Hemingway, ron y son

 

Ernest Hemingway me mira y lo noto animado aunque en realidad sonríe para su eternidad. El barman del Floridita no es el viejo Constante –en realidad, el catalán Constantino Ribalaigua Vert quien fue su primer amigo habanero– pero es constante con la atención al fornido escritor norteamericano a quien le ha vuelto a servir una copa doble de Daiquirí. Es la sexta del día, me dice y yo le pido una igual. Joder, no es trámite sencillo. Hemingway vive en el Floridita desde hace décadas y el sitio es un mítico restaurante bar en las esquinas de Obispo y Monserrate en el reparto de la Habana Vieja en Cuba donde ‘Papa’ –así le gustaba que lo llamen los habaneros— convirtió el cóctel Daiquirí en un clásico de los tragos cubanos.

Hemingway llegó por primera vez a La Habana en la primavera de 1928 a bordo del vapor francés “Orita” para una breve escala de dos días en travesía a Cayo Hueso en EE.UU. Cierto, eran aquellos días en que andaba con el genio endemoniado tratando de que la escritura de su novela “Adiós a las armas” no sea menos que una obra de arte. Luego, pasó largas temporadas en la isla. Al principio, se alojó en una pequeñ a habitación del antiguo hotel “Ambos Mundos” en la esquina de las calles Obispo con Mercadores a tiro de piedra de la famosa Bodeguita del Medio. Cierto, con Hemingway todo es pequeño porque además de ser un gringo pesado, jamás estaba quieto. Entonces, desde ese cuarto grande del quinto piso, Papa observaba toda la bahía habanera, aquel mar donde ubicaría luego las geografía de su pasión.

Ahora, Ernest Hemingway quieto nos observa como quien quisiera que le respondan: ¡Salud, Papa! El Daiquirí no era el cóctel que hoy estoy saboreando. Hemingway se jactó en esos días, para variar, que fue él el autor de la receta epónima. Con Constante, una mañana donde el calor lo derretía todo, convirtieron esa barra del Floridita en su laboratorio. Así, combinaron dos tanganazos de ron Bacardí blanco cubano con un gancho de jugo de limón, una maroma de azúcar, unas lágrimas de licor Marrasquino y para completar el potingue, harta raspadilla de hielo. Luego solo el orgasmo en la garganta.

La habitación 511

Hoy he desandado sus pasos. Desde el Floridita hasta el hotel Ambos Mundos hay exactamente ocho cuadras. En agosto, el calor en La Habana llega a los 40 grados pero con los Daiquirís, la sensación térmica supera al mismo verano en el infierno. En el hotel, don Julio Príncipe me atiende con cordialidad como seguro lo atendían a Papa. En la habitación 511 observo su escritorio breve con una máquina de escribir con una hoja de papel todo dentro de una urna de vidrio que se ubica entre dos ventanas con vista a la bahía. Luego, sus anteojos y un lápiz en amarillo sobre la tabla. Más allá, en el armario cuelgan un chaleco de safari y otro de torero. Así, a simple vista, pareciera que Hemingway se acababa de duchar y ha dejado la habitación desordenada y raudo se ha ido en busca de su bar favorito. Pero no, aquellos objetos son la memoria desde 1939 y hasta en su cama de una colcha naranja están desperdigados unos libros y revistas testigos de su vida en Cuba, esa “isla larga, hermosa y desdichada”, como la describió en su libro “Las verdes colinas de África”.

En la primera planta y contra las paredes rosas del hotel hay una placa de bronce: “En este hotel Ambos Mundos vivió durante la década de 1930 el novelista Ernest Hemingway. Consejo Nacional de Cultura”. En otros de sus viajes a Cuba, Hemingway descubrió “Finca Vigía”, una apacible casa de campo en el barrio de San Francisco de Paula a 15 kilómetros del centro de La Habana. Papa pensó que ese era el lugar ideal para vivir y en 1940, cuando andaba de luna de miel con su tercera esposa, la periodista Marta Gelhorn, alquilaron la casa a 100 dólares mensuales para adquirir luego toda la propiedad en 1949 en 18.500 dólares, dinero que obtuvo por sus derechos de autor de la novela “Por quién doblan las campanas”.

En una carta de 1952, Hemingway le escribe a su amigo Karl Wilson: “Me mudé de Key West para acá en 1938 y alquilé esta finca y la compré finalmente cuando se publicó “Por quien doblan las campanas”. Es un buen lugar para trabajar porque está fuera de la ciudad y enclavado en una colina. Me levanto temprano cuando sale el sol y me pongo a trabajar y cuando termino me voy a nadar y tomo un trago y leo los periódicos de Nueva York y Miami”.

Quienes lo conocieron o trabajaron como él, como su mayordomo René Villarreal, han contado que Hemingway “escribía todos los días, era muy puntual en su trabajo y era un lector incansable, a veces estaba leyendo dos y tres libros a la vez”. Hace unos años, en un coloquio sobre Papa, Villarreal recordaba que el novelista “escribía alrededor de mil palabras desde las seis de la mañana hasta el mediodía y cuando más o menos tenía calculado que las tenía, las contaba, apuntaba la cantidad, y tapaba la máquina de escribir con una toalla”. René contaba que luego le pedía el primer trago porque mientras estaba escribiendo él no bebía. Hemingway tomaba una copa de ginger con una rodaja de limón y agua de coco. Después, como todo maniático, rigurosamente hacía sus ejercicios, pesas, mancuernas y cuando terminaba, se pesaba en el baño y allí hacía anotaciones en la pared sobre su peso y escribía sus observaciones, si es que bajaba o subía de peso.

Periodista y escritor

Quienes amamos el periodismo queremos a Hemingway. Aquello me trajo a La Habana. En esta ciudad, solo descrita a silencios estruendosos por la escritura. En todos sus paraderos, él hizo periodismo y del bueno, aquel que queda para reconstruir los laberintos de la humanidad y hacer de la noticia un hecho imperecedero. Él que fue un hombre de prensa y de escrituras totales, fue borracho y mujeriego. Entonces no era un santo, claro no. Al contrario, era un gringo pendejo y trompeador. Pero uno lo admira también por su rigor y esa ciencia rupestre para trabajar con lo preciso y lo suficiente. Por eso sus crónicas y reportajes tiene la contundencia de los cuentos. El rigor, sí señor, y la amplitud de la brevedad que destronca aquella premisa de los propios maestros norteamericanos, que los hechos noticiosos una vez sabidos ya no existen más. Pero en Hemingway, las noticias y sus personajes son los registros históricos de la bondad y la maldad de los humanos.

Hoy recuerdo una entrevista memorable que le hizo el periodista George Plimpton para Paris Review en su casa de “Finca Vigia” donde Hemingway teoriza sobre su técnica. Que escribir amerita una comodidad económica y buena salud. Decía: “que una de las dificultades mayores es la de organizar bien las palabras, que es bueno releer los propios libros cuando cuesta trabajo escribir para recordar que siempre fue difícil, que se puede escribir en cualquier parte siempre que no haya visitas ni teléfono (…) Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer, solo la muerte puede ponerle fin”. Ahí Papa es maestro porque sabía parar a tiempo con su esfuerzo porque estaba seguro de cómo iba a escribir al día siguiente. Aquello como fórmula secreta contra la maldición más cruel de los escritores: la agonía matinal frente a la página en blanco.

Y ahora en Cojimar, el pequeño balneario cerca de La Habana donde vivía el pescador solitario de su libro El viejo y el mar, hay un monumento que premia sus hazañas. Y con el sol sobre mi cabeza el busto de Papa pintado con barniz de oro, brilla como una efigie dorada en la eternidad. Esa tarde de agosto he regresado a La Habana Vieja y Ernest Hemingway me sigue mirando y el barman del Floridita nos vuelve a servir una copa doble de Daiquirí. Papa se suicidó en 1961 porque estaba viejo y cansado y hacía poco había dejado La Habana de sus pasiones. Ahora es solo esta escultura de tamaño natural que desde el 2003 fue colocada en el extremo izquierdo de la barra donde, acodado en ella, “invita” a todos los que lo queremos a tomar un trago con él. ¡Salud Papa!.

Un verano sangriento

La producción literaria de Hemingway en Cuba fue más que vasta. En la isla culminó cuentos y novelas y también inició y terminó libros completos como: “Nadie muere nunca” (1939), “Por quién doblan las campanas” (1940), “Hombres de guerra” (1942), “El gran río azul” (1949), “A través del río y entre los árboles” (1950), “El jardín del edén” o las fábulas “El buen león” y “El toro fiel”. También su libro magistral “El viejo y el mar” (1952) y un sin número de reportajes y crónicas que luego pasaron a convertirse en libros como “Un verano sangriento” que originalmente fue editado por entregas para la revista Life y que le valió los premios Pulitzer y por cierto, el Nobel de Literatura.

 

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