que dejó una parte en ruinas. Algunos periódicos que tenían allí su sede dejaron de publicarse. Hubo una veintena de muertos (entre ellos tres periodistas) y un centenar de heridos. Entre quienes pudimos entrevistar entonces, Omar Belhouchet, director del diario francófono El Watan, quien había escapado antes a otro atentado (mayo de 1993) cuando llevaba a su hijo al colegio. Sigue allí, dirigiendo el mismo periódico.

En nuestra visita a la Casa de la Prensa, tuvimos una discrepancia y un incidente grave –con amenazas– por parte de nuestros propios escoltas oficiales y obligatorios. La Casa de la Prensa era una trinchera. Había alambradas de espino y guardaespaldas de los periodistas en cada rincón, con sus kalashnikovs en las puertas, en los pasillos. Una gran parte de la intelligentsia argelina fue asesinada en aquellos días o tuvo que huir del país.

“Si callas, también mueres”

Tahar Djaout, buen escritor y poeta, en su novela Les Vigiles (Los vigilantes), denuncia “el paraíso prometido por esos predicadores fanáticos, intolerantes e irascibles, que tienen el sable como emblema”. Pero en esa misma novela denuncia a los favorecidos por el régimen, esos “gestores que no gestionan el dinero del Estado, sino sus propios bienes, que no se preocupan de su ciudad sino de sus palacetes”.

Quizá sus líneas más conocidas son aquellas en las que afrontaba ese fanatismo –aún de actualidad– con las siguientes palabras: “Le silence, c’est la mort, et toi, si tu te tais, tu meurs et si tu parles, tu meurs. Alors dis et meurs !” (El silencio es la muerte, y tú, si callas, mueres, y si hablas mueres. ¡Así que habla y muere!).

En la mirada de Tahar Djaout, había una tristeza profunda por lo que pasaba en su país, cuando un cierto tipo de horrores estallaron en Argelia dos décadas antes de que sucediera en Siria o Irak. Quizá con la diferencia de que no hubo intervención extranjera, al menos directa y visible. En todo caso, no se sabe bien cuántos muertos hubo. Cien mil muertos, dicen algunos; 150.000 o doscientos mil, cuentan otros. Centenares de miles, los inválidos y heridos; decenas de miles, los desaparecidos.

Tahar Djaout falleció finalmente el 2 de junio de 1993, una semana después de que lo acribillaran a la puerta de su casa. En varios de sus textos lo anticipó con ironía: “En adelante, vuestras balas no me dan miedo,/ camino a la sombra de vuestras ráfagas/ para engullir mi cólera vegetal”. Tahar Djaout tenía sólo 39 años cuando perdió la vida, víctima del cultivo de la intolerancia y de su testaruda oposición al silencio.

 

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