Edith Piaf: El Gorrión que amaba demasiado

 

Este año hubiese cumplido 100 años. Hoy seguiría cantando para enamorarnos otra vez de su voz. Édith Piaf (París, Francia, 19 de diciembre de 1915 – Plascassier, Grasse, Alpes Marítimos, 11 de octubre de 1963), cuyo verdadero nombre era Édith Giovanna Gassion, fue una de las cantantes francesas más célebres del siglo XX. A «La Môme Piaf», así llamada en sus inicios, se le deben numerosas canciones del repertorio francófono como La vie en rose, Non, je ne regrette rien, Hymne à l’amour, Mon légionnaire, La Foule o Milord, conocidas mundialmente.

Personalidad destacada, Piaf inspiró a numerosos compositores, siendo la mentora de jóvenes artistas que tuvieron fama internacional. Édith Piaf también destacó como actriz de cine y teatro participando en numerosos films y obras de teatro a lo largo de su carrera artística.

Pero Edith Piaf nos enamora más porque tuvo una agitada vida amorosa, marcada en muchas ocasiones más por la angustia que por la felicidad. Pero ninguna de sus relaciones la marcó tanto como la que mantuvo con el boxeador argelino de origen alicantino Marcel Cerdán. La muerte de Cerdan en 1949, cuando viajaba en un vuelo de París a Nueva York precisamente para reencontrase con su amada, marcó a Piaf tan profundamente que el mito de la canción francesa se convirtió en adicta a la morfina. Claro que también le dedicó una de sus canciones más célebres: «Hymne a l’Amour».

Edith y Marcel se conocieron en 1948 en Nueva York. La francesa acababa de convertirse en una estrella de fama mundial, y saboreaba las mieles del éxito en una gira triunfal. El argelino, apodado «El bombardero de Marruecos», se proclamaba ese mismo año campeón del mundo de los pesos medios en un combate contra Tony Zale celebrado el 21 de septiembre de 1948 en el Roosevelt Stadium de New Jersey.

Para entonces, Marcel Cerdan estaba casado con Marinette López y ya era padre de dos hijos (tendría uno más en 1949, apenas veinte días antes de morir en el citado accidente). No obstante, esta circunstancia no impidió que viviese un romance tan apasionado como breve con Edith Piaf en los Estados Unidos.

Si bien Marcel Cerdán tenía la nacionalidad francesa, había nacido en Argelia (en 1916) y era conocido como «El bombardero de Marruecos», lo cierto es que su familia hundía sus raíces en la provincia de Alicante. Sus dos padres habían nacido también en Argelia cuando ésta era un protectorado francés, pero sin embargo, los abuelos paternos de Marcel, Vicente y María, eran emigrantes de la localidad alicantina de Aspe. En cuanto a los maternos, habían emigrado de Abanilla (Murcia).

Cerdan nunca ocultó su ascendencia alicantina, y de hecho estaba orgulloso de ella. En un combate contra el español José Ferrer, en 1942, Cerdan le pidió que se cambiase los calzones, que lucían una bandera de España, porque él también se sentía español. Ferrer se negó, y 83 segundos después estaba sobre la lona. En cuanto a sus gustos gastronómicas, su comida preferida eran las migas, típicas de Aspe, que le preparaba su abuela.

Pero los vínculos de la familia del que fue nombrado en el año 2000 como el mejor deportista francés del siglo XX con la tierra de Alicante no acaban ahí. Muchos años después de que sus bisabuelos dejaran Aspe, el segundo hijo de Marcel Cerdán, René, regresó a la provincia para abrir un restaurante en la capital alicantina que era todo un museo dedicado a su padre.

El Bistro Marcel Cerdán, en la plaza de Gabriel Miró de Alicante (que cerró sus puertas hace un año), era uno de los puntos de encuentro favoritos de los alicantinos amantes de la gastronomía francesa. De sus paredes colgaban decenas de imágenes del «Bombardero de Marruecos», y también de su gran amor. La primera página de la carta del restaurante estaba dedicada a glosar la vida del campeón francés, y se cuidaba muy mucho de dejar bien claro que su origen estaba en Aspe. Y en el hilo musical no dejaba de sonar música francesa. Por supuesto, con un lugar especial para Edith Piaf y su «Vie en rose».

Nadie lo duda. Edith Piaf es un mito incombustible. Nacida en 1915, hija de un padre contorsionista y de una madre cantante callejera, abandonada a los dos meses a los cuidados de su abuela, que dirigía un burdel, la môme crecerá -poco- sorteando todos los peligros o, mejor dicho, cayendo en todos ellos: se prostituirá, será objeto de comercio sangriento por parte de bandas rivales, estará a punto de quedarse ciega, le matarán su primer amor, verá como otro muere en un naufragio, conocerá las drogas y el alcoholismo, los grandes éxitos y los tremendos fracasos.

Al final, en 1961, con su salud hecha polvo y dispuesta a retirarse de la escena, recibe un regalo envenenado: la mejor canción del mundo -Non, je ne regrette rien (No me arrepiento de nada)- escrita pensando en ella y su vida. La Piaf no puede negarse a cantarla y durante seis meses llenará el Olympia con su frágil silueta y esa voz que pone la piel de gallina.

En 1963, cuando muera, a los 48 años, miles de personas irán a despedirla al cementerio. Y entre ellas Marlene Dietrich. Y las voces pasadas, presentes y futuras de Louis Armstrong, Grace Jones, Bette Midler, Cindy Lauper, Elthon John, Dean Martin, Dona Summer, Patricia Kaas, Yves Montand, Céline Dion, Dalida, Mireille Mathieu, Josephine Baker y todos aquellos que algún día han tarareado La vie en rose, la más bella canción de amor.

En su día el maestro Claude Lelouch ya intentó hacer vivir a la Piaf en Edith et Marcel (1983), filme en el que quería contarnos los amores desgraciados de la cantante y su campeón de boxeo, Marcel Cerdan, trágicamente desaparecido. Pero el rodaje fue tan catastrófico como la vida de la môme: el actor que encarnaba a Cerdan murió pocos días después de la primera toma. Évelyne Bouix, que debía ser Edith Piaf, se reveló falta de desgarro.

Luego, la actriz Marion Cotillard es quien asume el desafío. Sobre sus espaldas descansa, no diré que la memoria de la artista porque ésta sobrevive sin necesidad de ninguna película, pero sí una gran parte de las esperanzas del cine francés para este año. Si en 1961 la chavalilla salvó al Olympia de la ruina, ahora puede evitar que se precipite la crisis de una industria.

No está científicamente demostrado, pero es mucho más que probable que el hecho de haber sido criada por una madre alcohólica, un padre alcohólico, la ‘madame’ y las gogós de un burdel, toneladas de miseria y escasos horizontes juveniles de felicidad madura forjó el carácter de infierno y genio de Edith Giovanna Gassion (París, 1915- Grasse, 1963).

Debió de ser Edith Piaf, a tenor de las biografías, de las crónicas, de las canciones y de las películas- una mujer imposible de clasificar. Diminuta, volcánica, ruidosa, seductora, fea, egoísta, gruñona, diva, divertida, romántica, guturalmente superdotada… genial, ‘el gorrión’ colapsó los escenarios de París y de Nueva York en los años 40 y 50 con una forma de interpretar la música a medio camino entre las cuatro esquinas de la sorna, el trance, el romanticismo y el canalleo.

Escuchar ‘Padam, padam’, pero sobre todo ‘La vie en rose’ o ‘Je ne regrette rien’ ( y si son grabaciones en directo, mejor) sigue poniéndole la carne de pollo a algunos infelices, entre los que me cuento, porque soy tirando a tontorrón vulnerable.

Los que ya estaban embrujados por la voluptuosa voz de lija del ‘pequeño gorrión’ y los que habían oído hablar de Edith Piaf tanto como del cultivo de boniatos en las Barbados tienen que ir al cine para ver ‘La vida en rosa’, conmovedora película del director francés Olivier Dahan, que se estrena en España este viernes, dos meses después de haber pasado por el Festival de Berlín.

‘La vida en rosa’ mete de lleno al espectador en las tribulaciones de una mujer cuya arquitectura moral se cimentó en una estricta apuesta por el libre albedrío, el ‘yo me lo guiso y yo me lo como’ y el ‘yo no me caso con nadie’, aunque esto último no sé si sirve, porque creo que, de haber podido, Edith Piaf se habría casado encantada con el boxeador Marcel Cerdan, casado y con hijos y, lo que fue peor, víctima de un accidente aéreo que rompió uno de los idilios más célebres del mundo.

Y lo que esencialmente permite al espectador de esta película zambullirse sin salvavidas en la leyenda Piaf es una interpretación colosal: la de la joven actriz francesa Marion Cotillard, que aceptó el encargo envenenado de dar vida a uno de los mitos inmortales de la ‘chanson’. Un reto del que podía salir embarrada hasta las cejas o cubierta de oro.

Salió cubierta de oro. Cotillard contrae el cuerpo, frunce el ceño, tuerce la boca, chilla y brama, llora, bebe, se arrastra, brilla en el escenario, habla como una estrella o casi como las fulanas de Pigalle, reina sobre los que la rodean y regala a Edith Gassion el más bestial de los homenajes.

Estructurada sobre la base de diversos tiempos narrativos y un ir y venir de ‘flashbacks’ que podía habernos hartado más que una hogaza de pan rellena de mazapán, la película de Olivier Dahan no sólo sale indemne de tan arriesgados saltos y piruetas, sino que sale reforzada con ellos. La gloria y la fama, las flores de ruina, los contratos millonarios, la pérdida de la voz, los amores y amoríos, la morfina y el alcohol, todo fluye sin parar como el río de Heráclito en la desastrosa/grandiosa existencia del mirlo de Belleville.

O casi todo: dos horas y media dura ‘La vida en rosa’ pero, pese a ello, no ha habido sitio ni tiempo, o no ha habido intención por parte del director, para reflejar lo que era la Francia de aquellos años y, en concreto, la Francia de la ocupación nazi. Está claro que Dahan eligió el retrato del personaje, no la crónica del contexto en el que se movió el personaje.

El cine ya había retratado en 1983 el romance Cerdan/Piaf de la mano de Claude Lelouch en ‘Edith et marcel’, película que no he visto pero que intentaré ver, para comparar, como intentaré hacerme con ‘Au bal de la chance’, las memorias de la Piaf.

De momento, puedo prometer y prometo que retomaré la senda de las salas oscuras para reencontrarme con Edith Giovanna Gassion, perdón, con Marion Cotillard, actriz francesa, ninfa ‘chic’ de la Rive Gauche convertida en monstruo agrio y genial: Piaf.

Cuentan que la pulsión amorosa latente en Édith Piaf era tan grande que, cuando dormía junto a sus amantes, tenía los puños cerrados. He aquí la clave de que ella y la gran Billie Holiday -tan autodestructiva en el amor y en todo lo demás como Édith- fueran las mejores intérpretes de ‘Mon homme’, una de las más bellas canciones del amado siglo XX. Era tanta la fuerza de la parisina al interpretarla que, apenas entonaba los primeros versos, ponía a las audiencias en pie. Y todavía es ahora, al cumplirse los cincuenta años de su muerte, cuando se sigue dando por sentado que esta inmortal pieza, original de André Willemetz, Jacques Charles y Maurice Yvain, popularizada por Fanny Brice en 1921, fue obra de Édith Piaf, quien empezó a cantarla en 1940.

Con todo, hay que disculpar el craso error pues, tanto el repertorio como la biografía de la mujer que simboliza como ninguna otra a París entendida como la ciudad del amor, gira única y exclusivamente en torno al amor. Hija de unos alcohólicos de vida turbia; hija, en fin, del abandono y la desgracia, la futura cantante buscó tan desesperadamente el amor hasta el final de su vida porque mientras crecía, entre el burdel de su abuela, el circo y la calle, le faltó.

Amó a Louis Dupont, el recadero que la dejó embarazada cuando sólo contaba 16 años. La niña que alumbró entonces murió cuando sólo tenía dos. Seguro que también amó a Louis Lepleé, el empresario que la descubrió cantando en la Place Pigalle y la puso a hacerlo en su cabaret con el nombre artístico de Édith Piaf. Aquel era el París mostrado en sus películas por Jean Renoir y Marcel Carné, el París del realismo poético francés, que asistía a una edad dorada de la ‘chanson’. Todo era hermoso como una ilusión, que se truncó de pronto cuando Lepleé, a quien Édith llamaba ‘papá’, murió. Al punto, la joven Édith comenzó a beber.

Ajena a las servidumbres de la fama, Édith amó a cuantos hombres se le antojaron, dilapidando con todos su fortuna sin ser fiel a ninguno de ellos y sin el más mínimo pudor. «No me arrepiento de nada, barrí todos mis amores», proclamaría en su célebre ‘Non, je ne regrette rien’. Entre aquellos amores de los años 30 destacó el compositor Raymond Asso, quien acabó de pulir su repertorio. Separados en el 39, cuando Asso fue movilizado durante la guerra, Édith se convirtió en la reina del music-hall y vivió un apasionado romance con Yves Montand, su compañero en los escenarios del Moulin Rouge.

Pero su gran amor fue el boxeador Marcel Cerdan. Se conocieron en el 45, en uno de los ‘clubs’ donde ella cantaba. El campeón estaba casado y el escándalo estalló en el 48. Édith precisaba tenerle siempre a su lado y Cerdan ya empezaba a descuidar su forma cuando el avión en que viajaba de París a Nueva York para ir al encuentro de la cantante, a la sazón reina del Carnegie Hall, se estrelló. Hundida por el dolor, empezó a consumir morfina. Fue a él a quien dedicó su versión más conmovedora de ‘Hymne a l’amour’.

Ya al otro lado del juego del amor, comenzó a doblar la edad a sus amantes. Se dice que entre los hombres a los que amó después contaba Marlon Brando. Lo cierto es que tuvo romances con Charles Aznavour y el resto de los cantantes a los que catapultó. Con Georges Moustaki -quien escribió para ella ‘Milord’- mantuvo una apasionada relación en el 58. El autor de ‘Le métèque’ la dejó cansado de sus borracheras. Lo que no fue óbice para que en 1981 la evocara emocionado en ‘Si elle etendait ça’. Tras Moustaki llegó su último marido, el peluquero griego Theo Harapo, que la vio morir en 1963.

 

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