El fútbol moderno se mide en cifras astronómicas: contratos millonarios, cláusulas de rescisión y cambios de camiseta temporada tras temporada. Pero hace ocho décadas, en el balompié peruano, existía una moneda mucho más valiosa que el oro: la lealtad. Y si hablamos de lealtad, hay que desempolvar el archivo de 1948 para reencontrarnos con la historia de Orestes Jordán, el mediocampista que juró amor eterno a una sola insignia: la «U».
Para entender su impacto, hay que situarse en la medular de Universitario de Deportes. Jordán no era un malabarista, sino la personificación de la garra. Junto a Vicente Arve y Denegri, conformó una media histórica que hacía del rigor táctico y la resistencia física su evangelio. Eran el verdadero motor del cuadro «crema», donde el juego «sin regateos» se imponía a cualquier adorno innecesario.
De Chincha a la media imbatible
Jordán nació en Chincha, y como todo predestinado, la pelota se convirtió en su aliada desde la infancia, jugando en su colegio y luego en el club local Atlético Chinchano. Su gran salto no fue planeado, sino más bien un flechazo deportivo: llegó a Lima para una gira con su equipo provincial, y tras un partido memorable contra el Combinado Chalaco ‘U’, la directiva de Universitario no dudó un instante en instarle a vestir su camiseta.
El chinchano no se hizo de rogar y, una vez en el club, su carrera ascendente fue imparable. Desde ese día y hasta 1944, cuando se retiró, el lugar de Jordán en la línea media estuvo cubierto con una «maestría, admirable constancia y celosa eficiencia», como lo recuerda la prensa de la época. Simplemente, no faltaba a un solo encuentro.
Los millones no pudieron comprar su corazón
Esta regularidad en el campo, sin embargo, solo fue superada por su devoción fuera de él. Jordán encarnó una especie de romanticismo deportivo hoy extinto. No cambió nunca de chompa. Su corazón tenía un dueño y no estaba en venta.
El jugador no veía la institución como un simple empleador, sino como una extensión de sí mismo. Sus penas, sus dolores, sus alegrías y sus entusiasmos no eran suyos, sino los mismos de la “U”. Este nivel de adhesión a los sentimientos y a la insignia es el que define la calidad moral y deportiva que hoy, más que nunca, vale la pena recordar.
Fue este mismo compromiso el que lo llevó a representar al Perú en los escenarios más grandes. Su primer gran hito internacional fue su inclusión en el seleccionado peruano que asistió a las Olimpiadas de Berlín, un recuerdo histórico que lo catapultó a la élite del balompié nacional.
Su palmarés con la selección también fue notable, destacando su participación en el equipo que conquistó el título máximo en los Juegos Bolivarianos celebrados en Colombia en 1939. Además, fue parte de los seleccionados que compitieron en el Campeonato de Lima en 1940 y en el Suramericano de Montevideo en 1942.
Pero quizá lo más anecdótico de su carrera fue el final. En 1944, con apenas 30 años y en el «pleno goce de sus facultades», Jordán tomó la decisión radical de retirarse de las canchas. ¿La razón? Dar paso a los nuevos valores, entendiendo que su ciclo había terminado y que el deporte necesitaba una renovación generacional.
En el contexto hiperprofesional de 2025, donde cada año se rompen récords de transferencias, la historia de Jordán es un choque de épocas. Su figura nos enseña que el legado de un deportista no solo se mide en copas, sino en la huella de honradez y desprendimiento que deja en su institución.
Orestes Jordán no se fue por bajo rendimiento, ni por lesión, ni por un mejor contrato; se fue por convicción y elegancia. El fútbol peruano antiguo tiene en él una «amable y caballerosa huella de justicia» que es imposible de borrar.