Prisionero de guerra

 

EL SILBATO FINAL DEL ÁRBITRO señaló, aquella tarde del 4 julio en el Wankdorfstadion de la capital de Suiza, que acababa de realizarse lo que desde entonces se llama Das Wunder von Bern, el Milagro de Berna. Alemania se consagraba campeón del mundo tras derrotar 3-2 a la formidable selección de Hungría en un partido que fue vibrante desde el primero hasta el último minuto.

Fritz Walter, capitán de la triunfante Nationalmannschaft, aparece en las fotos presa de júbilo y emoción, junto a sus compañeros y el cuerpo técnico del seleccionado alemán en medio de la cancha, abrazados por sus hinchas, saludando a las diversas autoridades del fútbol y de la política. Se trataba de un reencuentro con la vida, suyo y el de esa Alemania a la que Hitler arrastró y la hizo protagonista de una orgía criminal a escala industrial sin precedente en la historia. El Milagro de Berna permitió a Alemania iniciar su reconciliación con el mundo; a Fritz Walter, constatar que en el fútbol no hay edad para ser feliz: a sus treinta y cuatro años, acababa de comprobarlo.

Fritz Walter celebró aquel triunfo más que todos pues era un sobreviviente de la guerra, del fútbol. Había nacido en 1920, en Kaiserslautern, cuidad del Palatinado, no lejos de la frontera con Francia. Le pusieron por nombre Friedrich, y como a todos o a casi todos los Friedrich, lo llamaban familiarmente Fritz. A los ocho años integró la sección infantil del más importante club local, el FC Kaiserslautern, en el que más tarde realizaría toda su carrera profesional como mediocampista. Allí jugó junto a su hermano menor, Ottmar. Debutó en el equipo de mayores poco antes de los dieciocho años y mostró talento además de clase. Pero era muy joven para integrar la selección que, bajo la dirección de Sepp Herberger, participó en el Mundial de Francia de 1938. Ya entonces no le faltaban ni la calidad ni experiencia, pero Herberger venía afinando el equipo nacional desde 1936, tras el fiasco de las Olimpiadas de Berlín. Sabía que Fritz Walter era de los buenos, pero no se arriesgó a convocarlo pues lo veía muy chiquillo; le prometió incluirlo en la selección que disputaría el siguiente mundial, el de 1942, para el que Alemania había presentado su candidatura para ser sede. El buen Sepp Herberger cumplió su palabra a medias: lo convocó a la Nationalmannschaft, para el siguiente mundial en el que participaron los germanos, el de 1954. Fritz Walter acusó el golpe de la decepción, y aprendió que en la vida no todo llega cuando uno quiere, pero llega.

En el Mundial de 1954, Alemania integró el grupo B, junto a Hungría, Turquía y Corea del Sur. Se trataba en realidad de la República Federal de Alemania, RFA, que se diferenciaba de la República Democrática Alemania, RDA: la existencia de estas dos Alemanias fue una de las consecuencias de la Guerra Fría, la confrontación geopolítica que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial. La RFA había sido readmitida en la FIFA en 1949. Sepp Herberger es nombrado entrenador y, con algunos jóvenes y con algunos sobrevivientes, arma una selección. Por su carisma, por su liderazgo, por su calidad, por su prestigio, Fritz Walter fue designado capitán.

La RFA debutó en el Mundial el 17 de junio venciendo a Turquía 4-1, victoria sin duda estimulante, pero que pareció de pronto marchitar cuando, ese mismo día, Hungría aplastó a Corea del Sur 9-0. Aquella Hungría era temible máquina de golear, como quedó en claro cuando, en otra goleada, se impuso al equipo de Herberger por 8-3. Fritz Walter, que acababa de perder una guerra mundial, le restó dramatismo a esa batalla.

Hungría era el archifavorito para llevarse la copa Jules Rimet. La RFA podía dejar el mundial con la frente alta, ya que Turquía, a su vez, había goleado a Corea del Sur 7-0. Como el reglamento de aquel mundial establecía que no jugaran entre sí los dos “cabeza de serie” de cada grupo (Hungría y Turquía) ni los otros equipos que no lo eran, se generó un empate en puntos entre Turquía y la RFA, por lo que debieron jugar un partido de desempate (entonces no se tenía en cuenta la diferencia de goles, que le era favorable a los turcos). La RFA se impone 7-2. Fritz Walter marcó el sétimo gol.

En los cuartos de final la RFA se enfrentó a una selección relativamente débil, Yugoslavia, a la que venció 2-0, lo que le valió encontrarse en la semifinal frente a sus primos germánicos, Austria, que tras el hundimiento del régimen nazi había recuperado su estatuto de Estado independiente, aunque no el esplendor futbolístico de los tiempos Das Wunderteam. Sepp Herberger temía un partido rudo, pues sabía que los austriacos no habían olvidado que era él el seleccionador de la Nationalmannschaft de antes de la guerra que enroló a varios de los suyos. Para sorpresa de todos, la RFA propinó a los austriacos una regia goleada 6-1, de la que Fritz Walter marcó dos goles, ambos de penalti. La RFA pasaba así a disputar la final del mundial, en la que tenía que reencontrarse con Hungría, auténtica aplanadora que en cada partido había marcado no menos de cuatro goles: 9-0 a Corea del Sur, 8-3 a la RFA, 4-2 a Brasil, 4-2 a Uruguay: veinticinco goles en cuatro partidos.

La agresión e invasión de Polonia en setiembre de 1939 por parte de Alemania significó el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Los primeros triunfos militares permitieron al régimen nazi mantener dentro de su territorio la apariencia de una vida cotidiana sin mayores sobresaltos. Los diversos torneos regionales de fútbol continuaron durante un buen tiempo más y la selección nacional jugó una serie de partidos internacionales, tanto de local como de visitante: los rivales eran, desde luego, selecciones de países políticamente afines al nazismo: Italia, la España de Franco, Bulgaria, Hungría, pero también Suiza, país autoproclamado neutral. En julio de 1940 Sepp Herberger convoca a la selección a Fritz Walter, quien hace su debut internacional frente a Rumania en un encuentro amistoso. Pero poco a poco la guerra fue haciéndose sentir también en Alemania: fue aumentando la necesidad de hombres para los diversos frentes que creaba la desmesura bélica hitleriana; los bombardeos de los Aliados empezaron a ser frecuentes en el territorio del Reich. En 1942 Fritz Walter tiene que integrarse al Ejército y es destacado a un contingente acantonado en Lorena, región francesa que había sido anexada a Alemania; como no formaba parte de una unidad combatiente, participa en numerosos partidos que los diferentes cuerpos de la Wehrmacht disputaban entre sí; también formó parte del Roter Jager, equipo de la Luftwaffe. En 1943 le otorgan varios meses de permiso y vuelve a su ciudad natal, donde juega para el FC Kaiserslautern y participa en el campeonato local que seguía desarrollándose como podía. Ese mismo año es nuevamente incorporado en el ejército, esta vez destacado en Ucrania, cuando en el frente oriental el Ejército Rojo había arrebatado a los alemanes la iniciativa de las ofensas.

Llovía en Berna aquella tarde del 4 de junio. Sesenta mil espectadores, muchos de ellos alemanes, colmaban las graderías del Wankdorfstadion.  Los de la RFA sabían que era imposible derrotar a los magiares, esa selección que admiraban propios y extraños, que era todo un portento de claridad y eficacia en el que se lucían goleadores natos como Puskas, Czibor o Kocsis, cuyo juego era infalible y su talante de caballeros. Todos en el mundo pensaban que esos húngaros eran invencibles. Todos menos Herberger, que pensaba de otro modo, pues de seguro dijo a los suyos alguno de sus irrefutables pleonasmos. Pero a pesar de dos peligrosas arremetidas germanas al comienzo del partido, al minuto seis Puskas aprovecha un mal rechazo de la defensa alemana y abre el marcador; dos minutos después el zaguero germano Josef Posipal logra ajustadamente cerrarle el paso a un atacante húngaro, le quita el balón y lo coloca en las manos del portero Toni Turek y ocurre lo increíble: a Turek se le resbala la pelota y esta llega a Czibor, que estaba al acecho, tira al arco con decisión certera y marca el 2-0. Solo un milagro podría hacer cambiar el curso de lo que ya parecía una derrota alemana, lo que prometía ser una goleada húngara. Un milagro es un acontecimiento extraordinario, sorprendente e inexplicable por la razón, por eso hay quienes le atribuyen un origen divino. El hecho es que, contra toda expectativa, al minuto diez Max Morlock recibe en el área húngara un pase cruzado de Helmut Rahn, se le abalanzan todos los zagueros rivales, pero fue ya muy tarde: Morlock redujo la diferencia. Ocho minutos más tarde Rahn logra el empate: los más ateos de los ateos creyeron entonces en Dios, en el Dios del Fútbol, y esperaron en el milagro, pues la Nationalmannschaft se había entregado al fútbol con humildad, con fe y constancia. Fritz Walter, el alma y el más querido y admirado del equipo, había hecho ver que el triunfo era posible, pues para él sobrevivir era ya ganar: durante noventa minutos fue el guía espiritual de la selección alemana, el adalid puro corazón. A once minutos del fin del partido Rahn vuelve a anotar: acababa de producirse el Milagro de Berna. La invencible Hungría es derrotada 2-3.

Tras la debacle de la Wehrmacht, en Stalingrado el Ejército Rojo inicia su avance imparable hacia la capital del Reich, liberando del yugo nazi tanto sus propios territorios como países vecinos, que se volvían Estados socialistas. Los alemanes eran capturados por millares: uno de ellos fue Fritz Walter, que fue internado en un campo de prisioneros en Rumania, campo custodiado por soldados húngaros, ahora aliados de los soviéticos. Durante un partido entre prisioneros y guardias, un oficial húngaro, amante del fútbol, lo reconoce y hace que lo separen del contingente que iba a ser deportado a Siberia; hace también que lo ingresen en un hospital militar, pues había contraído la malaria. Finalmente lo ayuda a regresar a Alemania. A fines de 1945 Fritz Walter se encuentra de nuevo en el Palatinado y, al año siguiente, integra de nuevo su club de toda la vida, el FC Kaiserslautern.

“Aus, aus, aus…, aus!!!… Das Spielt ist aus!… Deutschland ist Weltmeister!!!”, exclamó frente al micro, emocionado, con la voz rota, Herbert Zimmermann, el periodista que trasmitía para la radio alemana el partido: “¡Terminó, terminó, terminó…, terminó…! ¡Terminó el partido…! ¡Alemania es campeón del mundo!”. Zimmermann repetía los nombres de Rahn y de Fritz Walter, el de Sepp Herberger; en la memoria colectiva alemana su voz y sus comentarios forman parte inseparable del Milagro de Berna. Fritz Walter, emocionado, recibió de manos de Jules Rimet la copa de la FIFA bajo la lluvia imparable. Aunque quizá ya lo era, se convirtió divinativamente en un héroe popular admirado y entrañable. Volvió a integrar la Nationalmannschaft en 1958, siempre como capitán, durante el Mundial de Suecia. Tal vez para él el Milagro de Berna empezó en aquel campo de prisioneros de guerra en el que un oficial del ejército húngaro evitó que fuera deportado a un gulag de las estepas rusas. Aquel oficial que, sin proponérselo, contribuyó a que se produjera el Milagro de Berna (a costas de su propio país) era para Fritz Walter el que provocó otro milagro, el de casarse con un amor eterno, con esa mujer cuyo nombre es el de un país que evoca la belleza: Italia. Murió en 2002 convertido ya en una leyenda, pero las leyendas nunca mueren.

 

Leave a Reply