Cincuenta años de soledad

 

Si Flavio Costa, el entrenador de la Selecao, convocó a Moacir Barbosa, no fue por su cara bonita que, dicho sea de paso no la tenía. Por otro lado, el convocado era negro y nacido en un hogar humilde, sus rasgos eran ordinarios: demasiadas desventajas juntas para una sola persona en el Brasil excluyente de entonces. A pesar de ser un país multirracial, el racismo era la vara implacable que medía el valor social de los individuos, incluso en el fútbol. Si Flavio Costa convocó a Moacir Barbosa fue porque era, de lejos, el mejor arquero que había en Brasil. Y Brasil había decidido que en 1950 sería campeón mundial, para lo que construyó en Río de Janeiro el Maracaná, un estadio de dimensiones faraónicas, concebido como el escenario para su apoteosis.

El mundo emergía de la más terrible guerra de la historia. El mundial de aquel año estaba separado del precedente, el de Francia 1938, por los sesenta millones de muertos de un conflicto bélico a escala planetaria. Pero el fútbol es el fútbol, y Brasil trataría de aprovechar el hecho de que las selecciones europeas, como consecuencia de los años de privaciones y sufrimientos, no estaban en condiciones de practicar un juego de alto nivel ni de la exigencia de un mundial: la única excepción era Inglaterra. Cuya selección, según los periodistas especializados, tenía aspiraciones serias a llevarse a Londres la copa Jules Rimet. En cuanto a los equipos sudamericanos, ninguno de ellos inquietaba seriamente a la Selecao, que, sin pizca de vanidad, se consideraba la mejor selección del mundo.

En el primer partido de la Selecao, el 24 de junio en el Maracaná, Moacir Barbosa entregó su valla invicta: los locales se impusieron por una goleada 4-0 a México. Brasil mostró un juego sólido y eficiente, con jugadores de gran fineza y calidad que alternaban con gracia la acción individual y la colectiva: Jair, Ademir y Friaca conformaban una delantera virtuosa y temible. Barbosa confiaba en sus compañeros de equipo, confiaba en sí mismo, en su buena estrella; estaba persuadido de que ese mundial era un regalo que le daba la vida.

En su partido siguiente, en Sao Paulo, cuatro días después ante Suiza, los brasileños tuvieron un sobresalto quizá por los varios cambios en la formación: un empate 2-2. Barbosa, que esperaba entregar su valla nuevamente invicta, tomó esos dos goles como un incidente que no volvería a repetirse, pero, también, como una llamada de atención para prohibirse todo exceso de confianza. El último encuentro de la Selecao fue ante Yugoslavia, rival que se reveló como una sorpresa, pues había ganado con holgura sus dos primeros partidos, 3-0 a Suiza y 4-1 a México. Para ese encuentro Flavio Costa puso en el terreno de juego una de sus armas secretas, Zizinho, el más admirado de los delanteros de fútbol brasileño del momento. Tras un partido laborioso Brasil se impuso al equipo de los Balcanes por 2-0 y pasó a la etapa siguiente. Barbosa no pudo evitar empezar a soñar, y en sus sueños se veía levantando junto a sus compañeros la copa Jules Rimet delante de los doscientos mil espectadores del Maracaná. No quería hacerse ilusiones, pero cada noche, ya en su cama en el dormitorio de la concentración, le era imposible no hacerse ilusiones.

El reglamento de aquel mundial estipulaba que la primera selección de cada uno de los cuatro del torneo jugara en la segunda etapa una rueda final de todos contra todos: sería campeón del mundo el que lograra el mayor puntaje, a razón de dos puntos por partido ganado. Brasil obtuvo sus dos primeros puntos con una espectacular goleada de 7-1 a Suecia, mientras que Uruguay y España empataron 2-2 en un encuentro enredado y duro cuyo resultado perjudicaba a ambos.

En la segunda tanta de partidos, Uruguay se reivindica con un ajustado 3-2 ante Suecia. Ese mismo día, en el Maracaná, la Selecao asesta a España un demoledor 6-1. Trece goles marcados en dos partidos que hacían imaginar a todo el pueblo brasileño que el último partido, el final, sería no solo una goleada más, sino el partido de la obtención del título de campeón. Barbosa consideró que, visto lo que Uruguay había hasta entonces hecho en el Mundial (en su grupo solo había tenido un rival, la modestísima Bolivia, a la que venció 8-0), no tenía chance alguna frente a Brasil. El entusiasmo no le permitió reparar en que Alcides Ghiggia había marcado un gol en cada uno de los partidos que había jugado con la Celeste.

Eran las tres de la tarde del 16 de julio cuando el árbitro inglés George Raeder dio inicio al partido delante de los doscientos mil asistentes que colmaban las graderías del Maracaná. El país entero lo escuchaba por la radio en sus hogares, en los bares, en las plazas públicas. Nadie recordaba que al mismo tiempo en Sao Paulo estaban jugando Suecia y España. Bajo el aliento de su público, Brasil empezó desde el primer momento un ataque sostenido contra Uruguay que, por su parte, también atacaba, aunque sin lograr concretar jugadas de peligro en la portería de Barbosa. Las arremetidas brasileñas, sin embargo, o bien eran frenadas por una aguerrida defensa uruguaya, o bien por un muro inesperado para los locales: el arquero Roque Gastón Máspoli. Hacia el fin del primer tiempo, debido a la creciente presión de sus hinchas, los ataques brasileños perdieron un poco de orden y de eficacia; a los cuarenta y cinco minutos el partido estaba a cero goles.

Desde el inicio del segundo tiempo se vio en la cancha un juego intenso, en medio del fervor que bajaba de las tribunas. A los dos minutos, por fin, Friaca abre el marcador para Brasil y el Maracaná es remedio por una aclamación ensordecedora, por un estallido de felicidad colectiva; ese gol hizo que se reclamara otro gol, que se reclamara una goleada. Barbosa empezaba a ser embargado por la felicidad. Desde las graderías era imposible percatarse de que en la cancha los uruguayos estaban lejos de sentirse derrotados; para frenar los ímpetus brasileños, los de la Banda Oriental enfriaban el juego haciendo reclamos al árbitro, fingiendo ser objeto de faltas. Brasil comprendió que el partido estaba lejos de haber sido ganado y no se equivocaba, pues en un ataque uruguayo, al minuto veintiuno, Ghiggia avanza por la derecha hacia el arco de Barbosa, quien no le quita la mirada de encima, el de la Celeste le pasa con un rápido centro el balón a Schiaffino, que dispara hacia las redes y logra el empate, que deja mudo al Maracaná y a Barbosa vencido en el césped. La Selecao reaccionó y renovó sus ataques, aunque sin convicción, pues quizá dudaba de la estrategia a seguir: con el empate los brasileños podían ser declarados campeones, pero en las tribunas el público exigía un triunfo. Al minuto treinta y cuatro Ghiggia se acerca de nuevo al arco de Barbosa por la línea lateral derecha, supera a un defensor, Barbosa se posiciona para cerrarle el ángulo de tiro, Ghiggia simula querer hacer de nuevo un centro a Schiaffino, Barbosa mira un instante a su derecha, instante fatal que aprovechó Ghiggia para tirar y anotar el gol de la historia de Uruguay, instante que creó el Maracanazo, instante que le pareció a Barbosa el fin del mundo y de sus sueños, instante en el que se decretó para él una especie de muerte civil, muerte moral que lo acompañará durante cincuenta años hasta el día mismo de su muerte, la postrera e irremediable. El gol de Ghiggia hundió al Maracaná en el más profundo estupor. Los hinchas brasileños parecían de pronto incapaces de comprender la realidad que acaban de presenciar y abandonaron el estadio lentamente, como almas en pena.

No fue difícil encontrar a un culpable individual para esa derrota colectiva: Moacir Barbosa. El fútbol es un deporte de equipo: el gol más espectacular logrado por el más virtuoso de los delanteros es imposible sin el concurso de los otros; la falla más clamorosa de un guardameta no es solo la suya. Barbosa no fue el único culpable del Maracanazo: hubo fallos en la defensa, los delanteros no lograron marcar más goles. Pero la justicia que practican los pueblos es a veces injusta: Barbosa fue condenado a cadena perpetua futbolísticamente sin derecho a apelación, pues no volvió a ser llamado para un mundial; peor aún, su nombre se volvió sinónimo de derrota, en su persona se centraron las causas del Maracanazo, se le atribuyó dar mala suerte a los equipos a los que se acercaban; por eso no le abrieron las puertas de la concentración de la Selecao que se preparaba para participar en el Mundial de Estados Unidos 1994, cuando quiso saludar a los jugadores.

Moacir Barbosa dejó de existir en abril de 2000. Tres años antes había muerto Clotilde, su compañera de siempre, la que estuvo con él en las buenas, en las malas y sobre todo en las peores. Barbosa llegó al ocaso de su existencia viudo y pobre; poco antes de su fallecimiento, el club Vasco d Gama, por el que jugó diez años, le había otorgado una pensión debido a su precariedad económica. Si bien esa pensión le permitió pagarse un techo y comer, el gesto del club, sin suda solidario, fue casi un gesto de compasión, y es probable que Moacir Barbosa lo haya aceptado con dolor. Su vida tras el Maracanazo no fue literatura, pero le tocó sufrir cincuenta años de soledad.

 

Leave a Reply