Uchuraccay: Un viaje al pasado, el presente y ¿el futuro?

 

Uchuraccay, la remota comunidad alto andina de Huanta, salió del anonimato, en el que viven los pueblos marginados y perdidos de las estribaciones de la serranía peruana, para convertirse, luego del 26 de enero de 1983, en sinónimo de tragedia, horror e incluso salvajismo.

La palabra Uchuraccay, está estrechamente ligada con el nombre de cada uno de los mártires del periodismo: Willy Retto, Jorge Luis Mendívil, Félix Gavilán, Octavio Infante, Pedro Sánchez, Jorge Sedano, Eduardo De la Piniella y Amador García, los ocho periodistas y el guía, Juan Argumedo, que los llevó a tan inhóspito lugar, para conocer la verdad sobre la muerte de siete adolescentes en la comunidad de Huaychao.

Tres días antes, el domingo 23 de enero, el Jefe del Comando Político Militar de entonces, general Clemente Noel y Moral, informó que fueron los mismos campesinos quienes dieron muerte a los terroristas. Esta acción de los campesinos, generó dudas, y estas aumentaron, cuando el presidente Fernando Belaunde Terry, felicitó a los campesinos por este homicidio.

¿Cómo era Uchuraccay en enero de 1983?

Las fotografías tomadas por Willy Retto, así como las posteriores, de Luis Morales Ortega y otros periodistas, presentes en la exhumación, muestran las duras condiciones de vida de estos peruanos. Habían sido yanaconas de la hacienda de los Lama, una familia “misti” de Huanta, que continuó con la práctica de la servidumbre, que pesaba sobre estos “chutos de hacienda” o de “puna”, como despectivamente se referían a ellos, hasta que se dio la Reforma Agraria en el gobierno de Juan Velazco Alvarado. La hacienda ahora era comunidad y ellos, de yanaconas, se habían convertido en hombres libres, sin ataduras serviles y dueños de sus tierras.

Los rostros de esos hombres y mujeres, vistos en 1983, parecen pertenecer a otra época, a tiempos remotos: rostros oscurecidos por la inclemencia del tiempo y el consumo de alcohol y coca. De pequeña estatura, usaban ropa confeccionada por ellos y que, con los remiendos, podía ser incluso heredada de generación a generación. Eran, como la mayoría de los muertos y desaparecidos durante el conflicto armado interno: analfabetos, pobres, quechuas y campesinos.

Los pocos que hablaban castellano, eran los licenciados del ejército, que, en algún momento de su vida, posiblemente en un viaje realizado a Huanta, fueron capturados en una leva y terminaron en un cuartel, donde aprendieron a leer y escribir, sumar y restar. Regresaron, como muchos de estos campesinos quechuas, a su comunidad y sabiendo leer y escribir, hablar el castellano y conocer la ciudad, pronto se convertían en autoridades de la comunidad, como juez de paz, agente municipal o teniente gobernador, que era el caso de Fortunato Gavilán.

Las viviendas, en 1983, estaban dispersas y las pocas que se ven en las fotografías son de muros de piedra, unidas con barro y techos de ichu, esa paja dura que crece en las punas. Sin agua ni luz, sin ventanas y una sola pieza, son la materialización de la imaginaria choza de la infancia o del lugar sagrado donde nació el “niño dios”. La pobreza simbolizada en una casa que más que vivienda, es un establo. En esas chozas, nacían, crecían, hacían el amor y tenían hijos. Finalmente, allí, morían los hombres altoandinos.

Un pueblo fantasma: 1984

Un año después de la masacre de Uchuraccay, se programó la reconstrucción del crimen cometido. El entonces juez instructor César Prado, viajó a la comunidad de Uchuraccay y con él, un numeroso grupo de periodistas de todos los medios: El Comercio, La República, Caretas, Diario de Marka, entre otros. Al llegar a Uchuraccay, lo primero que constamos, fue la soledad de la zona. No había nadie.

La iglesia y la escuela, ubicadas en lo que había sido el patio principal de la hacienda, estaban abandonadas. La casa comunal mostraba algunos enseres dejados por quienes huyeron de algún peligro inminente. Muy pocos sabíamos, porque no nos interesaba lo que padecían los pobladores de Uchuraccay, que sendero los había atacado en tres oportunidades y los muertos pasaban del centenar. Habían huido, como posteriormente lo harían miles de pobladores de las zonas rurales de Ayacucho, hacia lugares más seguros en la costa o la sierra.

El camino fue difícil, con una llovizna que acompañó a toda la comitiva, incluidos los sinchis, convocados para dar protección al Juez y su secretario. La noche en Uchuraccay estuvo plagada de temores, que se notaba en el rostro de todos los que asistíamos a la diligencia judicial, que se frustró porque no estaba el principal inculpado, y que aparecía en las fotos de Willy Reto: Fortunato Gavilán, que para ese entonces ya había sido asesinado en una incursión senderista, pero eso, también desconocíamos.

Un lento retorno

Tuvieron que pasar muchos años. Y en ese periodo, hubo más muertes, no sólo en Uchuraccay, sino en muchas comunidades campesinas, por incursiones diversas: de sendero, de los comités de autodefensa, de los militares. De todos. Y los campesinos, entre dos fuegos huían unos y se quedaban otros, se organizaban para defenderse y a veces, para atacar. Era una guerra silenciosa que, como todo conflicto, tenía sus costos. Pero, tenía que terminar.

Vino la caída de Abimael Guzmán, el semidios de los senderistas, que le rendían pleitesía. Los campesinos que habían salido en busca de seguridad, encontraron en las ciudades, algo que les parecía lejano: educación, salud y otros servicios que nunca pensaron que podrían disfrutar. ¿Retornarían a sus comunidades alto andinas, donde la vida dura y la carencia de servicios era el futuro que les esperaba?

Muchos apostaron por volver, porque, pese a las comodidades de la vida moderna, tenían el estigma de ser de Uchuraccay, de ser quechuas, de no hablar español, de ser analfabetos. Sus hijos, sin embargo, fueron a la escuela, y junto con su lengua materna, comenzaron a conocer y comunicarse en el idioma de los “mistis”. A vestirse como ellos, a caminar como ellos.

Uchuraccay 2019. 36 años después

He vuelto a Uchuraccay 16 años después. Visité la comunidad en 2003, y encontré un grupo de retornantes. Huraños, desconfiados, no querían hablar con extraños, que no fueran funcionarios del gobierno. Y por supuesto, menos con periodistas. En la ceremonia del 26 de enero de ese año, los campesinos vieron a los familiares de los periodistas caminar por la antigua plaza de la comunidad, nos observaron cómo realizábamos la ceremonia. Recuerdo que le comenté a otro periodista, que estaba a mi lado: ellos nos ven como acusadores, como enemigos que les culpamos de la muerte de los periodistas. Y ellos quieran que comprendamos, que también fueron víctimas, del conflicto armado interno.

Ahora en este 2019, encuentro un pueblo cambiado. Jóvenes con una sonrisa que habla del bienestar que han aprendido a disfrutar, en medio de sus limitaciones. El caserío disperso, donde vivían 450 personas en 1981, hoy es un distrito con cerca de dos mil habitantes y cuenta con 10 centros poblados y 40 comunidades, dispersas en ese territorio de los iquichanos.

La ceremonia, que compartimos periodistas y comuneros, no fue de evocación de la tragedia, sino de reafirmación de la paz y la reconciliación. Nos hemos reencontrado, gracias a la mirada hacia el futuro de la Asociación Nacional de Periodistas. En el homenaje, se recordó a los 8 periodistas, pero también a los 136 pobladores de esa comunidad que fueron asesinados durante el conflicto armado interno.

Uchuraccay, ya no es el poblado perdido en las estribaciones de la puna. Hoy es un pueblo, que mira el futuro con confianza. La educación los coloca en el mundo de hoy, pero su identidad se manifiesta a través de su idioma. Todos hablan castellano, pero la comunicación cotidiana y oficial, es en el runasimi, “la lengua de las gentes”, el quechua.

 

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