“Pocho” Rospigliosi y una historia que no tuvo descanso en el fútbol

 

Este 23 de marzo Alfonso ‘Pocho’ Rospigliosi Rivarola habría celebrado su cumpleaños. Y ayer mismo, en casa ante esta inmovilización que tenemos todos los peruanos por culpa del coronavirus, me lo imaginé cumpliendo 90 años. Con su rostro sonrosado -como siempre lo tuvo- ajado por el tiempo y convertido, quizá, en su vejez en un hombre feliz. Pero sí estando de acuerdo conmigo con lo que decía en sus obras de teatro el actor, escritor y dramaturgo argentino Enrique Pinti al que siempre fue a ver actuar en Buenos Aires: “El que no ayuda a los viejos y necesitados, tampoco será ayudado por nadie”. Y ‘Pocho’ aún con todas las mil historias que se tejieron a lo largo de su existencia (murió con tan solo 58 años en 1988), fue, para mí, un hombre justo. Bueno pero enérgico cuando veía que las cosas no le salían como él quería o alguien de su equipo de Ovación le fallaba. Lo percibí durante los seis años (1980-1986) que trabajé a su lado en el diario El Comercio. Que no son pocos ni tampoco muchos. Pero llegué a conocerlo, creo, muy bien.

Sus sacos color naranja, celeste o azules eran inconfundibles en la Redacción del decano. Rara vez vestía de sport, pero el saco no lo dejó nunca. Siempre con corbata y camisa blanca. Llegando a las diez de la mañana, retirándose a almorzar a su casa a la una y hacer su clásica siesta para volver a las cinco y, tras dejar cerrada la edición deportiva, enrumbar en su automóvil manejado por Alejandro Zurita hacia la avenida Uruguay, sede de Radio El Sol para a las siete salir al aire con su famoso programa Ovación. Cuando la hora lo ganaba, desde la propia sede de Deportes en Lampa y Miró Quesada, irrumpía en las ondas radiales con su frase potente e inconfundible “donde se hace deporte, allí está Ovación”.

No había viaje que hiciera al exterior -y fueron muchísimos- que no volviera con regalos para casi todos. Y lo propio hacía en su programa de Canal 5 Gigante Deportivo. Recuerdo que en uno de ellos me trajo un LP de Willie Colón con su famosa canción “Pablo Pueblo”. Nombre que desde ese momento me identificó su hijo Micky, quién murió 21 años después de 44 años. Eran costumbres sus Invitaciones después del cierre en El Comercio a Pollos Hilton de su amigo y socio Jaime Tsukayama o a tomar desayuno en la Trattoria Italia en la avenida Colonial.

Calle Lavalle de Buenos Aires, con Héctor Madrid, Pocho y Germán Villalobos. 1987.

Muchos episodios y anécdotas cada cual más espectacular viví al lado de Pocho aquí y en el extranjero. De triunfos imborrables como aquél del Centenario en 1981 sobre Uruguay por 1-2 con Tim de entrenador o el empate (1-1) con Argentina por la Copa América en Buenos Aires en 1997.

La última vez que hablé con él fue en 1988, año que falleció, tras mi vuelta de las Olimpiadas de Seúl. Me llamó por teléfono. Apenas llegué a reconocer su voz porque aquella de “donde se hace deporte…. o “ya vienen los goles de Cubillas” o “cuál es la pila, Perico (León)” no volvió a ser la misma. Muy por el contrario. Lenta, midiendo sus palabras, sin la rapidez con que transitó en vida y fue para preguntarme cómo había visto a su hijo Micky transmitiendo con Elejalder Godos los partidos del seleccionado de vóley en Seúl 88.

Un día antes de morir, me contaron que en su agonía pidió hablar con Mario. Así a secas. “Que venga Mario”, llegó a decir. Hasta hoy no sé si fue por mí o por Mario Grau, uno de sus empleados y comentarista de Ovación. Lo que sí sé es que ambos, en el Decano, llegamos a tener un gran respeto y un compañerismo sin igual.

 

 

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