La noche que los Shapis tomaron Lima

 

¡Señoras y señores! ¡Respetable público del Perú y del mundo! ¡Amantes sufridos de la cumbia folk¡ ¡Damitas y caballeros! ¡Llegó el momento de nuestro show esperado! ¡Aquí están…Los Shapisss…! Y el auditorio convulso y de pie y que hasta ese momento fermentaba en un mar de cervezas y otros brebajes nativos que encabritan el alma, explosiona, coletea, se espesa y se aleona en su loco frene­sí. Una oleada de cuerpos sudorosos, bajo los trajes chillones, se estrellan contra las primeras filas y los aullidos de las muchachas, chaposas aún, agarran paroxismo telúrico, gasecitos de disforzadas, aullidos vaginales, pasión del pobre.

El animad­or, “Jota Jota” García Porras, un gordito ecléctico, arenga hasta con el bajo vientre. Y sobre el escenario bañado de luces celofán aparecen con paso saleroso, Los Shapis. Nueve hijos de la gran patria, ahí lucen sus trajes blanquísimos cruzados por un arco iris aplastado sobre sus pechos, el pipute y sus mocasi­nes albos y sus guitarras el­ectrodomésticas. ¡Qué faites! ¡Qué estilacho! ¡Cholos pero guapos! E implacables inician el rito, la coreografía con sus saltitos pisahuevos y se arrancan con ese ritmo extraño manufacturado con retazos del trópico, de la jungla y de los andes. Ahora los amplifica­dores trasladan su carga de alari­do sobre la masa convulsa restregando el piso terroso de Mi Huaros Querido, el reducto folklórico a las orillas de Lima y ahora también ubre de la música chicha.

Los Shapis se bautizaron así el 14 de febrero de 1981 en un baile en el Coliseo Regional de la calle Loreto de Huancayo. El nombre “Shapis” viene de los guerreros de Chupaca en el Valle del Mantaro. Jaime Moreyra, líder y primera guitarra del grupo había nacido en Juliaca en Puno y el cantante, Julio Edmundo Simeón Salguerán, Chapulín El Dulce, era natural de Chupaca. Ambos pertenecen a la primera movida de la chicha en Lima. Unos venían del grupo Los Elios o Melodía y otros de Los Ovnis. El intercambio entre actuaciones en la capital y en el centro del Perú los asoció. Luego ellos harían la empresa.

Y ahora Jaime Moreyra me está contando: “Desde el 81 cuando formamos la agrupación, vivíamos como gitanos pero ese abril grabamos nuestro primer 45 rpm. y unos de sus temas era “El Aguajal”. Increíble, el éxito nos agarró mal parados. Nunca pensamos que con esa grabación nuestras vidas iban a pegar un salto mortal. Luego, llegaron los contratos para las fiestas, entró la plata y la sierra central nos quedó chica. Dormíamos dos horas en Cerro de Pasco y de ahí al ómnibus para actuar al toque en Huánuco, y de ahí arranque usted para Huancayo y para Jauja y para Tarma”.

Los Shapis originales reunieron a músicos que provenían de Juliaca, Trujillo, Chupaca, Huancayo, Tarma y Junín. En 1982, Radio Moderna de Lima los premia con la Antena de Oro por “El Aguajal”. La génesis de éste, su disco éxito, resulta ilustrativo para comprender las características más importantes del texto musical chicha. La canción original es el huaino “El alizal” del compositor Teodomiro Salazar. Moreyra contaría luego que conocía la melodía de ese huaino por sus viajes a la selva donde probó la típica fruta llamada aguaje. Imaginó así que la fruta nacía del aguajal, y de ahí se inspiró para el título de la canción: “El Aguajal”. La anécdota tiene dos errores. Que el huaino de Teodomiro Salazar debió escribirse “alisal” (que es el árbol más común que brota en toda la sierra del Perú junto a ríos o pozas) y que Moreyra debió respetar el original. Anecdótico o no, este es una de las características de la informalidad con la que al principio se fue construyendo las bases de la chicha.

A la hora del espectáculo, Chapulín es el que mueve la banda. Con su aire a gato gordo, canta con sentimiento. Llora pero no llora, gime pero no gime, cierra los ojos con un ventarrón a Juan Gabriel. Pega unos saltitos, se achora y el resto lo imita con precisión. Un grupo de simpáticas damitas, también uniformadas al mejor estilo del Gamarra fashion, hacen la coreografía, cada quien a su manera suda sus calzones de bolitas carmesí. El espectáculo es total y sexualizado, más que el rock y lo punk. Pero Jaime Moreyra resume que el hallazgo de Los Shapis fue retomar los temas clásicos del folklore andino peruano: “Hacemos que más gente se entere de nuestro folklore, porque nuestra música tiene mucho que ver con él. Además, también tocamos huainos, santiagos, carnavales, pero con instrumentos electrónicos y así le damos más amplitud y difusión.

En 1984 el Centro de Lima se conmovía con los atentados perpetrados por Sendero Luminoso, lo sonidos de ambulancias y patrulleros y el ruido de guitarras eléctricas y la percusión de los timbales y congas de un conjunto musical que tocaba todos los domingo en una playa de estacionamiento, “Playa Asunción” en el jirón Miro Quesada en la zona de los Barrios Altos. Eran Los Shapis, el primero de los grupos de cumbia que se reconocen en la chicha.

Las calles limeñas simultáneamente estaban pobladas de carteles que anunciaban sus fiestas. La novedad que aquellos afiches tenía colores y diseños que no se parecían a los rótulos oficiales que acostumbraba a usarse en Lima. Estos tenían multicolores propios de la policromía andina del Valle del Mantaro y sus diseños parecían a los rasgos de los mates burilados o las polleras de las mujeres serranas. El nombre de Los Shapis sobresalían así entre todos las muestras de la mercadotecnia de esos años. Era años del alcalde Alfonso Barrantes, el primer burgomaestre socialista que administró Lima no con mucha fortuna.

De aquel tiempo que le hice a Jaime Moreyra en un café de la Grau. El director de Los Shapis comprendía los días violentos en que vivíamos, conocí de esa fuerza de los provincianos que ya era de tercera generación en Lima e intuía el futuro de aquello cultura chicha de la que él era un actor principal: “La gente que interpreta la música importada como el rock y la salsa, piensa que nuestra música es algo muy simple y nos mira con menosprecio. Nos dicen chicheros pensando que la copia que hacen ellos es algo mas estudiado. Pero de un tiempo a esta parte , lo sencillo está tomando bastante fuerza. Y es que la música que hacemos tiene arraigo entre la masa popular, los trabajadores, las mujeres que cargando sus hijos nos siguen a todas partes”.

Cuando Los Shapis conquistaron altos índices de popularidad se mudaron al barrio de Maranga en el distrito de San Miguel. Allí, en una enorme casa vivían casi como una comunidad y así pudieron organizarse y profesionalizar el futuro. Atrás había quedado el ajetreo de los hoteles de La Parada. “Nuestro estilo –sigue hablando Moreyra en aquel entonces- es único y ya lo hemos patentizado, pero la joda siguen siendo los instrumentos, hay que alquilarlos porque comprar un órgano o una guitarra nos dejaría sin calzoncillos. Felizmente a los patas que le alquilamos los equipos les hemos caído en gracia y no se ponen abusivos como se quejan los de otros grupos”.

Una fiesta al mejor estilo de Playa Asunción, aparte del estrado los equipos y las luces, al fondo ubica al bar con cajas de cervezas que formaban una pirámide majestuosa al caer la tarde. En los otros bordes, las carretillas con anticuchos y pancitas. Más allá las ollas con los chupes de cabeza, humeantes y calientes. Las fiestas empezaba puntualmente pero el público formaban colas desde muy temprano. Al llegar la noche el área se atiborraba de un público de todas las edades. Todos bailaban, todos tomaban cerveza y el animador, “Jota Jota” García Porras, se desgañitaba hasta la medianoche anunciando y coreando los temas que Chapulín El Dulce y Jaime Moreyra interpretaban en olor a multitud.

“Que se vaya, que se vaya…” sigue coreando la multitud en el canchón de “Así es mi tierra”, el local de La Victoria que los aceptó con sus brincos y coreografías. El toque se hizo diferente y agarró carne en los serranos capitalinos. El punteo selvático-andino de la guitarra de Moreyra y los teclados cordilleranos de Julio César Agüero, natural de Junín, le inyectaron el sentimiento del huaylarsh, el sabor del ordeñar vacas en Huaripampa, la inigualable frescura de las tardes en la bajada de Carpish, el innombrable cielo del Huaytapallana, en fin, aquella mixtura reclamada por siglos en nuestra música polarizada por el prejuicio tutelar.

La casa de “Los Shapis” en 1984 quedaba muy cerca a la avenida de La Marina. Ahí vivían todos. Moreyra, casado y con dos hijas. Chapulín, soltero cual fauno casi siempre en la alcoba con frazadas de tigres, el resto en diferentes habitaciones con rezagos de huesos de pollo. Chapulín es desconfiado pero tiene que hablar: “nosotros estamos por el cambio en el país, por eso defendemos a la clase trabajadora, a los proletarios, a los campesinos, a los desocupados. Aquí existe mucha miseria por eso existe Sendero Luminoso y tanta sangre y aunque yo no esté de acuerdo con sus métodos, los entiendo porque son producto de esta realidad de mierda”.

Moreyra lo mira, asiente y agrega: “nosotros somos en este país unos privilegiados porque tenemos trabajo y ahora una situación cómoda; sin embargo, mis hermanos no pueden decir lo mismo. Por eso trabajamos ahora con los sindicatos, con los clubes de madres y con los estudiantes, incluso nuestros temas han variado, hoy tratamos de que tengan un contenido social para que haga despertar a las clases más golpeadas de este país, para que de una vez por todas los desahueven. Nuestra única arma, como artistas populares que somos, es nuestra música y en eso trabajamos. En el larga duración que lo estamos terminando y que es el cuarto, te darás cuenta que nuestros contenidos se trasladaron de una temática facilona a una, mucho más social y cotidiana, lo que le ocurre al hombre común y corriente del Perú”.

Desde las ocho de la mañana comienza un desfile interminable por la casa de “Los Shapis”. Moreyra tiene un maletín James Bond, ahí en unas cartulinas de colores están marcados los doce meses con sus casilleros diarios. “Estamos contratados hasta noviembre -explica sin soberbia-, viernes, sábados, domingos y me olvidaba de fiestas patrias. Nosotros cobramos tres mil por hora y sólo tocamos un máximo de cinco. Para firmar un contrato tenemos una cartilla con condiciones mínimas que nuestros clientes deben cumplir obligatoriamente. Ahí está señalado el asunto de la seguridad. Nosotros exigimos un mínimo de quince personas armadas para evitar algún problema”.

Y lo que parece una organización «chicha» de pronto adquiere forma de empresa multinacional pero autóctona, sui géneris, creación heroica, o llámese como se llame. Lo cierto es que “Los Shapis” inventaron un estilo -de tocar, de cantar, de cobrar y de vivir- que le dio respiración boca a boca a la música popular que se tocaba en el país. Con “El aguajal” batieron un record: en dos meses vendieron un millón doscientas mil placas. Entonces algo extraño estaba ocurriendo.

Y en 1985 Los Shapis viajan a París. Jamás grupos alguno de la cumbia peruana había logrado alcanzar tamaña travesía. En una entrevista publicada en el diario Perú 21, Jaime Moreyra y Chapulín El Dulce contaban así: “Nuestro primer uniforme era con un chalequito, camisita con bobos, a la usanza de la época anterior. Pero pensamos que si teníamos canciones y nombre propio. Yo vi unos polos que hacía un moreno, eran polos de Miami. Y escogí uno donde predominaba el color azul, pero con esta franjita. Así que le hice un dibujo donde predominaba el blanco, había un azulito y los colores base de la bandera del Tahuantinsuyo, que es el aura que nos protege”.

“Nosotros cobramos un promedio de 15 Soles la entrada a las fiestas y 30 Soles a los conciertos –cuenta Chapulín después de explicarme que estudió educación física en la Universidad del Centro-, por eso soy agilito aunque ahora me canso bastante y tengo que dormir diez horas para recuperarme. Eso sí, nosotros somos recontrasanos, nada de drogas y muy poco licor. Te mentiría si te digo que no me tomo mis cervezas de vez en cuando, pero la responsabilidad que tenemos con el grupo y con nosotros mismos nos impide ser desarreglosos”.

En 1989 Los Shapis realizan su primera película: “Los Shapis en el mundo de los pobres”. Chapulín El dulce recuerda: “Fue la primera película musical peruana. Era la historia de Los Shapis que llegan a Lima. El estreno fue hermoso. Se agarró el circuito de cines que, en ese momento pasaban cine hindú. Se pasó en todo el Perú y en Bolivia y México. Creo que fue la mejor época de Amparo Brambilla, y la gente hasta me inventó un romance con ella. Y se quedó sin hacer la segunda parte titulada “Chicha, ron y tequila”. Justo hicimos la película al regresar de Europa. Habíamos tocado en el Festival de la Juventud del Cono Sur. Al escenario, igual que acá, se habían subido los niños, que se confundían con nosotros. Era increíble. Habíamos pasado de Chupaca, de la carretilla a París.

Y el teléfono suena como loco. Timbra y timbra en el chalet recién adquirido. Un microbús Toyota en el garaje está cargado de unos sacos de papas, cebollas y amplificadores. Dos gasfiteros trabajan ajenos al tráfago de los contratos, el afinamiento de las guitarras y el aroma de una sopa de cabeza de carnero que se escapa de la misteriosa cocina multiusos y viejas gordas apolleradas. Un enorme televisor permanece encendido y los diplomas le otorgan al recinto un toque a sala de espera de abogado pituco aunque con la cantidad de trofeos el living más parece un club provinciano de sapo electrónico.

El símbolo de Los Shapis es el arco iris. «Ahí están sintetizados los colores de nuestra tierra», dice Chapulín y ya está pensando en el almuerzo y la tripa gorda la tiene entumecida. “La bandera de los incas tenía esa policromía, por eso que en función de la integración nacional, de sus regiones, sus costumbres y sus culturas, pensamos y retomamos uno de los símbolos de nuestros antepasados”. ¿Y las flechas?, les pregunto. “Eso lo dejamos para clavar en la noche” se aviva en responder.

Los demás integrantes, todavía legañosos, se rascan las verijas en un enorme sofá. Son peruanos: José Loayza, el segundo guitarra es de Huancayo, Toribio Soca, ayacuchano, hace dos años es el bajista oficial. Otro fundador se llama Lucho Guevara, encargado de los timbales, nació en Trujillo pero no es aprista y Roberto Capcha, el último jale, es jaujino pero toca el bongó como chalaco. En las congas, el huanuqueño Ricardo González, les otorga el sabor montañés y Gregorio Mallma, «cafecito», tarmeño, mete candela en el güiro y junto a Noemí Cristóbal, la mujer de Moreyra, hacen los coros. Son peruanos, les dije.

Y antes de largarme les pregunto si tienen claro aquello de «la cumbia folk». Y Los Shapis se miran, se tiran dedo pero Moreyra se las arregla para contestar: «la idea no está centrada aún, intuitivamente existe la intención de utilizar melodías folklóricas e integrarlas a la cumbia colombiana, pero nuestros elementos técnicos todavía no tienen un elemento musical homogéneo, más bien por el momento obedecen a la inspiración del músico que hace los arreglos. Pero mira hermanito, qué cosa quieres, si recién estamos empezando». Cierto, la chicha estaba fermentando.

Los Shapis ahora se llaman “Los intercontinentales” y tienen más de treinta años de vida artística. Pero todavía recuerdan el concierto en el estadio del Alianza Lima, en el mano a mano con Aníbal López y La Única. “Y, en Huamanga, decían que ni Alan García había llenado así la plaza –Dice “Chapulín”– Otro fue el de la UNI. Hacer música chicha en ese tiempo era una locura, pero los muchachos, poco a poco, fueron llegando, hasta que fueron una multitud. Los Shapis los jalaban como un imán. Hasta en el cerro, en el fuerte Rímac, a lo lejos, vimos a los soldados que empezaron a bailar. Habíamos logrado captar a los muchachos con nuestra música”.

¿Y conocían a Chacalón?, les preguntó: “Nos conocíamos como músicos, pero no éramos amigos. Aunque recuerdo una vez que estábamos tocando en el jirón Lampa, era mi cumpleaños, y me pasan la voz y me dicen que había llegado Chacalón y La Nueva Crema. Y se subieron al escenario a tocar. ¡Fue una sorpresa! Así que, al año siguiente, nos fuimos a la carpa Grau y tocamos en su cumpleaños. Fue algo maravilloso”.

“ ¡Señoras y señores! Respetable público. Amantes de la cumbia folk del Perú y del mundo; llegó la hora esperada de nuestro show multicolor, para todas las apachurrita: con ustedes Los Shapisss”. Y ahora la fiebre de la multitud rebasa el control de los matones, las chicas trepan al escenario, sudorosas se rasgan los jeanes marca chanco y los chupaqueños se tienen que retirar con los bividís rasgados por las uñas de la popularidad. Cansados y triunfantes se trepan al «Shapimovil». Mañana seguirá la fiesta.

 

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