Cuatro manos

 

Hace unos días, muy de mañana, cuando salía de mi casa, rumbo a mis diversas ocupaciones, un anciano me detuvo, como si de pronto, hubiera encarado una visión. Me preguntó si era yo, quien realmente soy, a lo cual respondí afirmativamente, poniéndome a sus órdenes, como debe hacerse en un caso así.

Me dijo en seguida, que él había leído todos mis libros y que seguía fielmente mis trabajos en “Crónica Viva”. Quería que le informara cómo podía conseguir un ejemplar de “La Fuga del Doc”. Tuve que decirle que dicha edición gozó tal acogida que se vendió casi totalmente. Aparte, yo obsequié algunos libros a los amigos y algunas instituciones donde se enseña “Ciencias de la Comunicación”.

Mi inesperado amigo, lamentó saberlo, para comunicarme luego, que él, pertenece a un “Club de Lectura” integrado por caballeros  de la tercera edad los cuales intercambian semanalmente material de lectura, y les da tema de conversación e intercambio de opiniones.

Lamenté sinceramente no poder complacer a mi espontáneo “fan” y finamente le recomendé un paseo por el jirón Quilca, donde suelen anclar los libros, una vez perdido el rumbo.

Me respondió sin esperanza que así lo haría y se alejó tranqueando, con el compás de quienes sienten que se están yendo. Y me quedé pensando, si esta sorpresiva cita con el pasajero elogio, no sería una señal del “sincrodestino”. Una especie de anticipo de algún acontecimiento que en efecto, se produjo al atardecer del mismo día, como un regalo del tema que hoy comparto con ustedes.

Se trata de Joaquín, un añejo amigo que enviudó hace un par de años. Y alguna vez cheleó conmigo, hablándome apasionado, de un lejano amor que se le perdió en la bruma.

Él se gana la vida prodigando clases de piano y, además, devolviendo la armonía a desafinados instrumentos a menudo olvidados en cualquier rincón, desde que murió su original ejecutante.

Joaquín que ya no bebe, acosado por ciertos achaques, me buscó la tarde de mi presagioso encuentro y me contó este cuento de la vida real, que hoy traslado a mis gentiles lectores, porque no he sabido hacer otra cosa con el tema.

Y dice así: Cumpliendo su ritual de buscavida, Joaquín hojeaba un diario que le obsequió un kioskero de su barrio, y de pronto tropezó con un “aviso económico”, que lo precipitaría a cierto asombro que quizás le haya cambiado la cara a su tristeza.

El reclamo impreso solicitaba “afinador” para piano de cola, desde hace tiempo en desuso. Para mi viejo “brother”, esta era una oferta de “mini-chamba”, que se apresuró a tomar a la volada, anotando teléfono y dirección de su presunta clientela.

Para abreviar, le costó un serio esfuerzo desempolvar los “martinetes” y  con sus llaves maestras, estirar y aflojar cuerdas remolonas que no cantaban desde hace mucho.

Para esto, la familia contratante, -respetuosa del “artista”- lo habían dejado a solas con el añoso instrumento al cual habría de devolver la vida.

Y finalmente, a eso de las cinco en punto de la tarde -“hora García Lorca” que decía el Maestro Ontañón, jubilado escenógrafo de nuestros más conceptuosos teatros.

Y a esa hora de misterio trágico, Joaquín se instaló en la jubilada banqueta y empezó a teclear un antiquísimo vals, que jamás sabré por qué, su autor tituló: “Antofagasta” y dice en una de sus sentidas estrofas, que solía entonar mi padre: “Dulce amor, mío/dancemos este vals/ para olvidar las penurias/ que suelen no gustar…/.- Y mientras Joaquín, orgulloso de esta resurrección pianística, tarareaba estas jubiladas notas de un romance fenecido, una femenina y casi sollozante voz, hizo coro a sus espaldas, cantando: “Si es que tienes corazón/compadécete de mí/ que mis sufrimientos ayayay, son muy tristes para mi/. …-Y como abordando el navío de los asombros, el afinador amateur, vio sentándose a su lado, a una antigua enamorada que la larga mentira de un mal hombre condenó al destino de solterona, en tanto Joaquín embriagado en su bohemia juvenil, no pudo rescatar y una tarde, la perdió de vista.

Era ella. Si, pues. A medias maltratada por los años, pero siempre con el garboso donaire que nos hacía – a nosotros, los “mocosos”, llamarla “La Gringa Rica”, por sus medidas de concurso y esos ojazos azules, que los años agrisaron.

Joaquín descreyó de la visión y tendió su mano para tocarla. Ella, ”La Gringa”, estampó un sereno beso en la diestra del recuerdo y tomó asiento junto a su viejo enamorado, que sin salir del asombro, empezó a fallar las notas, hasta que ella, negó con la frente y lo animó sonriendo. Y  entonces, revivieron los paseos por el parque, la luz de Venus de los faroles barrianos, el rumor de “Barrilito Cervecero” y los poemas de “Almanaque Bristol”, que acunaron su romance del lejano ayer. Ella se acercó riesgosamente y el misterio  los unió en un beso de consuelo. Luego, en acuerdo repentino, atacaron a  cuatro manos, las notas del difícil vals  “Idolatría”, que sólo culminaban exitosos, en sus tiempos, Filomeno Ormeño y Lucho De La Cuba. Un flechazo de cupido surcó el ambiente y los asombrados parientes, en silente complicidad, cerraron respetuosamente la mampara, clausurando los labios con un dedo, como hacíamos los muchachos de antes, cuando el amor verdadero  aparecía ante nosotros, como un ángel caprichoso que se hubiera mostrado capaz  de vencer al tiempo y al olvido… porque como decía mi gran hermano “Gabo”…. “Lo asombroso de los milagros… es que suceden… aunque usted no lo crea”.

 

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