La mañana del 28 de julio de 1821, bajo el cielo invernal limeño, el general José de San Martín pronunciaba las palabras inmortales que sellaban el destino de una nación: «Desde este momento el Perú es libre e independiente…». Era el culmen de un proceso, la materialización de un anhelo, y el inicio de una nueva era.
Sin embargo, en la lejana Madrid, la noticia de este trascendental acontecimiento no llegó con la inmediatez que hoy nos permiten las comunicaciones. Los hilos que unían la metrópoli con sus colonias eran lentos y tortuosos, sujetos a los caprichos del viento y las olas, así como a la intrincada red de lealtades y deslealtades de la época.
Para comprender la distancia temporal que mediaba entre un suceso en el Virreinato del Perú y su conocimiento en la Península Ibérica, debemos remontarnos a los medios de comunicación de entonces. La principal vía eran los navíos de vela, que surcaban el Atlántico, llevando y trayendo correspondencia oficial, informes militares y, por supuesto, las noticias que forjaban o desmoronaban imperios. Un viaje transatlántico desde el Callao hasta Cádiz o algún otro puerto español podía tomar, en el mejor de los casos y con vientos favorables, entre dos y tres meses. En condiciones adversas, con tormentas, calmas o la amenaza de corsarios y barcos enemigos, el trayecto podía extenderse considerablemente, incluso superando los cuatro o cinco meses.
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Es crucial recordar que, para el 28 de julio de 1821, la situación en el Perú era ya precaria para las fuerzas realistas. El virrey José de la Serna había abandonado Lima el 6 de julio, retirándose a la sierra central. Esta evacuación de la capital, lejos de ser una rendición, fue una estrategia para reorganizar sus fuerzas y continuar la lucha desde el interior del virreinato. Por lo tanto, las comunicaciones desde Lima, una vez ocupada por los patriotas, estarían bajo el control de San Martín y su gobierno provisional.
Las primeras noticias que llegarían a España sobre la proclamación de la independencia del Perú no provendrían de un informe oficial del virrey La Serna desde Lima, sino más bien de fuentes indirectas o de informes posteriores enviados desde los territorios aún bajo control realista en América, o incluso a través de barcos mercantes o de guerra que lograran sortear el bloqueo o las patrullas patriotas. Es probable que la Corona española se enterara de la proclamación de la independencia del Perú en diciembre de 1821 o principios de 1822.
La noticia, al llegar a la corte de Fernando VII, sería recibida con una mezcla de indignación y preocupación. Para España, la pérdida del Perú, joya de su imperio y bastión realista en Sudamérica, significaba un golpe devastador. No solo por la riqueza que representaba, sino por el simbolismo de ver caer el último gran reducto de su poder en el continente. La reacción inmediata sería la de intentar revertir la situación, enviando refuerzos y manteniendo la lucha, como lo demostraron los años posteriores con la persistencia de las campañas realistas en el sur andino.
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Así, mientras en Lima se descorchaban los brindis por la libertad, en la lejana España el eco de aquella proclamación llegaba como un presagio ominoso, un anuncio de la ineludible desintegración de un imperio que, pese a su vastedad, no pudo contener el torrente imparable de la independencia americana. La distancia geográfica y la lentitud de las comunicaciones se convirtieron, paradójicamente, en aliadas de la naciente república, otorgándole un valioso tiempo para consolidar sus primeros pasos lejos de la inmediata reacción de la metrópoli.