El juicio de Protágoras y Evatlo en la antigua Grecia y que la lógica no ha podido resolver

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En la antigua Grecia, cuna del pensamiento jurídico y la retórica, se gestó un dilema que ha perdurado a través de los siglos. Protágoras, el renombrado sofista, aceptó tomar como alumno a Evatlo, un joven deseoso de dominar el arte de la argumentación legal. Su acuerdo fue un ejercicio de astucia desde el principio: Evatlo no pagaría su considerable matrícula hasta que ganara su primer caso ante un tribunal. Si perdía, no debería pagar. Una premisa simple que, sin embargo, se convertiría en un laberinto sin salida.

Tras completar sus lecciones, Evatlo decidió no ejercer la abogacía de inmediato. Su inacción se prolongó, y con ella, el pago a su maestro. Protágoras, al ver que el tiempo pasaba y que su pupilo evitaba presentarse a su primer juicio (y por lo tanto, el pago de la deuda), decidió tomar una medida drástica y astuta para forzar la situación. El maestro demandó a su propio discípulo.

La lógica detrás de la demanda de Protágoras era impecable, al menos en la superficie. Su argumento ante el tribunal era una trampa de doble filo. Él razonaba: “Si el tribunal me da la razón y yo gano este caso, Evatlo deberá pagarme, pues así lo dictaminó la justicia. Y si por el contrario, Evatlo gana este caso, entonces él habrá ganado su primer juicio, y según los términos de nuestro contrato, estará obligado a pagarme”. Desde cualquier punto de vista, el maestro se aseguraba de recibir su dinero.

Pero Evatlo, habiendo aprendido bien de su maestro, utilizó la misma lógica circular para defenderse. Su contraargumento era igualmente brillante: “Si gano este caso, el tribunal habrá decidido que no debo pagarle, y por lo tanto no pagaré. Y si, por el contrario, pierdo el caso, entonces no habré ganado mi primer juicio, y según los términos de nuestro contrato, no estoy obligado a pagarle”. El dilema era perfecto: no había forma de resolverlo sin que una de las premisas colapsara.

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El caso es conocido hoy a través de los escritos de autores como Aulo Gelio, quienes no lo registraron como un evento histórico, sino como un brillante «ejercicio mental». La historia carece de un final definitivo. No existe un registro que nos diga cómo se resolvió este juicio, si es que se resolvió. De hecho, la paradoja se considera hoy más un experimento filosófico que una crónica judicial.

Hay varias teorías sobre el posible desenlace, que subrayan el propósito didáctico de la historia. La más aceptada por los estudiosos es que los jueces, al enfrentarse a una contradicción irresoluble, se negaron a emitir un veredicto. Entendieron que cualquier fallo que dieran sería lógicamente refutado por el otro lado.

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Otra posibilidad es que el tribunal optó por posponer el caso indefinidamente, dejando a Protágoras y a Evatlo en el mismo punto de partida, sin un ganador ni un perdedor. El verdadero valor de la historia no reside en su conclusión, sino en las profundas preguntas que plantea.

La paradoja de Protágoras y Evatlo no fue solo un litigio, sino una obra maestra de la lógica jurídica. Aunque no haya sido un debate tan masivo como otros en la historia, su legado perdura como un recordatorio de los límites del razonamiento legal, la interpretación contractual y la búsqueda de la justicia en un mundo donde la lógica puede llevarnos a callejones sin salida.

 

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