Estamos conectados 24/7. Nuestro teléfono es una extensión de la mano y el mundo digital, una capa inseparable de la realidad física. Este fenómeno, conocido como hiperconectividad, se percibe a menudo como una simple mejora logística en nuestras vidas. Sin embargo, detrás de la inmediatez de la notificación y el scroll infinito, se esconde una profunda y perturbadora tesis filosófica: la desregulación ontológica.
Esta idea sugiere que la conexión constante está desmantelando los cimientos de nuestra comprensión sobre lo que es el ser y la realidad misma.
La hiperconectividad no es solo una moda; es un estado de existencia donde las barreras geográficas y temporales se han colapsado. Implica la conexión continua y simultánea a múltiples redes, lo que genera una aceleración temporal y una saturación informativa sin precedentes. Este flujo constante de datos, feeds y opiniones, en lugar de enriquecer, comienza a sobrecargar y a erosionar nuestra capacidad para establecer un criterio firme sobre lo que es real y verdadero.
Para entender la «desregulación ontológica», debemos acudir a la filosofía. La ontología es la disciplina que se pregunta por el ser y la existencia: ¿Qué soy yo? ¿Qué es la realidad que me rodea? Tradicionalmente, la identidad era singular y la realidad, tangible. La desregulación, por lo tanto, es el proceso por el cual estas definiciones claras se vuelven ambiguas, inestables y difíciles de «regular» o definir.
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El espejo roto de la identidad digital
El impacto más directo de esta desregulación se observa en nuestra identidad. En el entorno digital, dejamos de tener un único «yo» para gestionar múltiples versiones: el profesional de LinkedIn, el sarcástico de X, el estético de Instagram. Nuestra identidad se vuelve líquida y performativa, cambiando según la plataforma. La validez de nuestra existencia, o al menos nuestra relevancia social, empieza a medirse en métricas digitales: likes, seguidores y comentarios.
Otro concepto fundamental que se tambalea es la realidad. La hiperconectividad, con su difusión masiva e inmediata, ha hecho cada vez más difícil diferenciar lo auténtico de lo simulado. Las fake news, los deepfakes y los contenidos generados por inteligencia artificial coexisten con la verdad documental, dándoles el mismo peso visual en la pantalla. Esta mezcla borrosa genera un relativismo informativo que erosiona la certeza sobre la existencia de hechos irrefutables.
La experiencia espacial también se ve transformada. El concepto de presencia se convierte en presencia-mediada. Podemos estar físicamente en un lugar, pero mental y emocionalmente en otro, a través de la pantalla (un fenómeno llamado phubbing). La cercanía ya no depende de la proximidad física, sino de la intensidad del chat o de la videollamada, desmaterializando la geografía y redefiniendo nuestra forma de habitar el mundo.
En esencia, la hiperconectividad ha introducido una «crisis de la realidad». Ya no tenemos un ancla firme para decir «esto soy yo» o «esto es verdad». Nuestra vida digital no es solo un reflejo de la vida física, sino una fuerza activa que la reestructura, forzándonos a lidiar con una existencia fragmentada, acelerada y constantemente bajo juicio.
Comprender la desregulación ontológica es el primer paso para recuperar el control. La invitación no es a desconectarse por completo, sino a practicar una conectividad consciente: aquella que reconoce la tecnología como una herramienta, y no como la definición de nuestro ser. Solo así podremos reregular nuestra propia existencia en la era de la conexión total.