¿Es Dios la «Primera Causa» del Universo?

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En el vasto cosmos de la existencia, una de las interrogantes más profundas que la humanidad ha planteado es la del origen. ¿De dónde surge todo? Esta pregunta fundamental ha impulsado la búsqueda de respuestas tanto en el ámbito científico como en el filosófico y teológico. Una de las concepciones más influyentes para abordar esta cuestión es la de Dios como la «Primera Causa», un concepto que ha modelado el pensamiento occidental durante milenios y que continúa siendo objeto de debate y reflexión.

La idea de una «Primera Causa» se arraiga en nuestra observación cotidiana: todo evento tiene una causa. Si un objeto se mueve, algo lo movió; si algo existe, algo lo causó. Esta cadena causal es intuitiva y se extiende a todos los aspectos de nuestra experiencia. Sin embargo, la lógica nos lleva a preguntarnos si esta cadena de causas y efectos puede extenderse infinitamente hacia el pasado, o si, por el contrario, debe haber un punto de inicio, una causa original que no fue causada por nada más.

La Lógica del argumento cosmológico

Precisamente esta línea de razonamiento es la base del Argumento Cosmológico, una de las pruebas más antiguas y robustas para la existencia de Dios. Sus raíces se encuentran en la filosofía griega antigua, pero fue Tomás de Aquino quien, en el siglo XIII, lo articuló de manera sistemática en sus «Cinco Vías» para demostrar la existencia de Dios. Las primeras dos vías, en particular, se centran en la necesidad de una causa no causada.

La primera vía de Tomás de Aquino, conocida como «el motor inmóvil», postula que todo lo que se mueve es movido por otra cosa. Dado que una cadena infinita de motores es lógicamente insostenible, debe existir un «Primer Motor Inmóvil», una entidad que causa movimiento sin ser movida por nada externo. Este motor inmóvil es identificado con Dios, el iniciador de todo movimiento en el universo.

De manera complementaria, la segunda vía, la «causa eficiente», sostiene que cada cosa en el universo tiene una causa que la precede. Si esta secuencia de causas fuera infinita, no habría una causa primera, lo que haría que todas las demás causas fueran imposibles. Por lo tanto, debe haber una «Primera Causa Eficiente» que no sea causada, la fuente última de toda existencia, a la que también se le atribuye el nombre de Dios.

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La profundidad de este argumento reside en su intento de resolver la paradoja de la infinidad. Al postular una causa original, se proporciona un ancla lógica para la existencia de todo lo demás. Esta causa no solo sería el origen de la materia y la energía, sino también del tiempo y el espacio mismos, situándose fuera de las limitaciones temporales y espaciales que ella misma habría generado.

Sin embargo, el concepto de Dios como Primera Causa también plantea su propia serie de desafíos intelectuales. La pregunta inevitable que surge es: si todo tiene una causa, ¿qué causó a Dios? La respuesta teológica y filosófica a esta objeción es crucial: la Primera Causa, por definición, es no causada. Es una existencia necesaria que no depende de nada más para su ser, actuando como el punto de partida absoluto de toda la realidad.

La noción de Dios como la Primera Causa no es simplemente un dogma religioso, sino una profunda respuesta filosófica a la búsqueda humana del origen. Es un intento de trascender la cadena interminable de causas y efectos para encontrar un fundamento último para la existencia del universo, ofreciendo una perspectiva que sigue siendo vital en el diálogo entre la fe, la razón y la ciencia.