La Inteligencia Artificial ha irrumpido en prácticamente todos los ámbitos de la vida contemporánea, desde la redacción de textos hasta el diagnóstico médico, generando la percepción de que estamos ante una forma de conocimiento superior. Sin embargo, esta visión resulta engañosa cuando se analiza con rigor epistemológico. La IA no constituye una «súper sabiduría», sino una herramienta tecnológica extraordinariamente potente que procesa información a velocidades imposibles para el cerebro humano, pero que carece de los elementos fundamentales que caracterizan al conocimiento genuino y a la sabiduría propiamente dicha.
Para comprender esta distinción, es necesario definir qué entendemos por sabiduría. Desde la tradición filosófica griega hasta la epistemología contemporánea, la sabiduría implica no solo la acumulación de información, sino la capacidad de discernir, contextualizar, emitir juicios morales y aplicar el conocimiento con prudencia. La sabiduría requiere experiencia vivida, comprensión del sufrimiento humano, capacidad de empatía y una dimensión ética que orienta las decisiones hacia el bien. Ninguno de estos elementos está presente en los sistemas de inteligencia artificial actuales, por más sofisticados que sean sus algoritmos.
La IA opera mediante el reconocimiento de patrones en enormes cantidades de datos. Los modelos de lenguaje, por ejemplo, predicen la siguiente palabra más probable en una secuencia basándose en correlaciones estadísticas aprendidas durante su entrenamiento. Esto produce resultados que pueden parecer «inteligentes» o incluso «sabios», pero se trata de una simulación: el sistema no comprende el significado de lo que produce, no tiene intenciones, no experimenta el mundo y no puede reflexionar sobre sus propias limitaciones. Es procesamiento sin conciencia, cálculo sin comprensión.
Los periodistas en formación deben prestar especial atención a esta distinción porque afecta directamente el ejercicio de su profesión. La IA puede ayudar a redactar textos, verificar datos o sintetizar información, pero no puede ejercer el juicio editorial que requiere ponderar el interés público, las consecuencias éticas de una publicación o la responsabilidad social del medio. La decisión de qué historia contar, cómo contarla y qué voces incluir exige una comprensión del contexto humano que ningún algoritmo posee. Confundir la capacidad de procesamiento con la sabiduría periodística sería un error profesional grave.
Existe además un problema técnico fundamental: la IA puede producir información falsa con absoluta confianza. Los llamados «alucinaciones» de los modelos de lenguaje demuestran que estos sistemas no distinguen entre verdad y falsedad, entre lo verificado y lo inventado. Un sistema verdaderamente sabio reconocería los límites de su conocimiento y actuaría con prudencia ante la incertidumbre. La IA, en cambio, genera respuestas plausibles independientemente de su veracidad, lo que la convierte en una herramienta que requiere supervisión humana constante, no en una fuente de sabiduría confiable.
El entusiasmo por la IA ha generado también narrativas comerciales interesadas en presentarla como una forma de inteligencia comparable o superior a la humana. Esta retórica sirve a propósitos de marketing y captación de inversiones, pero distorsiona la realidad tecnológica. Los propios investigadores en el campo reconocen que los sistemas actuales, aunque impresionantes, están muy lejos de la inteligencia general y carecen por completo de las cualidades asociadas a la sabiduría. El periodista crítico debe identificar estas narrativas promocionales y contrastarlas con las evaluaciones técnicas rigurosas.
Desde una perspectiva educativa, es fundamental que los futuros comunicadores desarrollen lo que podríamos llamar «alfabetización en IA»: la capacidad de comprender qué pueden y qué no pueden hacer estos sistemas, cuáles son sus sesgos inherentes y cómo utilizarlos de manera ética y efectiva. Esta alfabetización incluye reconocer que la IA amplifica los sesgos presentes en sus datos de entrenamiento, que sus respuestas reflejan patrones estadísticos más que verdades objetivas, y que su uso irreflexivo puede propagar desinformación a escala masiva.
La relación adecuada con la IA es la de una herramienta poderosa que requiere operadores competentes. Un bisturí no hace al cirujano, aunque sea indispensable para la cirugía. Del mismo modo, la IA no sustituye al periodista, aunque pueda potenciar enormemente su productividad. La sabiduría profesional reside en saber cuándo y cómo utilizar la herramienta, en verificar sus resultados, en complementar sus capacidades con el juicio humano y en asumir la responsabilidad ética por el producto final. Esta responsabilidad es intransferible a la máquina.
El debate sobre la IA como «súper sabiduría» también tiene implicaciones sociales y políticas que el periodismo debe abordar críticamente. La concentración del desarrollo de IA en pocas corporaciones tecnológicas, el uso de estos sistemas para la vigilancia masiva, su impacto en el empleo y la creciente dependencia de algoritmos para decisiones que afectan vidas humanas son temas que requieren cobertura informada y perspectiva crítica. La mistificación de la IA como entidad casi omnisciente dificulta este escrutinio necesario al presentarla como neutral y objetiva cuando en realidad incorpora los valores e intereses de quienes la diseñan.
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Conclusión académica y práctica: La inteligencia artificial representa un avance tecnológico de enorme magnitud, pero categorizarla como «súper sabiduría» constituye un error conceptual con consecuencias prácticas perjudiciales. Para los estudiantes de periodismo, esta distinción no es meramente filosófica sino operativa: determina cómo integrarán estas herramientas en su flujo de trabajo profesional. La recomendación es clara: utilicen la IA para tareas donde su capacidad de procesamiento resulte ventajosa —síntesis de información, transcripciones, búsquedas iniciales—, pero mantengan siempre el control editorial, verifiquen rigurosamente los outputs, apliquen su criterio ético y recuerden que la responsabilidad final recae en el profesional humano. La sabiduría periodística se construye con experiencia, formación continua, compromiso con la verdad y sensibilidad hacia el impacto social del trabajo informativo; ningún algoritmo puede sustituir ese proceso.
