Mientras el general José de San Martín se reunía con Simón Bolívar en la histórica Entrevista de Guayaquil, un incendio devastaba el despacho del Ministerio de Guerra en el Palacio de Gobierno de Lima en el invierno de 1822. Las llamas consumieron parte del archivo virreinal que custodiaba tres siglos de documentos coloniales. Fue la primera gran catástrofe documental de la República del Perú, apenas un año después de la proclamación de independencia.
El marqués de Torre Tagle, quien gobernaba como Supremo Delegado en ausencia de San Martín, ordenó el rescate urgente de los documentos que sobrevivieron. La documentación fue trasladada a las instalaciones de la Prefectura y posteriormente alojada de manera precaria en el Convento de San Agustín, según registra el Archivo General de la Nación. La fecha del siniestro quedó documentada en múltiples fuentes históricas: 13 de julio de 1822.
Lo que desapareció ese día no fue solo papel. El archivo del Palacio Virreinal, organizado desde el siglo XVII por el virrey Marqués de Montesclaros (1607-1615), contenía correspondencia entre virreyes y la Corona española, decretos, cédulas reales, actas del Cabildo, documentos de Real Hacienda y registros militares. Era la memoria administrativa de tres siglos de virreinato.
La historia como hechos y la historia como narrativa válida: un análisis epistemológico
🔥 Un archivo ya herido de muerte
El incendio de 1822 no fue el primer golpe al patrimonio documental peruano. Los terremotos de 1655, 1687 y 1746 habían destruido previamente salas completas del Palacio Virreinal, arrastrando consigo «gran parte de la documentación colonial», según el Censo-Guía de Archivos de España e Iberoamérica. En 1769, otro incendio atribuido a «venganza personal» había consumido documentación invaluable. El archivo llegó a 1822 ya mutilado por catástrofes naturales y humanas.
La magnitud de la pérdida es imposible de cuantificar porque no existía un inventario completo. Esta paradoja define la tragedia archivística: solo sabemos qué documentos existían cuando sobreviven o cuando hay referencias indirectas a ellos. Los historiadores identifican vacíos en las Actas del Cabildo de Lima (1790-1820), correspondencia virreinal tardía y registros militares del período independentista.
El contexto político hace más sospechosa la fecha. Apenas 12 días después del incendio, el 25 de julio, un motín popular derrocó al ministro Bernardo Monteagudo, mano derecha de San Martín. Algunos historiadores especulan —sin prueba documental— sobre posible sabotaje para destruir evidencia comprometedora. La mayoría lo considera accidente fortuito en una ciudad con iluminación de velas, edificios de adobe y administración caótica.
📜 Cadena de desastres: un siglo de pérdidas
El incendio de 1822 inauguró una cadena de catástrofes documentales. Durante la Guerra del Pacífico (1879-1884), las tropas chilenas que ocuparon Lima saquearon el Palacio de Gobierno, llevándose «innumerables objetos de valor» incluyendo archivos, según Wikipedia sobre el Palacio de Gobierno del Perú. En diciembre de 1884, otro incendio destruyó archivos del Tribunal Mayor de Cuentas del siglo XVI.
El siglo XX trajo nuevos desastres: el gran incendio de 1921 durante las fiestas del Centenario, el incendio de la Biblioteca Nacional en 1943 que forzó el traslado del Archivo Nacional al Palacio de Justicia. Ya en el siglo XXI, denuncias de robo sistemático (2019-2024) y la crisis por desalojo del Archivo General de la Nación en 2024 continúan este patrón de pérdida y traslados caóticos.
Narrativas: cómo las historias configuran identidad, memoria y comprensión humana
En 1890, el Archivo Nacional recibió finalmente la documentación del «Ramo de Aduanas» que había estado en el Ministerio de Hacienda. Pero ¿cuánto de esa documentación había sobrevivido al incendio de 1822 y a la ocupación chilena de 1879-1884? Esta pregunta sin respuesta explica por qué es tan difícil verificar datos históricos del período 1820-1850.
💡 Lección para el presente digital
Para periodistas, historiadores y filósofos en formación, el incendio de 1822 enseña una verdad incómoda: la historia no es lo que pasó, sino lo que sobrevivió documentalmente. Cada texto histórico que leemos representa cientos que ardieron, se perdieron o fueron destruidos deliberadamente. Los archivos no son depósitos neutrales del pasado; son campos de batalla donde se disputa qué memorias merecen preservarse.
La lección urgente: En plena era digital, cuando creemos que «todo queda registrado», olvidamos que la información sigue siendo materialmente frágil. Servidores caen, plataformas cierran, enlaces mueren, archivos digitales se corrompen. La sobreabundancia informativa actual es anomalía histórica reciente, no garantía eterna. El incendio de 1822 nos recuerda que cada generación debe decidir activamente qué preservar, porque sin archivos funcionales, las sociedades quedan huérfanas de memoria y vulnerables a quienes reescriben el pasado según convenga.
