Con Carlos Calderón Fajardo me ocurrió lo que sucede con tipos muy especiales, que uno lo encuentra por primera vez y pareciese que lo conoce de antiguo. Carlos era de esa especie sin espónsor, hombre arduo de trabajo y complicidades. Y como sabía de todo, callaba en ese su argumento de ser discreto, sin altavoces ni firuletes.
La mayoría de los escritores peruanos no son así. Salvo Ribeyro, los más son aspaventosos, estridentes y casi insoportables. Carlos más bien daba la talla de profesor de geografía en uno de los colegios de los llamados emblemáticos. Una vez nos habíamos sentado en mesas contiguas en el Café Haití de Miraflores. Lo reconocí porque ese verano de cuando yo tenía 26 años y era jefe de una sección de un diario local, conocía a todos. Me presenté y Carlos, quien yo sospechaba que no me conocía, sí sabía de qué pie cojeaba.
Y desde esa vez fuimos amigos con memoria incorporada porque hay camaradas que son tan buenos que no ocupan ni una quinta parte del almacén de los grandes afectos de uno. Es que son parte de uno, también. Y Carlos desde esa noche fue amigo con descuento por habernos conocido antes y ya había terminado su novela La colina de los árboles y venía con esa alharaca silenciosa de haber obtenido el concurso de cuento José María Arguedas y el premio Unanue de novela. Así que su intento por pasar inadvertido era fallido porque todos reconocían en él un talento contundente.
Yo recuerdo esa mesa del Haití donde conversamos de fútbol y de poesía. Luego se sentaría con nosotros el poeta Antonio Cisneros y terminamos cantando el vals Ventanita en el bar Berlín de unas cuadras más allá de la medianoche. Luego se fue a Europa y nos carteamos como hacen los socios de una corporación del cariño, de cuando en vez para no extrañarnos tanto.
Carlos era sociólogo de la Católica y siempre estaba hablando de literatura porque le llegaba al nabo esa ciencia inexacta de las sociedades contrahechas. Igual, su explicación de su profesión lo encontraba mejor definida en las páginas policiales, en las telenovelas venezolanas, en las colas para pagar el teléfono, en los boleros de Guiller y en las películas del maestro Leonidas Zegarra. Entonces, por coincidir en una admiración o por concordar que Corín Tellado era mejor que Vargas Vila, nos cagábamos de risa.
En el 2011 nos encontramos en la casa de Jaime Gúzman Aranda, nuestro también amigo de los amigos en su casa de Nueva Chimbote. Guzmán era el gestor de la Feria del Libro de ese rincón entrañable y junto a otros escritores nos servimos un desayuno del pescador. Harto pescado y bastante cerveza. Entonces decidimos regresar a nuestra abandonada fe católica. Y esa noche, luego de la presentación de nuestros libros en la Plaza de Armas de Nuevo Chimbote que tiene un aire a la Plaza San Pedro en Roma partimos rutilantes a la Santa Sede a encontrar la purificación. La Santa Sede es el mejor prostíbulo del norte peruano y en esos pagos dejamos el infierno y fuimos salvados de ese pretexto nacional que los comunes llaman pecados y que los escritores moteamos de longanimidades de nuevo cuño.
Y Carlos me leía mis crónicas, mis cuentos y mis poemas porque era maestro de la observación y el análisis. Cuántos textos que hice público pasaron primero por los ojos de Calderón Fajardo. Y así era con todos, sobre todo con los jóvenes escritores para quienes la vejez de Carlos fue un hallazgo no del tiempo sino de la genialidad. Esa es su herencia, que más quieren los muchachos, los barbilampiños de la letra a quien Carlos les entregaba más que consejos, esa facilidad para encontrar la llave de la técnica en el arte de contar historias.
Hoy he llegado temprano al Haití y estoy sentado en la misma mesa de esa noche de 1983. Carlos no vendrá esta vez para hablar de Corín Tellado, tampoco Toño Cisneros que partió antes. Hoy lo recuerdo con ese Chilcano de pisco que nos tomamos hace un mes en el homenaje que le hicimos a José María Arguedas junto a los muchachos de Lima Gris. Y esa vez hablamos del destino, el de los hombres libres y el de los escritores comprometidos. Hoy he regresado a mi casa solo de inmensas soledades y me encontré con los libros de Calderón Fajardo, y en medio de mi asombro, no hago más que escribir.