El Quijote y la bella pastora

 

Dos anacronismos parecen estar ocurriendo en estos momentos mientras releo El Quijote de la Mancha.
Uno de ellos es tener a la mano la edición del año 1608 -dos tomos en facsímil- en cuya primera página leemos la autorización (…) “Fecha en Valladolid a veynte y feys días del mes de Setiembre de mil y feyfcientos (…) Yo el Rey”, etc.

Al mismo tiempo, en un libro electrónico, tenemos la edición moderna del Quijote publicada por Francisco Rico en 2014. Edición impecable, legible y enriquecida para facilitar la comprensión.

De modo inevitable surge la reflexión de que una de las novedades tecnológicas más útiles es el e-reader, donde un texto antiguo o inaccesible por diversas causas, se pone al alcance de todos en soporte moderno; es una esperanza de continuidad para la palabra escrita.

El otro anacronismo relacionado con esta gran novela pionera es que contiene un alegato sobre equidad de género en época tan temprana como los primeros años del siglo XVII, cuando Cervantes pone en boca de una pastora de cabras un discurso impecable sobre la libertad de elección.

El nombre de ella es Marcela, cuyo destino –para suerte suya- se cruzó con el del caballero andante al que como sabemos, se le había dado por recorrer los caminos con la intención de desfacer entuertos protegiendo a los débiles con la fuerza de su espada.

Ocurrió que en cierto lugar, los pastores acusaban de asesinato a la bella Marcela por haber causado con su desdén, el suicidio del pretendiente que en la desesperación de su amor no correspondido, se mató.

En pleno entierro y mientras los amigos proclaman su sed de venganza, apareció ella para alegar en su defensa:
“Entiéndase de aquí en adelante que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque quien a nadie quiere a ninguno debe dar celos, que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes”.

“Si a Grisóstomo –así se llamaba- mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato?.

“Tengo libre condición y no gusto de sujetarme a nadie; no engaño a este ni solicito aquel; ni burlo con uno ni me entretengo con el otro”.

Con estas y parecidas razones dejó a sus acusadores sin habla y cuando después de algunas palabras más quiso internarse en el bosque, algunos pretendieron seguirla con no santas intenciones, “lo cual visto por don Quijote, pareciéndole que allí venía bien usar de su caballería socorriendo a las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su espada, en altas a inteligibles voces dijo:

“Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la bella Marcela so pena de caer en la furiosa indignación mía”.

Así cumplió el caballero de La Mancha una de sus últimas misiones autoimpuestas, antes de retornar a casa para iniciar pronto su segunda salida sin dar oído a quienes trataban de retenerlo.

Sobre la edición moderna de El Quijote (hay varias, en esta columna nos referimos a la de Francisco Rico), tiene la virtud de que nos lo pone fácil –el texto- en el sentido de haber sido traducido al lenguaje moderno sin faltar al deber de fidelidad hacia el escrito de Cervantes.

Además, entrega al lector poco habituado a los usos y costumbres del lenguaje del siglo de oro, unas valiosas notas que lo pondrán sobre la pista de los significados y expresiones de la época.

También a los habituados, porque con sus notas a cada capítulo, el editor contribuye a refrescar la memoria sobre los nombres ya olvidados del mundo clásico que aparecen en el texto cervantino.

Propongo dejarlo en este punto para continuar leyendo las aventuras del caballero andante que, en su aparente locura de rescatar la honrosa y extinguida tradición de la caballería, fue sembrando, sabiéndolo o no, ideas que florecerían en los siglos posteriores.

 

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