El concepto de progreso es quizás una de las ideas más arraigadas y menos cuestionadas de la modernidad. ImplÃcitamente, se asume como un movimiento perpetuo y positivo: un avance constante en tecnologÃa, ciencia, organización social y bienestar general. Sin embargo, en un mundo que enfrenta crisis climáticas, desigualdades sistémicas y dilemas éticos derivados de la Inteligencia Artificial, surge una pregunta radical y necesaria: ¿es posible, o incluso deseable, detener el progreso? La respuesta, compleja y matizada, toca las fibras más profundas de la naturaleza humana y la estructura de nuestras sociedades.
El principal argumento en contra de la «detención» radica en la propia naturaleza de la innovación humana. Desde el dominio del fuego hasta la creación de la microelectrónica, la especie humana ha demostrado una incesante capacidad de curiosidad, adaptación y mejora. Esta tendencia no es un plan centralizado, sino la suma de billones de decisiones individuales, investigaciones académicas, inversiones empresariales y necesidades sociales. Intentar detener este flujo equivale a intentar reprimir la propia dinámica de la vida social y económica global. Los sistemas de libre mercado, la competencia cientÃfica y la búsqueda de soluciones a problemas (como las enfermedades o la escasez de energÃa) actúan como potentes aceleradores de facto del progreso.
La imposibilidad conceptual y sistémica de la ‘pausa’
La idea de una «pausa» o «detención» total del progreso es, en un sentido práctico y conceptual, una quimera. En la esfera tecnológica, la ciencia de hoy sienta inevitablemente las bases para la tecnologÃa de mañana. Un descubrimiento en fÃsica de partÃculas en Ginebra puede, décadas después, revolucionar la medicina. No existe un mecanismo global de gobernanza o una autoridad con el poder suficiente para coordinar y hacer cumplir una moratoria universal en la investigación y el desarrollo. Cualquier intento en un paÃs serÃa rápidamente superado por otros que continúen invirtiendo, generando una brecha de poder y bienestar inaceptable.
Además, el progreso no es una entidad monolÃtica. ¿Qué se detendrÃa exactamente? ¿La nanotecnologÃa? ¿La energÃa renovable? ¿Las reformas educativas? Para gran parte del mundo en desarrollo, el progreso se mide en términos de acceso a agua potable, alfabetización o electricidad, elementos que la sociedad occidental ya da por sentados. Detener el progreso globalmente serÃa, para millones de personas, una condena al statu quo de la pobreza y la carencia, una postura éticamente insostenible.
El verdadero debate no es sobre la detención, sino sobre la dirección, el ritmo y la ética del progreso. Los crÃticos, a menudo identificados con movimientos ecologistas o post-crecimiento (o degrowth), no buscan un cese total, sino una reorientación radical hacia el bienestar social y la sostenibilidad ecológica, desvinculada de la obsesión por el crecimiento económico ilimitado (el Producto Interno Bruto, o PIB). Argumentan que gran parte de lo que llamamos progreso es, en realidad, un retroceso ecológico y social.
Reflexión ética y regulación estricta
Esta perspectiva plantea una validación crucial: el progreso debe ser matizado. No todo avance tecnológico o económico es intrÃnsecamente bueno. La invención de las armas nucleares o el desarrollo de tecnologÃas de vigilancia masiva son ejemplos de progreso cientÃfico que exige una profunda reflexión ética y regulación estricta. La historia está llena de innovaciones disruptivas que generaron riqueza a costa de externalidades negativas inmensas, desde la contaminación industrial hasta la explotación laboral.
La clave, por lo tanto, reside en el concepto de gobernanza e intencionalidad. No se puede detener la innovación, pero sà se puede y se debe regular y dirigir su aplicación. Esto implica un esfuerzo global para canalizar la inversión y el talento hacia la innovación regenerativa: tecnologÃas que limpien el medio ambiente, sistemas que reduzcan la desigualdad y modelos económicos que prioricen la resiliencia sobre la expansión. Esta regulación debe ser ágil y democrática, actuando como un freno ético y ambiental que modere los impulsos más destructivos del avance tecnológico sin sofocar la creatividad.
La única forma realista de «detener» un progreso dañino es mediante la educación, la legislación y la presión civil. Los movimientos sociales, la academia y los medios de comunicación juegan un papel fundamental al validar la necesidad de un progreso más consciente. Al exponer las fallas sistémicas del modelo actual, crean el contrapeso social y polÃtico necesario para redirigir la inversión y obligar a las corporaciones y gobiernos a internalizar los costos sociales y ambientales de sus «avances».
Ciencia y tecnologÃa: el bienestar humano encara una encrucijada este siglo, revelan
La detención total del progreso es una imposibilidad conceptual y una quimera ética que condenarÃa a una parte significativa del mundo al subdesarrollo. La única vÃa sostenible y moralmente defendible es abandonar el mito del progreso lineal e ilimitado y reemplazarlo por la imperativa del progreso consciente y regenerativo. En lugar de preguntar si podemos detener el avance, la pregunta crucial para el siglo XXI debe ser: ¿podemos gobernar la innovación para asegurar que el progreso de unos no sea el retroceso de todos? La respuesta está en la voluntad polÃtica de aplicar un freno ético global que priorice la supervivencia del ecosistema sobre la expansión sin fin.
