No hace mucho y presionada por la opinión pública que no olvida el saqueo a las arcas fiscales que protagonizó Alberto Fujimori y su entorno de familiares, militares y civiles que conformaban la corte de esa autocracia, Keiko la hija mayor y ahora candidata a la presidencia de la República, reconoce que lo ocurrido fue doloroso para el país. Más que ello se puede afirmar, porque estuvo acompañada de violaciones a los derechos fundamentales de la persona humana, al tráfico ilícito de armas, al encarecimiento como pocas veces se ha visto del costo de los alimentos y otros medios de subsistencia, ocultamiento de crímenes de lesa humanidad, sin olvidar que además de prostituir la línea editorial de medios televisivos, radiales y escritos, puso especial esmero en desarrollar la cultura del secretismo, si así se le puede llamar a la política gubernamental que oculta la información de interés público y que, por tanto, le impide al ciudadano común y corriente saber con meridiana transparencia qué uso se da a los bienes del Estado.
De tal manera que lo sucedido en esa nefasta década de los noventa del reciente siglo pasado, no solamente fue doloroso. Fue criminal y nefasto en extremo. Y así lo debiera expresar quien, si algo ha aprendido bien de su progenitor, es mentir descaradamente y hasta con una sonrisa desfachatada, que pretende ocultar la responsabilidad que debió asumir en esas circunstancias, dada su condición de primera dama. Este cargo es bueno aclarar que no tiene nada de decorativo. Al contrario con diferente estilo y modales ha servido siempre para influir en el comportamiento de los mandatarios. Los ejemplos de esta afirmación son de los más variados. Lo hizo Violeta Correa, Pilar Nores, Eliane Karp y por supuesto, con sus excesos, Nadine Heredia.
Pero porqué ahora sí y ayer no, se ha dado respuesta a la corrupción fujimorista de quien por segunda vez intenta llegar a la primera magistratura. Es evidente el cálculo político. La cuidadosa tarea en la creación de una imagen distinta a la del autócrata se realiza de manera planificada. Y los resultados saltan a la vista, no solamente con asesores que actúan entre bambalinas, sino también con el reclutamiento de personajes que ayer repudiaban la barbarie del fujimorismo y ahora, sin pudor alguno, hacen las veces de asesores en asuntos de sensibilidad social y política. Todo acompañado de encuestadoras que saben a lo que juegan y de medios poderosos que hábilmente destacan lo que mejor sirve a la campaña electorera de la candidata. ¿Gratis? Habría que hacer un listado de intereses que ligan a unos y a otros.
¿Pero bastará que Keiko Fujimori reconozca la corrupción del gobierno de su padre, a estas alturas cuando la casi totalidad de los candidatos están involucrados en tan degradante perversidad? Creo que no. Y como no hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista, habría que animar a tales candidatos, con Keiko a la cabeza, que en el momento que hagan alguna reflexión, si la hacen, repitan lo que Sthepen D. Morris dice sobre la corrupción: «Se ha definido como el uso ilegítimo del poder público para el beneficio privado… Todo uso ilegal o no ético de la actividad gubernamental como consecuencia de consideraciones de beneficio particular o político… o simplemente como el uso arbitrario del poder».
En caso que ello no les fuera suficiente, podríamos agregar otro consejo, con enfásis jurídico de la autoría de Guillermo Brizio: «Se designa a la corrupción como un fenómeno social, a través del cual un servidor público es impulsado a actuar en contra de las leyes, normatividad y prácticas implementadas, a fin de favorecer intereses particulares».
Por allí circula eso de que «roba, pero hace obra». No le veo la gracia a tal cinismo popular. Debe tomarse en cuenta que la corrupción tiene serias consecuencias: favorece la consolidación de élites y burocracias políticas y económicas; erosiona la credibilidad y legitimidad de los gobiernos; reproduce una concepción patrimonialista del poder; reduce los ingresos fiscales e impide que los escasos recursos públicos coadyuven al desarrollo y bienestar social; permite la aprobación y operación de leyes, programas y políticas, sin sustento o legitimidad popular; revitaliza una cultura de la corrupción y contribuye a su proliferación.
Ayer ocurrió eso. Hoy sigue latente. Keiko Fujimori, al igual que otros candidatos, olvidan que los auténticos cambios sociales son efectivos y duraderos solo si están fundados sobre un cambio decidido de la conducta personal. No será posible jamás una auténtica moralización de la vida social si no es a partir de las personas. A ellas les compete el desarrollo de las actitudes morales, fundamentales en toda convivencia verdaderamente humana.