El médiun con el bisturí de Dios

 

¡Un conejo! —exclamó mística, vertical y caminó tambaleante— ¡Me ha sacado un conejo de la cintura, estoy curada, bendito seas maestro Teixeira! Lloraba a sus sesenta años y el bastón lanzado se quedó pegado al cielo. Doña Santos Loyola, una de las primeras pacientes del maestro Teixeira le había roto el espinazo a la ciencia. Entonces la fe del país fue una llaga viva, apenas parchada por los chicotazos de los incrédulos.

En Pueblo Libre, la mayoría se pregunta qué hizo aquel hombre de mirada extraña, traído de un lejano paraje de Brasil, que camina lento como un Cristo cansado y que ora a todo momento. Qué hizo ese raro ser para congregar alrededor de su arte y su comitiva a tanto menesteroso, a esos que se arrastran balbuceantes, a los otros que llegan cargados y castigados a pedir un poco de esperanza; Joao Teixeira apareció finalmente de madrugada, envuelto por un velo de resplandor, pero no vino solo. Tras él, un pequeño batallón de “médiums”, guardaespaldas y guías espirituales. Tras él, Jonel Heredia, otro hombre controvertido, transformado de la noche a la mañana de frívolo empresario en casi un santo. Ambos remecieron Lima y gran parte del país. Este es un pedazo de esa historia que dejó a miles de enfermos peor de lo que estaban.

En la avenida Colombia número 300, un portón naranja ofrece el ingreso a la salvación voraz. Apenas un rótulo: Municipalidad de Pueblo Libre, complejo deportivo Mama Ocllo, y algunos papeles mal graficados. “Por humanidad, los inválidos podrán pasar acompañados por una sola persona”. Y otro más. “Gracias señor Heredia por traernos al maestro…”. Ahí, los ojos se buscan con desesperación, corre un viento furioso y un epiléptico se derrumba intermitente.

Y así, el espiritista Joao Teixeira suspendió su, la función-ritual. El día del dramático espectáculo que se montó en las calles de Pueblo Libre; una legión de seres deformes protestando por una cura santa que jamás llegó. Enfrentado a las autoridades eclesiásticas, el Colegio Médico y al propio Ministerio Público, Texeira demostró que el peruano de hoy tiende a buscar desesperadamente alivio y refugio en lo inexplicable, y eso de ninguna manera es un milagro. Por ahora, ni la policía tuvo compasión de aquellos que buscaron al prodigio inconcluso.

Es lunes en los grisáceos pulmones de Lima y del asiento posterior de un coche azulino, baja Joao Teixeira, lentes oscuros una cadenilla de la correa al bolsillo derecho y le alcanzan un maletín de cuero. No habla, no da órdenes, apenas gira la cabeza para identificar el lugar. Un fulgor recóndito lo abraza. Camina más allá de su metro noventa.

Afuera, la conmoción coge el rasgo de las tempestades. Sobrecogidos, van ingresando los sobrevivientes de 20 en 20 temblorosos y profundos. El aposento —otrora gimnasio— de luces tibias y cojines blanquísimos, sillas uniformadas y una pintura de San Ignacio de Loyola, dista mucho de aquél de la frotación Charcot y el recio linimento. Los “médiums”, 16 a cada lado, ambos, descalzos y con las palmas apuntando al techo, murmuran una extraña oración que no conmueve, pero sí abigarra la fe. La sesión se inicia con una plegaria perpleja y quimérica de Teixeira y solamente su voz hace temblar los cimientos.

Los enfermos no tienen nombre ni apellido, sexo ni edad. Son esos personajes arrancados de los partes de guerra, seres mutilados por las ambiguas fauces de las calamidades. Y gimen ardiendo con su hosca historia de castigos. Ahora lanzan las muletas, los bastones, caminan como los Lázaros extraídos de los goznes de nuestra historia. Qué más da. Gritan agradecidos como alguna vez bramaron ante los fuegos de sus desdichas. Teixeira les estruja los ojos, sólo con los dedos arranca carnosidades sanguinolentas de las gargantas, pega en las columnas humanamente deformes y gruñe por su destreza. Y así por horas, y cientos dolientes bajo sus manos, y luego se rinde frente a una ventana y recóndito, enciende un cigarrillo, y algunos juran que llora.

Al fondo se observa el Hospital del Empleado, pero en estos andurriales ya nadie cree en ese edificio de las torturas con certificado médico. El barrio es zona de laboratorios y farmacias. Ahora sí, la multitud lanza piedras imaginarias contra la medicina oficial y ortodoxa. ¡Que se vayan los matasanos! —dicen inflamados de revanchas— y el llamado “gusano” policial número 35-031 arremete contra el genio encendido que araña hasta los muros de la creencia. Contra el portón se cuelan aquellas con ticket, los atormentados, ésos con los días contados. Pero los milagros también saben de cutras, del billete subterráneo de los garabatos en los tarjetazos bajo las mangas.

“Sentí un gran peso en el cerebro, como si me coloraran una tremenda piedra, después me agiganté y me invadió la paz”. “Yo lo vi fumar tirado en el piso, con la mirada perdida y oraba. Parecía Jesucristo de las películas”. “Lloré cuando vi caminar a mi mamá sin muletas. Era la mano de Dios. Era su mano”. “Soy un pobre anciano y de sólo verlo me sentí como un atleta”. “La ciencia es humana, por lo tanto es limitada. Lo del maestro Joao es transmisión divina”. “Oiga, aquí no se trae dinero, aquí se trae fe”.

Y al frente, el colegio Elvira García y García tiene una platea privilegiada. Las escolares observan el tumulto deforme, los rostros macilentos, los cuerpos imperfectos. Jueves de mayo, niños y ancianos, yertos ampollando las veredas. Desde las siete de la mañana se venden anticuchos, chanfainas y brebajes brasileños. El maestro ha solicitado que cada paciente llegue con dos botellas grandes de agua mineral. Ahí las están vendiendo en carretillas y a un millón. El precio del beber. De pronto una ambulancia carga con los que ya no dan más. Los bomberos de la “Victoria 8” corren de un lado a otro con los inertes, desesperan entre los tronchados y esta vez el maestro no llega.

El día anterior, el fiscal especial de Prevención del Delito, Eloy Velásquez, acompañado de las doctoras Nancy de la Cruz y Elba Plasencia del Instituto de Medicina Legal habían irrumpido los pagos de Teixeira. El maestro entonces, se inquietó casi poseso. Agotado y sorprendido ante la visita, dijo: “No va más” y se marchó en plena sesión a la residencia de Chaclacayo donde pernoctaba desde que llegó. Al fiscal casi lo linchan. Estrujado y ofendido, escapó con todas las maldiciones a cuestas. El Perú alucinado ya no estaba para soportar represiones de aquel otro país, el Perú oficial.

“Ya se fue, ya lo aburrieron, ahora quién podrá salvarnos”. De la nada aparecen cartelones: “Médicos y fiscales incapaces. Dejen que Joao nos cure”. “Teixeira, no te vayas por favor”. “Señor fiscal, tenemos tumores. Queremos curarnos”. “Médicos si no saben curar, dejen que Teixeira nos salve”. Una matrona entrada en carnes grita que hay que escribirle rápido una carta al presidente Fujimori. Ahora estrellados, corren listas y desesperan por un lapicero. Desesperados rasgan sus nombres en papeles cuadriculados, su libreta electoral y sus temblorosas firmas. Un tipo elegante jura que él puede conseguir consultas privadas porque Joao no se puede ir así nomás: “Soy íntimo de Jonel, yo te la consigo”.

Uno de la municipalidad confirma que Teixeira tiene permiso para trabajar en ese lugar 15 días, pero ya nadie le cree. “Teixeira está atendiendo a los pitucos en Los Cóndores de Chaclacayo, no hay derecho, vamos a buscarlo” —porfía un hombre de aspecto moribundo. Un capitán de la policía vocifera: “Retírense, Teixeira ya se fue”. Pero los enfermos siguen llegando, a uno lo traen sobre una carretilla, tiene el aspecto de un cadáver fresco y arrepentido. De los 30 mil inscritos, menos de la mitad alcanzó ver al maestro. Y gimen empapados en lágrimas. Y ahí mismo se reparten unos volantes donde una agencia de viajes anuncia un tour a Brasilia. “Ese es negocio de Jonel”, asegura uno que está en silla de ruedas.

Y cerca de la una, la turba indignada y con cartelones inicia la marcha que había empezado con una pequeña cartulina donde se leía algo contra el poder económico y siguen firmas: “A Palacio, vamos todos a Palacio, Fujimori nos tiene que escuchar”. Y los de muletas, los de prótesis y los de corazones ortopédicos, se arrastran en busca del milagro presidencial, así ganan la avenida Brasil y un poco más. Pero ahí está otra vez el orden lógico, el varazo, el chorro de agua hedionda y el insulto policial. Los otros no pueden con sus huesos y ahí se quedan, amarrados a la bondad del santón.

Milagrera, hace su aparición una flota de microbuses plomos con guinda de la línea Lima-Chosica. El de placa UG-6049 cobra dos millones hasta Los Cóndores, el UG-9743 se apiada de los psicosomáticos y rebaja en 100 intis el pasaje hasta las entrañas de la retroalimentación biológica. Pero en Chaclacayo, habita otro Teixeira de Dios. Aquel que selecciona a los mortales por el peso de los bolsillos, ese que recibe las voluntades en dólares dizque para la iglesia. La vigilancia es severa para los pobres, el maestro hoy no atiende porque está agotado. Un tullido se desgañita en la puerta: “¡Mentira, dónde se ha visto que un santo se cansa!” Teixeira camina ahora por la avenida Larco, reza en una iglesia de Miraflores y pide clemencia por todos nosotros. Los peruanos alucinados pueden esperar un poco.

 

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