La televisión: ¿listos para el último acto?

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La pregunta que ha rondado las mentes de futurólogos y amantes del sofá por décadas ya no es si la televisión morirá, sino cómo será su funeral. Se escucha un lamento silencioso que no viene de un televisor, sino de un pasado que se desvanece; uno donde las familias se reunían en un mismo sillón, a una misma hora, bajo la luz parpadeante de un noticiero o la risa enlatada de una comedia. Este ritual colectivo, que fue el corazón de la vida en el hogar, ha sido reemplazado por la fragmentación de la pantalla, donde cada miembro de la familia es un reino aparte, sumergido en su propio universo de contenido.

El apocalipsis catódico se gestó en silencio, no con una explosión, sino con la discreta llegada de un artefacto que prometía libertad: el control remoto. Este pequeño dispositivo fue el primer cuchillo en la espalda del «zapping», un gesto de independencia que le dio al espectador el poder de elegir, de saltar, de huir de los comerciales. Pero el verdadero asesino, el que ha propinado el golpe de gracia, no fue un aparato, sino un concepto: el streaming. La televisión, con su programación inmutable, se enfrentó a un adversario que no duerme, que siempre tiene un catálogo nuevo, que no obliga a esperar una semana para el siguiente capítulo.

Las grandes cadenas, alguna vez titanes de la información y el entretenimiento, observan con pavor cómo su audiencia se desvanece en las profundidades de la red. Sus ratings, que alguna vez fueron la moneda de cambio del éxito, ahora parecen fósiles de una era perdida. Los jóvenes, en particular, apenas levantan la vista de sus celulares para ver un programa de televisión convencional. Su lealtad no está con un canal, sino con un creador de contenido, un youtuber o un tiktoker, que les habla de tú a tú, que entiende su jerga, que se siente más real que un presentador de noticias de saco y corbata.

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La transición no ha sido un simple cambio de canal, sino una mutación profunda de los hábitos humanos. La sala de estar, que antes era el epicentro del entretenimiento familiar, se ha convertido en un museo de la nostalgia. Los televisores, cada vez más grandes y planos, son ahora portales a infinitas posibilidades, pero rara vez se usan para ver la programación lineal. Son más bien monitores glorificados para consolas de videojuegos, o pantallas gigantes para proyectar un maratón de la última serie de moda en Netflix.

La televisión, sin embargo, no se rendirá sin pelear. Ya ha comenzado su contraataque. Las grandes cadenas están lanzando sus propias plataformas de streaming, intentando recuperar a su público perdido. Están apostando por la Televisión Digital Terrestre (TDT), que ofrece más canales y mejor calidad, una especie de armadura tecnológica para enfrentar a la competencia. Pero, ¿será suficiente para salvar al gigante herido? Es como si un dinosaurio intentara adaptarse al mundo de los mamíferos, una lucha desigual contra una evolución imparable.

La línea que separa a la televisión del internet se ha vuelto borrosa. Los noticieros, por ejemplo, ya no esperan a la edición de la noche para dar una primicia; la suben a sus redes sociales en el instante en que ocurre. Los programas de variedades, las series y las telenovelas se comparten, comentan y viralizan en plataformas como YouTube y Twitter. La televisión, en su lucha por sobrevivir, se ha convertido en una pieza más del engranaje digital, una especie de híbrido entre el pasado y el futuro.

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El verdadero final de la televisión convencional no será con un apagón abrupto, sino con una suave y gradual desaparición. Como un río que se seca gota a gota. Quizás, en el futuro, solo queden algunos vestigios: un par de canales dedicados a las noticias de emergencia, los partidos de fútbol en vivo o los programas para la tercera edad. El televisor como objeto, con su pantalla brillante, seguirá ahí, pero su propósito habrá cambiado por completo.

Y cuando todo termine, no habrá un titular que anuncie el final. No habrá un documental que relate el último respiro de un medio. Simplemente un día, sin darnos cuenta, nos daremos cuenta de que ya no existe, de que se ha convertido en una reliquia polvorienta de una época que vivió y murió en la sala de estar de millones de hogares. La televisión habrá desaparecido, pero en el eco de nuestras memorias, el sonido de su último zapping perdurará para siempre.

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