El capitán traidor

 

ERAN LAS TRES DE LA TARDE del 13 de julio de 1930 en el modesto estadio del barrio de Pocitos, en Montevideo. Unos seis mil aficionados se habían dado cita allí a pesar del frío del invierno austral para presenciar el primer partido del primer mundial de fútbol organizado por la FIFA, entre las selecciones de Francia y de México. La inauguración oficial se realizaría unos días después en el estadio Centenario, al que le faltaban los últimos toques de albañilería para darlo por finiquitado. Tras una somera presentación de los equipos, los futbolistas se colocaron rápidamente ante los pocos reporteros gráficos que cubrían el evento: Alexandre Villaplane, capitán del combinado francés, posa de pie para la posteridad con el balón bajo un brazo, junto a los defensas y el arquero, detrás de los delanteros en cuclillas. Aquella tarde en la capital de Uruguay tal vez le vendría fugazmente al recuerdo mucho tiempo después, la mañana del 26 de diciembre de 1944, cuando, condenado a muerte por alta traición, asesinato múltiple y pillaje, se vio en el patíbulo de un cuartel de gendarmería en las afueras de París frente a un pelotón de fusilamiento. Era también invierno.

Mediocampista hábil y eficiente, algo recio, desde sus inicios en las divisiones inferiores del FC Sète, Alexandre Villaplane llamó la atención y se hizo notar por su capacidad para definir jugadas, por su evidente voluntad de hacerse un nombre, de un lugar en el fútbol, de hacer dinero. No le fue difícil ser admitido en el equipo de adultos y participar en el campeonato de la primera división del balompié galo; tras algunos altibajos superados con tesón, no solo se hizo titular de su equipo, sino que adquirió rango de líder, de guapo, de aquellos que disputan el balón con las tripas y, sin buscar lucirse, lo pasan al compañero mejor ubicado. Le admiraban su sentido de juego de conjunto, su entrega, aunque en el trato personal fuera un poco hosco. En 1926 vistió por vez primera la casaquilla azul de la selección de Francia; dos años después, en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam, llevaba ya el brazalete de capitán, el mismo que llevaría en Montevideo.

Alexander Villaplane sabía que era duro salir adelante en el fútbol porque sabía que era duro salir adelante en la vida. Lo supo desde siempre: a comienzos del siglo veinte, sus padres, por cuestiones de trabajo, tuvieron que dejar el Hexágono e instalarse en Argelia, por entonces colonia francesa, donde nació en 1905. Con los suyos vivió como pieds-noir en tierras argelinas hasta 1919, cuando la familia Villaplane se instaló en Séte, en el Mediodía francés. Como la mayor parte de franceses nacidos o que han vivido algún tiempo en Argelia, a su regreso a Francia los Villaplane eran unos desclasados: ni pobres ni ricos, sin raíces verdaderas a pesar de ser franceses hasta los tuétanos. El joven Alexandre comprendió que era en la calle donde tendría que forjarse su futuro y fue, en efecto, en la calle, entre los chicos malos de Montpellier, donde tuvo sus primeros roces con el lado oscuro de la sociedad. La calle es el escenario que le hace encontrar el fútbol siendo un chiquillo, al empezar a pelotear en los jardines públicos con los muchachos del lugar, lo que lo anima a ir a intentar ganar un puesto en el FC Sète, club que lo acepta y en el que se quedará varios años. En poco tiempo se afirmará como crack, para ser luego fichado en 1927 por el Sporting Club Nimois, de Nimes; en 1929 pasa al Racing Club de France, de París, y allí permanecerá dos años. Entre tanto, viaja a Montevideo como capitán de la selección francesa en el Mundial de Uruguay.

La selección de Francia se desplazó a Montevideo a bordo del SS Conte Verde, transatlántico de pabellón italiano que llevaba además a las otras selecciones europeas que debían participar en el Mundial: Bélgica, Rumania y Yugoslavia. Aunque no pasó de la primera fase, Francia tuvo no solo una actuación decorosa, sino que además fue un francés el futbolista que anotó el primer gol de la historia de los mundiales, Lucien Laurent, en el partido en que los Bleus se impusieron por 4-1 a México. Y fue también un francés el más deslumbrante de los arqueros, Alex Thépot. Alexandre Villaplane, consecuente consigo mismo, tuvo una actuación destacada, de entrega a su equipo, como lo demostró en los vibrantes partidos en los que Francia cayó por la mínima diferencia ante Argentina, en el estadio Parque Central, y ante Chile, en el ya inaugurado estadio Centenario. Fue en este flamante e imponente estadio donde se había llevado a cabo, el 18 de junio, la ceremonia de apertura, seguida del partido Uruguay-Perú, en el que los dueños de casa se impusieron por 1-0.

Tras el mundial, Villaplane vuelve al Racing Club de France, pero un par de temporadas después firma un contrato con el Olympique d’Antibes, club de la Costa Azul. Poco a poco el otrora joven empeñoso entregado al fútbol con pasión parecía hastiarse: Alexandre Villaplane dejó de ser asiduo en los entrenamientos y empezó a llevarse mal con sus compañeros de equipo; en las canchas sentía el paso de los años, su dribbling no era ya el mismo. Pasó de un equipo a otro y dejaba en cada uno de ellos un mal recuerdo, una imagen de antipático y de individuo al que era mejor evitar, que parecía haberle agarrado gusto al dinero fácil. Llegó a verse enredado en líos con la justicia por amañar los partidos en los que jugaba, lo que le costó una temporada tras las rejas; se volvió un habitué de los hipódromos, de los bares de mal vivir frecuentados por los bajos fondos del París de los convulsos años 1930. Se volvió conocido entre la gente del hampa. Esos tiempos estuvieron en Francia marcados por la tensión de la confrontación ideológica y las reivindicaciones sociales; la delincuencia sentó sus reales en ciudades como Marsella y París. Alexandre Villaplane se movía como pez en el agua entre cafichos, policías corruptos, ladronzuelos de toda laya. Nadie notó su ausencia en la selección que acudió al Mundial de Italia en 1934 y menos aún en 1938, durante el mundial que se desarrolló en Francia.

El 1 de setiembre de 1939 Hitler ordena a la Wehrmacht atacar Polonia, dando así inicio a lo que la historia conoce como la Segunda Guerra Mundial. En mayo de 1940 Alemania invade Francia y un mes después las banderas del Tercer Reich ondean triunfantes en París. Poco después Alexandre Villaplane sale de la Santé, la vieja prisión ubicada en el corazón de la capital francesa. Ni bien estuvo afuera, su primer reflejo fue el de buscar a sus amigotes. Sin rodeos lo ponen al tanto: el negocio del momento era el mercado negro, pues los boches habían impuesto las cartillas de racionamiento. Es así como el excapitán de la selección francesa de fútbol se inició en la especulación de productos de primera necesidad. El compinche de un compinche lo pone en contacto con Henri Lafont, el jefe de la llamada Carlingue, la dudosa policía política organizada por la Gestapo.

La Carlingue es la encargada de ejecutar los más abyectos trabajos de represión. Alexandre Villaplane se destaca desde el inicio como uno de los más eficientes artífices de esa innoble tarea; sus jefes lo ascienden de grado rápidamente y le dan como misión ocuparse de confiscar los bienes muebles de las familias judías deportadas a los campos de concentración. En poco tiempo el nombre de la Carlingue se hace sinónimo de chantaje, persecución, torturas, asesinatos, de colaboración absoluta con el ocupante nazi. Alexandre Villaplane, que destacó como eficiente futbolista, destaca también como un policía abusivo y despiadado, que no duda en beneficiarse personalmente del dinero y los bienes que caen en sus manos de manera ilegítima. En junio de 1944 le ordenan llevar a cabo una misión en el sur de Francia: neutralizar un núcleo de la Resistencia. Se acaba de producir el desembarco de los Aliados en las playas de Normandía, por lo que la Gestapo exige a la Carlingue actuar ferozmente, como represalia a los intentos de obstaculizar el avance de Das Reich, la temible división blindada de las Waffen-SS que iba a combatir a las fuerzas angloamericanas. Alexandre Villaplane cumple con creces la orden: junto a sus cómplices ejecuta personalmente a un grupo de jóvenes resistentes. Para entonces tenía ya fama de cruel, de tipo desalmado que no dudaba en torturar y asesinar a los que consideraba enemigos del nazismo: judíos sin culpa alguna o compatriotas suyos que luchaban por la liberación de Francia. No lo arredra el hecho de que el Día D marca la cuenta regresiva de la ocupación nazi, que de una manera u otra pronto la Wehrmacht cruzaría el Rin para tratar de defender desesperadamente el territorio alemán, asediado por este y oeste, por tierra y aire.

Alexandre Villaplane fue arrestado en agosto 1944, tras la liberación de París. La Carlingue había sido desmantelada y sus dirigentes, puestos en fuga. En diciembre de ese mismo año, unos de los tribunales encargados de juzgar a los colaboracionistas lo condena sumariamente a muerte, basándose en las pruebas contundentes y las decenas de testimonios que lo señalan como asesino y ladrón, además de informante y asistente de la Gestapo. En el calabozo en el que se esperaba que lo llevaran al paredón  ¿recordó aquella tarde en el estadio de Pocitos, cuando tuvo el honor de ser el capitán de la selección de Francia en el primer mundial de fútbol? En todo caso, nunca se supo que en 1940, el mismo año en que las huestes del Tercer Reich invadieron Francia, el estadio de Pocitos fue totalmente demolido y que en poco tiempo lo devoraría el olvido.

 

Leave a Reply