Compañera Manuelita

 

Dio cara al enemigo en decenas de batallas. Condujo la guerra en el más vasto territorio del mundo durante el siglo XIX. Conquistó la libertad de millones de hombres y quiso formar para todos ellos una sola patria soberana y justa.

Sin embargo, en el momento más grave de su vida, sorprendido en su dormitorio y con cinco fusiles apuntándolo, no hubo un solo hombre que lo defendiera.

Sólo hubo una mujer. Se llamaba Manuela Sáenz (1797- 1856). Fue “la libertadora del libertador”. Una noche de septiembre de 1827 en Bogotá, cuando los traidores abrieron la puerta de la recámara de Bolívar para matarlo, ella empuñó dos pistolas y los encañonó mientras daba tiempo a que el héroe saltara por la ventana y se pusiera a salvo.

Había nacido en Quito y era hija de una pareja de españoles, Simón Sáenz y Joaquina Aisparú, pertenecientes a la aristocracia colonial. Como las mujeres de la época, su formación y su destino fueron decididos cuando todavía era una niña.

Sus padres la enviaron a un convento cuando apenas tenía 11 años de edad. De allí tan sólo saldría para casarse con el médico inglés James Thorne, 20 años mayor que ella, a quien apenas conocería en el momento de la boda puesto que el suyo era un matrimonio arreglado.

Sesgada y machista, la poca información que se da sobre su vida haría suponer que el todo el mérito de Manuelita residiría en haber sido la amante del libertador. Nada más falso e injusto.

Varios años antes de conocer a Bolívar, cuando vivía con su esposo en Lima, Manuela Sáenz conspiraba ya contra el poder colonial y, al riesgo de su libertad y de su vida, participaba en reuniones secretas a favor de la independencia. Quería cambiar la vida, transformar la sociedad y edificar una nación diferente. Era lo que algunos cobardes de hoy llamarían una “subversiva”.

En mérito de sus servicios a la causa revolucionaria, el gobierno del general José de San Martín le confirió la Orden del Sol en el más alto grado. Tiempo después, en plena campaña de Bolívar, la veremos montar a caballo y empuñar las armas. Lo dice Sucre:

“Se ha destacado por su valentía; incorporándose desde el primer momento a la división de Húsares y luego a la de Vencedores, organizando y proporcionando avituallamiento de las tropas, atendiendo a los soldados heridos, batiéndose a tiro limpio bajo los fuegos enemigos y rescatando a los heridos».

Se conoció con Bolívar en Quito cuando aquél hacía su entrada triunfal el 16 de junio de 1822. Ella tenía 24 años y él 39. A partir de ese momento, abandonó su marido y se fue con el héroe. La vida de ambos estaría unida para siempre en el combate y la victoria, en la grandeza y la desdicha.

A doscientos años de su gesta, Simón Bolívar posee una vigencia que no tiene a ninguno de los grandes conductores de la historia. Su nombre todavía enardece pueblos y convoca revoluciones mientras, por otro lado, atemoriza a la carca posmoderna de los reaccionarios de hoy.

No hay en nuestro tiempo partidarios o enemigos de George Washington. No hay quien salga en París a gritar vivas o mueras contra Napoleón Bonaparte. Y sin embargo, en el Perú del señor García, una joven poeta fue encarcelada por escribir un soneto a Bolívar y por haber acudido a una reunión bolivariana en Quito.

La misma suerte que al prócer le corresponde a Manuela Sáenz. A pesar de haber conducido consejos de estado y manejado la correspondencia con los generales, quienes más la quieren creen que tan sólo fue la amante. Según ellos, una mujer no podría ser más que eso. Por su parte, los libros de texto no la mencionan porque tal vez los próceres deben tener largas patillas y ser hombres.

Ella y él fueron y son considerados peligrosos porque –como diría González Prada pretendieron hacer una nación en lo que solamente es un “territorio habitado”.

Perseguido por la ingratitud y la pobreza, el líder murió mirando un mar en el que suponía tan sólo haber arado. Manuelita pasó las últimas décadas en el puerto de Paita. Allí se quedó una tarde mirando el cielo y acaso esperando la estrella que debía llevársela.

Su nombre convoca y encarna este domingo a las madres y a las luchadoras sociales.

A ella y a cada una de ellas, con Neruda, les decimos: “Adiós, adiós, adiós, insepulta bravía/Rosa roja, rosal hasta en la muerte errante…En tumba, mar o tierra, batallón o ventana/ devuélvenos el rayo de tu infiel hermosura”.

 

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