La autocrítica de Francisco

 

El pasado 28 de diciembre, fiesta de los Santos Inocentes, Francisco escribió una carta a los obispos del mundo, que tiene un sabor fraternal, casi de desahogo y apertura del alma con sus hermanos en el episcopado, la cual, curiosamente, ha tenido poco eco mediático. En efecto, la celebración litúrgica que conmemora a los niños asesinados por Herodes le recuerda al papa un gemido estremecedor, que aún ahora se escucha en todas partes del mundo, revelando la presencia de muchos nuevos “santos inocentes”, es decir, niños que sufren injustamente, y de nuevos “Herodes”, que los hacen sufrir.

El texto pareciera contradictorio, pues invita a no dejarse robar la alegría, pero advirtiendo que el precio de esa alegría no puede ser cerrar los ojos a la realidad. Realidad que muchas veces es triste, tanto en el mundo como en la Iglesia: “Quiero renovar contigo la invitación a no dejarnos robar esta alegría, ya que muchas veces desilusionados –y no sin razones– con la realidad, con la Iglesia, o inclusive desilusionados de nosotros mismos, sentimos la tentación de apegarnos a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera de los corazones”.

El Papa ofrece una rápida descripción del sufrimiento infringido actualmente en el mundo a esos nuevos inocentes: niños que son víctimas del trabajo clandestino cercano a la esclavitud, sometidos a la prostitución, la explotación o la inmigración forzada. “Hoy en día 75 millones de niños –debido a las emergencias y crisis prolongadas– han tenido que interrumpir su educación… En 2015, el 68 por ciento de todas las personas objeto de trata sexual en el mundo eran niños… un tercio de los niños que han tenido que vivir fuera de sus países ha sido por desplazamientos forzosos… casi la mitad de los niños menores de 5 años que mueren ha sido a causa de malnutrición… En el año 2016, se calcula que 150 millones de niños han realizado trabajo infantil viviendo muchos de ellos en condición de esclavitud”. En definitiva, una dura realidad que viven hoy en día multitud de inocentes, y que le lleva a preguntarse: “¿Será que la alegría cristiana se puede vivir de espaldas a estas realidades? ¿Será que la alegría cristiana puede realizarse ignorando el gemido del hermano, de los niños?”.

Sin embargo el lamento papal es más profundo y auténtico, si cabe, porque no cierra los ojos a la cuota de culpa que tienen en tanto sufrimiento de los inocentes algunos hombres de Iglesia: “Escuchemos el llanto y el gemir de estos niños; escuchemos el llanto y el gemir también de nuestra madre Iglesia, que llora no sólo frente al dolor causado en sus hijos más pequeños, sino también porque conoce el pecado de algunos de sus miembros: el sufrimiento, la historia y el dolor de los menores que fueron abusados sexualmente por sacerdotes”.

Ante esa dura y triste realidad, no puede sino renovar, una vez más, la sincera petición de perdón y el compromiso de poner todos los medios para que no vuelvan a repetirse tales atropellos: “Pecado que nos avergüenza. Personas que tenían a su cargo el cuidado de esos pequeños han destrozado su dignidad. Esto lo lamentamos profundamente y pedimos perdón. Nos unimos al dolor de las víctimas y a su vez lloramos el pecado. El pecado por lo sucedido, el pecado de omisión de asistencia, el pecado de ocultar y negar, el pecado del abuso de poder. La Iglesia también llora con amargura este pecado de sus hijos y pide perdón”.

Francisco subraya que el pecado no solo es el abuso del menor, sino también su encubrimiento, el abuso de poder que encierra, y la omisión de los medios para su erradicación. Por eso concluye: “Hoy, recordando el día de los Santos Inocentes, quiero que renovemos todo nuestro empeño para que estas atrocidades no vuelvan a suceder entre nosotros. Tomemos el coraje necesario para implementar todas las medidas necesarias y proteger en todo la vida de nuestros niños, para que tales crímenes no se repitan más… No dejemos que les roben la alegría. No nos dejemos robar la alegría, cuidémosla y ayudémosla a crecer”. No podrá existir verdadera paz y alegría en la Iglesia mientras no estemos seguros de haber puesto todos los medios para que estos crímenes no se repitan. No deja de ser valiente, oportuna y profética la autocrítica de Francisco.

 

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