Fieras: Devorado en Fiestas Patrias

shadow

 

Boquiabierto. Empapado de la sorpresa, a mis 7 años, el anfiteatro fue mi perdición y mi vicio. La carpa del hemiciclo, encapsulando las luces, los trapecistas –siempre eran hermanos de la gravedad o su ausencia–, las malabaristas, los leones y elefantes y, cierto, esos seres especiales llamados domadores: acaso Melquíades cruzado con Mandrake metiendo la cabeza en las fauces del felino. Cierto, mi primer circo se llamó el “África de Fieras” y no podía quedar en otro lugar que no fuera frente a la Plaza Grau. Qué de algodones rosados, qué de butifarras y Bidú Cola, y claro, los payasos, absurdos personajes a quienes siempre guardé un odioso afecto anticlasista.

Por esos años, mi madre alimentó mi defecto. Una matinée me llevó a descubrir una película que hacía honor a su nombre, “El mayor espectáculo del mundo” (1952), del ahora mítico Cecil B. De Mille. Era un documental del famoso circo de Barnum que de película de género de pronto se convierte en un drama agarrando policial: el tren que trasladaba a ese fabuloso circo de tres pistas se descarrila y se escapan los tigres de bengala y una docena de payasos son atomizados a dentelladas por sobones. Ya en 1928, Chaplin produjo “El Circo” y fue un bodrio –los genios también son humanos, como los periodistas– y años más tarde, hasta el hormoniento John Wayne hizo una de payasos con ese bombón que era Claudia Cardinale. ¡Vade retro!

Quincas, el personaje de Jorge Amado, decía bien: “Que cada quien cuide su entierro que imposibles no hay”. Y los periodistas no siempre nos escapamos de este insólito destino. Hace un tiempo, este cronista fue un hombre de la televisión. Y junto a Beto Ortiz, Elsa Úrsula, Mauricio Fernandini, Bibiana Melzi y otros compañeros (disculpen la pequeñez del cariño), trabajamos en “Panorama”, aquel programa estelar de los domingos. Y la televisión era distinta y uno podía regresar los fines de semana a las diez de la noche a su casa y ser un peruano digno.

Y el periodista de televisión –porque la televisión es un medio de infraestructura miserable– vive el doble por angustiado. Que el turno de cámara, que el turno de edición, que el turno de efectos y el archivo y ojalá no falle la cámara y las luces y el trípode y los créditos y la música y el videofont. Y los lunes, en la torturante reunión, pues había que proponer tres reportajes como mínimo. Y el director aceptaba a regañadientes y había que convencerlo y agarrar el teléfono y coordinar las entrevistas y que éstas no se crucen y la movilidad y la orden de salida. Uno trabajaba los 7 días para que el domingo aparezca el reportaje y dure 12 minutos y una hora más tarde nadie se acuerde de la bendita nota que a uno le había costado sexo, sudor y lágrimas.

Y nadie se salva de la rumba y a cualquiera se lo lleva a la tumba. Ocurrió la semana de Fiestas Patrias. Y yo fui el premiado. El director, un hombre que sufría de los rigores del aburrimiento creativo, espetó: “Agarra una cámara y tráeme un reportaje de las fiestas”, y agregó, mientras ingería sales y otras cápsulas: “Que no se parezca al del año pasado”. No dijo más, no explicó más, no indicó más, y siguió jugando al solitario en su computadora.

Nueve de la mañana. Éramos cuatro en la unidad móvil: el camarógrafo, el asistente, el “caña” y un servidor. Pasamos el día entrevistando al que vendía banderas y al que levantaba un tabladillo para el desfile, y al policía de tránsito y al dueño de una sombrerería, y a un mendigo y a dos travestis. Eran las 5 de la tarde y no había reportaje. Todos respondían lo mismo a la pregunta: ¿Y a usted, cómo le duele el país? De pronto, aparecimos en la Plaza Grau y en algo estuvimos de acuerdo: no visitar el “American Circus”, aquella portentosa carpa que se levantaba frente a nosotros.

Agotados luego de buscar infructuosamente todo el día el “reportaje” y ya agotados de nada, por la fuerza de las cosas dijimos: “Bueno, entrevistamos al chimpancé, a ver cómo siente las Fiestas Patrias”. El dueño del circo se negó irremediablemente, pero nos dio una pista: Entrevisten al domador de leones, es un pata bien bacán”.

El Capitán Azul, el domador, era un tipo adusto de mirada lacaniana. A regañadientes aceptó sentarse frente a la jaula de sus cuatro leones y refunfuñando se colocó el micro pechero. Era una obligación mía, estar junto al domador y en medio de los leones para que haya la entrevista. Él era lo que se dice un tipo duro a toda prueba. Y yo lo interrogué sobre cómo diablos domaba a tamañas fieras. El tipo –sobrado– me respondió como si estuviera en una pollada: “Mira, choche, aunque no me creas, yo sólo les mento la madre”. “Perdón, de qué país es usted”, inquirí. “Pues de aquí no más, causa, de la rica Vicky”. Entonces nosotros, que nos imaginamos que los domadores venían de Singapur pasando por el Salto del Tigre de la Malasia, nos quedamos ignominiosamente culifruncidos.

El domador vivía a la vuelta del circo, esquina de Abtao con Sebastián Barranca, en un callejón de un solo caño. Era hincha del Alianza Lima y pertenecía a la hermandad del Señor de los Milagros. Le encantaba la Sonora Matancera y lloraba con las películas hindúes. Insistí por el nombre de sus animalitos: el león más grandazo se llamaba Uñita y los otros Camotito, Pinina y la más brava María Félix, una leona con siliconas, de fauces que parecían embadurnadas de carmín y rouge escarlata y harto famosa por sus romances con leones testiculares. El domador dijo que el estilo es el hombre y que él les daba de comer carne de burro sazonada con palabrotas y que para que se duerman tranquilos les cantaba el bolero “Sabor a mí”.

Cuando regresamos al canal, el director me miró con ese desdén que tienen los divorciados por quinta vez. “Qué María Félix ni ocho cuartos, regresen mañana con otra cosa más interesante, cojudazos”. Y claro, entonces uno se siente un depravado místico y se encebolla y lo agarra la “depre”.

Esa noche soñé con el primer león que rugió en mi vida. Aquel que acompañaba reparto junto al seminal Víctor Mature –más conocido como “Bistéc de mariposa”– en el film “Sanzón y Dalila”. En un pasaje de la cinta, Sansón, atrapaba a la fiera por la boca y la volteaba para adentro como un calcetín de payaso. Sansón, por cierto, antes de perder la cabellera y/o la fortaleza de manos de Dalila, que no era otra que la multiorgásmica Hedí Lamarr, tremenda leona del octavo arte. Y soñé también con el león de la Metro Goldwyn Mayer y hasta con León Trotsky cantando rancheras. Porque un periodista sin reportaje es como un hombre en el limbo de la flacidez.

Pero no hay sin suerte. Al día siguiente, mientras arrastraba los pies de plomo rumbo al bendito canal a buscar el reportaje prometido, los titulares de los diarios colgados en el kiosko de la esquina casi me deja en el interregno de los seres inmortales: “Leona se come a domador”. Y la noticia ampliaba que la noche anterior, en la última función del “American Circus”, el famoso domador El Capitán Azul, ebrio de groserías que lanzaba contra la coqueta leona María Félix, fue atacado por ésta, quien lo había convertido en un verdadero lomo saltado.

Cierto, el domador agonizaba en el hospital mientras yo corría al canal para encarar al director del programa, que por supuesto ya estaba enterado del asunto y con ese tufo que tienen los hombres que fueron mordidos por las María Félix de glúteos almohadillados, me desahuevó: ”Ya ves, cojudo, yo siempre dije que eras un buen periodista”.

El reportaje se redondeó con la entrevista que le hice esa mañana al domador yerto y cubierto de gasas y esparadrapos, como una momia en cuidaos intensivos, donde apenas repetía: “Ay, María; ay, María”. El domingo de Fiestas Patrias, el reportaje hizo 40 puntos de rating. Hoy nadie lo recuerda ya, a sus leones y su boca sangrante y al agonizante domador de la boca sucia, salvo este servidor.

 

Leave a Reply