La pintura de Enrique Polanco no ha envejecido. Quizás porque el país tampoco lo ha hecho. O tal vez sí: ha envejecido mal. Veinte años no son nada, dice el tango, pero en Lima son suficientes para que todo empeore. Para que los edificios se derrumben más rápido que las esperanzas, para que la violencia se vuelva cotidiana, sin ideología, sin causa, sin pausa.
En su regreso cada dos décadas, Polanco no necesita reinventarse: basta con seguir mirando la ciudad. Los gallinazos siguen ahí. Los maniquíes rotos. Los músicos callejeros. La Lima que se pudre lentamente. No es que sus cuadros sean actuales: es que la realidad no ha querido pasar página.
La Lima que persiste (y que se repite)
La violencia ya no es política. Ya no se mata por ideas, se mata por objetos. Un celular vale una vida. Antes, incluso los delincuentes respetaban a los artistas. Hoy, hasta la violencia perdió códigos. Es el derrumbe ético el que Polanco pinta con furia y ternura, con rabia y poesía.
Y aun así, hay novedades. Aparecen en sus obras el incendio del Giacoletti, la pandemia, la minería ilegal. Nuevas tragedias que se suman al archivo de miserias peruanas. Pero el fondo es el mismo: el desgobierno, el abandono, la ciudad que duele.
El arte como testimonio, no como decoración
Polanco pinta desde el margen, lejos de las galerías que ahora —dice— solo quieren cuadros que combinen con los cojines. “Las decoradoras han tomado el control”, lamenta. Para él, el arte no es ornamento, es un grito. Por eso se ha mantenido al margen del circuito comercial desde hace 20 años, emergiendo solo para mostrar que el país sigue en el mismo lugar… o más abajo.
Y mientras los curadores mandan y las galerías desaparecen, él sigue en su taller. Ya no hay noche para él, ni siquiera La Noche. La vivió. La sobrevivió. Ya no le interesa. El arte también se repite, como la ciudad. Como la historia.
El recuerdo de lo que nunca fue
En sus cuadros, la Lima de los ochenta —pintada con crudeza en su momento— ahora parece melancólica. Hay una nostalgia por lo vivido… y peor aún: por lo no vivido. Por esa Lima horrible pero viva, violenta pero con causa. Hoy, la miseria es invisible y total. “La gente no la quiere ver”, dice. Pero él la pinta. La señala. La congela en su lienzo para que no se nos olvide que está ahí.
Lo que queda cuando todo desaparece
Quedarán los locos del Larco Herrera, los mendigos del Rímac, las putas pintadas al colorete frente a casonas que ya no existen. Quedarán los cines porno, los bares del Callao, los pasacalles y las sirenas. Quedarán Humareda, Adán, Cisneros, Rose. Quedará ese arte que ladra y muerde. El arte que molesta. El arte que incomoda.
Porque cuando todo se derrumbe, solo quedarán los cuadros. Y Polanco, desde su taller, los seguirá pintando. Aunque ya nadie quiera verlos.
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