El enigma del ausente: Juan Atahualpa y la gran rebelión de la selva del siglo XVIII

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En el convulso siglo XVIII, cuando el virreinato del Perú se encontraba firmemente establecido bajo la corona española, las intrincadas y densas selvas del Gran Pajonal, en la ceja de selva central, vieron emerger una figura que desafiaría el orden de la época y se convertiría en uno de los más grandes enigmas de la historia peruana: Juan Santos Atahualpa.

Hombre de ascendencia indígena, educado, con conocimientos del quechua, español y latín e incluso, se rumoreaba, con experiencias previas fuera del virreinato que irrumpió en 1742 con un mensaje mesiánico y una promesa de liberación que encendería la mecha de una formidable rebelión.

Su aparición no resultó casual. La explotación de los indígenas, el despojo de sus tierras y la imposición cultural y religiosa, habían creado un caldo de cultivo para el descontento. Juan Santos Atahualpa se presentó como el “Inca Rey”, el descendiente legítimo del último soberano incaico, Atahualpa, y proclamó la expulsión de los españoles y de todo aquel que no fuera indígena. Su discurso, que fusionaba elementos de la tradición incaica con el cristianismo andino, resonó profundamente entre las diversas etnias amazónicas —asháninkas, nomatsiguengas, amueshas— logrando una unidad inédita en la región.

Bajo su liderazgo, la rebelión no fue un levantamiento desorganizado. Juan Santos demostró ser un estratega militar astuto. Utilizó el conocimiento del terreno selvático a su favor, tendiendo emboscadas y aplicando tácticas de guerrilla que desorientaban a las tropas virreinales, acostumbradas a la guerra en campo abierto. Fortificó posiciones, construyó puentes y caminos, y mantuvo una férrea disciplina entre sus seguidores. Logró expulsar a los misioneros, quemar haciendas y cerrar el acceso a la selva central, estableciendo de facto un territorio independiente donde se restauraban las costumbres ancestrales y se prohibía la presencia española.

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El virreinato, alarmado por la magnitud y persistencia de la rebelión, envió varias expediciones militares para sofocarla. Sin embargo, todas ellas fracasaron estrepitosamente. La selva se tragaba a los soldados, las enfermedades los diezmaban, y los rebeldes, conocedores de cada sendero, los emboscaban sin piedad. La figura de Juan Santos Atahualpa crecía, envuelta en un aura de invencibilidad y misticismo, alimentando la esperanza de muchos de que el «Inca Rey» finalmente restauraría el Tahuantinsuyo. Se hablaba de su capacidad para transformarse, de su inmunidad a las balas y de su conocimiento de los secretos de la naturaleza.

Lo más fascinante de este levantamiento, sin embargo, radica en su final. Tras más de una década de resistencia exitosa, aproximadamente en 1756, Juan Santos Atahualpa simplemente desapareció. No hubo una batalla final, ni una captura, ni un cuerpo que probará su muerte. Las crónicas españolas posteriores lo mencionan como un líder que «se desvaneció», que «se ocultó», o que fue «tragado por la selva». Algunos historiadores sugieren que murió de causas naturales o en alguna escaramuza menor, mientras que otros teorizan que se retiró voluntariamente, manteniendo viva la leyenda de su invencibilidad y esperando el momento propicio para un resurgimiento.

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Su paradero final sigue siendo uno de los grandes enigmas de la historia peruana. ¿Qué fue de él? ¿Murió en paz entre los suyos, o su desaparición fue un acto calculado para inmortalizar su figura? Lo cierto es que, aunque la rebelión de Juan Santos Atahualpa no logró la independencia definitiva del Perú, sí marcó un precedente vital. Demostró la capacidad de resistencia indígena y la vulnerabilidad del poder virreinal en ciertas regiones. Su misterio, la figura de este «Inca Rey» que se desvaneció, ha cimentado su lugar no solo como un líder histórico, sino como un símbolo perdurable de resistencia y un recordatorio de que la selva, a veces, guarda sus secretos más celosamente.

 

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