La casa de los cristales

 

Esta es una historia de amor loco y desamor en transparencia, que estalló en llamas y dejó asfixiado a un perrito llamado “Tifón” y en carcajada doliente a un payaso que aún sigue riendo, a pesar de todo.

En un tiempo se llamó Ricardo y llegó a Lima, portando el equipaje de su mistiano sueño de triunfo. Sabía cantar y bailar, además de contar chistes y entonces, después del habitual peaje monteverdiano, se rebautizó “Cayo Pinto” y a cambio de un discreto “bolo”, debutó una noche de esas, rumbeando con las “Bim Bam Bum”, entre aplausos cazueleros y carcajadas del mismo toque.

Eran tiempos del mambo y reinaban por sus cueros “Anakaona”, ex trapecista circense, la sensual “Mara”, descubrimiento chalaco del “Gordo” Villarán y desde luego, la incomparable ojiverde Betty Di Roma que nos enseñó a bailar como nadie rompiendo corazones a golpe de cintura.

Y “Cayo” se hizo solista, emigró del mambo a la pachanga y una gloriosa tarde apareció en TV, vía “El Hit de la Una”, espacio en el cual, alcanzó unos meses de fugaz “celebridad” que se fue eclipsando por esas cosas raras que nunca entenderemos.

Después, descubrió que también podía dibujar y lo hacía con cierta gracia, impresionando al genial “Crose”-un malabarista del lápiz ninguneado por las empresas hasta que el tiempo dijo basta-. Alguien que de haber nacido en USA, hubiera militado por derecho en el combo de Walt Disney.

Pero volviendo a “Locorate”,-como también se hace llamar “Cayo”-, el pata hizo carrera en diarios y revistas, siempre a la sombra de “Crose”, hasta que se le apagaron las pilas.

Después, ha sobrevivido por arte de magia o quien sabe de milagro, a la par que el gremio de periodistas-que siempre ha sido generoso-lo adoptaba como uno de los nuestros.

Cierto anochecer, un hada-quizás bruja- se cruzó en su accidentada senda y un flechazo del angelito los templó cual cuerda de violín, como suele decirse en criollo. Ella, era quiromántica y se hacía llamar “La Baronesa”.

“Cayo” que siempre ha sido recursero, encontró un broder que le vendió a precio de regalo, una azotea en Carabayllo, donde ambos funámbulos armaron su nidito, con el amor flameando al tope, la bandera de su pasión encontradiza. Adoptaron, de pasada, a un perrito que se llamó “Tifón” y “Cayo” se dio a la tarea de recorrer demoliciones, donde iba comprando-o le regalaban-trozos de pared, techos que derrumbó la picota y puertas descuadradas que fueron constituyendo poco apoco una dichosa casita cambalache, donde reinaba el amor, mientras “Tifón” ladraba querendón y movía la colita.

Hasta que una noche estalló el incendio. Nadie sabrá nunca cómo ni porqué, las llamas empezaron a llevarse volando la casita del ensueño, en tanto “Cayo” a medio despertar sólo atinaba a cargar a “Tifón” cual padre amoroso y “La Baronesa” se salvaba por su cuenta de un infierno repentino que su magia no alcanzó a profetizar.

Finalmente llegaron los bomberos. “Cayo” comprobó que el aterrado “Tifón” huyendo de sus brazos, había buscado refugio bajo unos trastos, sólo para morir asfixiado por el humo en tanto, el amor de “La Baronesa”, se había ido volando, rumbo al cielo de nadie quien sabe aterrado por las sirenas bomberiles.
Hoy, este payaso bailarín ha construido una buhardilla tanto o más elegantosa que la de antaño. Y, sobre todo, gracias a la baratija derrumbona, ha logrado recrear una suerte de chicha- palacio tabiqueado a viejos vidrios que alguna vez fueron vitrinas.

Pero “Tifón” ya no ladra desde el más allá, ni “La Baronesa” ha querido perdonar a “Cayo” su desatención a la hora del naufragio.

Ahora, ella y “Cayo” se saludan de mañana y noche – cristalería mediante-con un desvaído gesto de “holychau”. Y según cuenta el agraviado, por las tardes, una bandada de palomas viajeras bate sus alas sobre esta “casa vidriada”, como si aplaudieran el adiós a un sueño muerto.

Pero, no llores, hermano payaso. Tu bien sabes que “lo asombroso de los milagros, es que suceden”-, como dice el tío “Gabo”. Y quizás, un día, -o una noche- La Baronesa” te vuelva a sonreír. Te lo deseo con todo mi corazón. —¡En el dolor…anclamos!

 

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