Roberto Ledesma: Camino del puente me iré

 

Cubano y mejor habanero. Roberto Ledesma, a los 19 años, cantaba en orquesticas y sonoras en las boites Bambú y en el Oasis de la capital cubana. Y su voz, le dijeron, estaba aún para las guarachas. El bolero es el doctorado del canto. En 1952, llegó a Lima cuando la ciudad era una fiesta. Luego agarro el corazón por sus partes. El romance así se hizo canción. Esa forma de ver la vida con el bajo vientre. Este es el retrato más de una voz, de aquel que le canta a la pasión, a la alquimia de los amantes, al fuego de los cuerpos atrapados para siempre.

Y Ahí, apoltronado, de perfecto azul y sin zapatos, el maestro Ledesma en el noveno piso, tiene como fondo un Miraflores perifollado, con el mar a retazos melodiosos. Una fotografía para la tapa de un larga duración que ahora mismo está grabando. Pinta canas, es cierto, pero mira con los ojos de bolero, y es ronco, y en cada frase dibuja la esencia de una rockola perpetua, entregada a las madrugadas de todos los tiempos.

-No me venga con que a usted le enseñaron a cantar…

-No chico, yo nací así, con este aparato prodigioso. Es verdad, mi padre que se llamó Narciso y la vieja que se llamaba Carmen Gaytón, eran cantantes de trova, pero lo hacían para animar las fiestas de la familia, las sandungas que se armaban en el barrio. Uno escucha. Uno aprende. Yo cantaba desde el kínder, y en el coro de la iglesia, y me decían, a ver Robertito, cántate esta guarachita, y uno que se arrancaba, y así venían las propinas y los besos de las tías que tanto me jodían…

Y anda fregado el maestro. Que le duele la panza. Que le cayó mal el ají de gallina. Y el doctor Esquerre, semejante personaje, ya le recetó Furoxona y Trígero-om y Buscapina. Entonces pide agua, y este servidor abre el friobar y saca una agua mineral, y él dice: viejo, destápate una cerveza. Y uno que más quiere, y si le cuento a César Paulino López-Barrio de Surquillo, que no me cree.

Y ahora habla mirando desde su ventana el Morro Solar, que él nació en un barrio de La Habana que se llama Los Pinos, igualito a Jesús María, que eran ocho hermanos y cuando estaba para cumplir los 19, que se le muere el viejo. Y agarró cachuelos, pero seguía electrónica, y ya arreglaba radios y micrófonos. Entonces ¡coño! cómo diablos no iba a salir cantante.

-¿Y cuándo se desató?

-Y por el 45, en la boite Reloj Club con el Conjunto Javier que era como una sonora, y después en el club Topeca y en el Bambú y en el Oasis, que todos estos centros quedaban en la carretera de Rancho Boyeros. Y después me arranqué solo. Y cantaba con el que me pagaba mejor. Hacía guarachas, sones, danzones, boleros por supuesto. La prensa no hablaba todavía de Ledesma, pero ya en el ambiente de la farándula me conocían y decían: oye, fíjate que por ahí anda un muchachito que viene arrollando…

Y en esa Habana de los ’40, de moda estaban La Orquesta Casino, La Sonora Matancera, La Orquesta de Nelo Sosa -un bandón-, Los Jóvenes del Cayo. Y todavía no existía el Benny Moré ni asomaba Pérez Prado, que según cuenta el maestro, por esa época era un pianista más del club El Faraón. Y brillaba también El Trío Martino, pero se fue su cantante Fernando Estenós, y ahí no más dijeron, que venga Ledesma. Y don Roberto que se hizo titular y agarró fama con ese trío de quilates de los hermanos Eugenio y Ernesto Orta y su voz se oyó desde Varadero pasando por La Habana Vieja.

-¿Y Lima, maestro?

-Y Lima era otra cosa cuando llegué el ’52 Nicanor Gonzales nos trajo para Radio América y el Embassy. Era una ciudad elegante, un centro artístico para toda América. Fíjate viejo, aquí en esos años, yo encontré a mis paisanos, unos venían del sur otros llegaban del norte. En esta ciudad reencontré a Rita Montaner, a Miguelito Valdez que no los topaba desde cuando éramos muchachitos. Después, nos guisábamos todos, en El Pingüino, en el Negro Negro, en ese templo llamado Mogollón…

-¿Usted conoció a Guido Monteverde?

-Cierto, todavía tenía pelos, ahora dicen que su bisoñé hasta tenía caspa. Mira mulato, a los limeños ni la pobreza ni la peste les quitará su alegría ni su romance. Esta gente es como la de mi tierra. Ahora, tú sabes bien que yo vivo en Miami. Ojo no digas mayami, eso es para los gringos. Ellos nos quitaron un pedazo de territorio y ahora nosotros les damos de su misma medicina. Yo viví en Nueva York, en Los Angeles, y siempre hice respetar nuestro sentimiento. Difícil es que un gringo cante un bolero como nosotros. Difícil es que alguien allá prepare un Estofado de Rabo como lo preparo yo.

-¿Y qué tiene que ver el rabo con el bolero?

-Que los dos tienen un gusto a muerte deliciosa.

Y ahí, de azul perfecto, el maestro Roberto Ledesma, con 19 discos propios, con una hija -Mónica- única y recién casada, con la llamada de su esposa Delfina, entre pastillas y tostadas, espera el jueves para la despedida, caminando rumbo al puente donde botará su enfermedad al río, con sus 172 libras y sus 5 pies y 6 pulgadas, ahí, se queda mirando Miraflores, sus dichas, sus amores, mirando cómo caen al vacío y se los lleva la corriente.

Pero si de Roberto Ledesma se dice que era el Sinatra del barrio yo afirmo que la Sonora Matancera no era la filarmónica de Londres, pero cuánto se parecen. Era eso sí apenas una orquestita de una provincia cubana que desde 1924 le puso pólvora a la sangre de los latinos. Su explosiva y pendenciera repercusión llegó recién al Perú por los años cuarentas a través de la onda corta que algunos avezados naturales del Callao solían sintonizar en los viejos radios Philips entre parihuelas y sudados de pejesapos.

En la década de los cincuenta, entre Primavera y Dante –allá donde vivíamos en el barrio de Surquillo– la música brotaba desde el cráter de la jarana. Los sábados, desde el mediodía, el concierto se arrancaba con Los Embajadores Criollos, seguía con Pérez Prado y remataba con La Sonora Matancera. Cierto, desde la cocina no paraban de bramar los aromas de los chupes afrodisíacos del charqui de chivo sacrificado por ventajoso, y mi madre y mis tías entre la ternura de las cebollas y el amor perdido de los rocotos tutelares, apuradillas, escapaban del paraíso de las ollas para darse un respiro con Maringá, una guaracha que La Matancera había convertido en el Lago de los cisnes sobre el piso de baldosas encerado la noche anterior con las posaderas de la paciencia y también Quémame los ojos, del gran Celio Gonzales, un bolero que apaciguaba los ánimos y convertía la casa en un solo suspiro.

Mi hermano mayor ya era un licenciado en el manejo del pick-up, un aparato en forma de caja fuerte donde los discos de 78 r.p.m. giraban iluminados azabaches y cada cinco temas debían de cambiarse las agujas, aquellas que besaban el ritmo y venían en unas latitas como ungüento chino. Y luego de que Daniel Santos acaba con Carolina Caró, un merengue apambichado, entraba a tallar Bienvenido Granda con ese minué en ritmo de bolero: Señora ¡Qué bárbara! aquella femme que todos la respetaban sin ver la verdad, que parecía señora, pero que llevaba el alma llena de pecados y de falsedad, que se hacía llamar señora y que era más perdida que las que se venden por necesidad. ¡Pura poesía del barrio!

Y así toda la noche, pero cuando la señora Esperanza, una vecina piel canela irrefrenable de la cintura para abajo, se quitaba los zapatos taco aguja y dejaba a mis tíos mirando para adentro, entonces el aquelarre familiar degeneraba en la eucaristía satánica de los mortales trastornados por la cabeza de los sudados de tramboyo. Yo era un babiecas tierno, pero aguzado, y era testigo infantil de aquellas ceremonias santas donde sólo faltaba que baile Belcebú en cueros. Y todo, por obra y gracia de La Sonora Matancera, que según Carlitos Loza y Lucho Torres Ferrer –dos almirante del ritmo que enerva la sangre– tuvo/tiene hasta la fecha 69 cantantes también y que desde 1924, desde la provincia de Matanzas en Cuba, hizo mover el esqueleto hasta a mi padrino Pío Baroja, incluso antes de saber que existía un gringo gordo y borrachón llamado Ernesto Hemingway.

 

Leave a Reply