La falacia de la laicidad

 

Con cierta frecuencia, y con aires de imparcialidad, algún congresista lanza proyectos de ley tendientes a consagrar el “estado laico” como principio rector de la sociedad, buscando borrar de la Constitución, por ejemplo, toda referencia a Dios. La furia iconoclasta de los laicistas no conoce límites, buscando suprimir las imágenes religiosas de los espacios públicos o de las oficinas, argumentando, paradójicamente, que lesionan la libertad religiosa, pues imponen una versión concreta de la misma. Es decir, un principio abstracto suprime de facto la libertad religiosa de las personas, despojándolas de su derecho a manifestar públicamente su fe en forma pacífica.

El problema estriba en qué se entiende realmente por “estado laico”, pues es un hecho histórico que ha sido el cristianismo quien ha posibilitado la existencia de estados laicos. Anteriormente siempre la religión fue un instrumento al servicio del poder establecido, y sólo Jesús distinguió con nitidez el orden civil del religioso, otorgándole legitimidad y autonomía al primero. Otros credos difícilmente pueden generar estados laicos pues, a diferencia del cristianismo, la ley civil forma parte de la ley religiosa (la sharia islámica), es decir, la vivencia plena de esa religión incluye adoptar una ley religiosa como civil, donde quienes practican una religión diversa son, a lo sumo, tolerados, pasando a ser, en la práctica, ciudadanos de segunda categoría.

Ahora bien, la pregunta que queda en el aire es ¿qué se entiende por estado laico?, y en segundo lugar, ¿es bueno tener un estado laico? Con frecuencia se confunde estado laico con estado laicista. Es decir, un estado que busca borrar todo vestigio religioso e imponer un ateísmo práctico en la sociedad. Paradójicamente tal estado no es laico, pues fomenta de hecho una forma invertida de religiosidad como puede ser el ateísmo. Tal estado no es conveniente, pues conculca, en la práctica, la libertad religiosa de los ciudadanos, condenándolos amablemente a volver a las catacumbas, al ostracismo social. Por el contrario, el auténtico estado laico se limita a reconocer que no es competente en materia religiosa, por lo que su regulación al respecto se limita a mantener los límites del orden y la moral públicos. Un estado así no prohíbe o limita una manifestación religiosa, y si lo hace, será solo en casos límites (si una religión fomenta actos de violencia o prostitución sagrada, por ejemplo). Le interesa, por el contrario, garantizar la libertad religiosa de los miembros de la sociedad, de forma que los ciudadanos puedan practicar su fe sin trabas, también en forma pública, pues considera que la libertad religiosa es un elemento importante del bien común, finalidad que justifica la existencia del mismo estado. Por ello puede, por ejemplo, colaborar fructuosamente con la Iglesia en beneficio de la sociedad.

A lo anterior habría que añadir, para no caer en idealismos, la realidad del pueblo que el estado va a gobernar. No se puede hacer abstracción de las personas, y estas tienen una identidad, una historia, una cultura, una idiosincrasia que se deben respetar y fomentar. Así, por ejemplo, la Constitución peruana menciona a Dios en su preámbulo y reconoce el papel positivo que la Iglesia Católica ha desempeñado en la configuración del país. Al hacerlo no privilegia a nadie, se limita a constatar dos verdades históricas: el carácter religioso de la inmensa mayoría del pueblo peruano y el papel que la Iglesia ha jugado a lo largo de su historia, estando bien documentada esa fecunda colaboración, de la cual los únicos beneficiados han sido los propios peruanos. No menciona en ningún momento, por cierto, que el estado peruano sea laico.

Es decir, es una constitución que se adapta a la realidad del pueblo peruano, garantizando al mismo tiempo la libertad religiosa, también la libertad de no profesar ningún credo. Si la comparamos, por ejemplo, con la constitución mexicana, marcadamente laicista, vemos que esta última lo único que hizo fue crear una ficción. Hacer como si la religión no existiera, lo cual es evidentemente irreal, falso y por ello injusto, en un pueblo marcadamente religioso. Al crear esa ficción por motivos ideológicos, limitó drásticamente la libertad religiosa durante muchos años: prohibiendo las procesiones, el uso de hábitos religiosos, la enseñanza de la religión en la escuela pública, cercenando de esa forma un derecho fundamental de los padres mexicanos. Es decir, era una constitución al gusto de una minoría laicista, pero que no se ajustaba a la inmensa mayoría de la población, profundamente creyente, la cual, por eso mismo, resultaba limitada en sus legítimos derechos. Esperemos que Perú no siga tan lamentable ejemplo.

 

Leave a Reply