Una de las preguntas que frecuentemente me inquietan es, ¿necesitamos a Dios para ser éticos? ¿Puede fundamentarse una ética en el ateísmo?, ¿el ateísmo es capaz de sostener una ética que contribuya al auténtico florecimiento y desarrollo humano? Antes de esbozar una breve respuesta a tales interrogantes, es preciso distinguir dos niveles: el de los principios y el de las personas. No son totalmente independientes, y al final lo que cuentan son las personas, los principios están en función de ellas y valen en la medida en que les ayuden, en este caso, a comportarse moralmente. Pero, por contrapartida, la ventaja del principio es que ofrece estabilidad, un marco que garantice la continuidad en el tiempo merced a la coherencia doctrinal. El principio ilumina a muchas personas, les sirve de punto de referencia y para explicar con fundamento los móviles de su actuación. La persona puede obrar bien por accidente, o por ser una singularidad muy especial, pero carece de la universalidad que da el principio, o lo hace sólo al nivel de un modelo a imitar.
Existe una ley natural inscrita en el corazón humano, previa a cualquier concreción religiosa y, en consecuencia, las convicciones religiosas son independientes de ella, en todo caso reforzarán o entorpecerán su percepción. Las condiciones ambientales pueden ayudar a descubrir dicha ley con mayor o menor nitidez. El ambiente cuenta mucho para su desarrollo, pues la ley natural es descubierta con nuestra razón. Si nuestra razón está envenenada, se oscurece la percepción de esa ley. La religión puede ayudar o entorpecer dicho proceso: si me enseña a amar a mis enemigos, me ayuda; si me enseña a odiar lo diferente, lo entorpece.
Todos sabemos que puede haber ateos ejemplares y creyentes lamentables. Pero la disposición a darse y al sacrificio es más normal en un creyente (lo reconoce el connotado ateo, Paolo Flores d’Arcais, durante un debate con Ratzinger, en el año 2000). De hecho, como ha señalado Ernst Wolfgang Böckenförde, “el estado liberal secularizado vive de principios que no es capaz de garantizar por sí mismo”, diríamos: vive de principios judeo-cristianos, y al secar la raíz de tales principios, no puede garantizar su supervivencia, es decir, los ha recibido y no puede a su vez asegurarlos. De hecho, es lo que estamos viendo. Al quitar a Dios de su lugar pongo al hombre, pero al hombre convertido en ídolo. Le damos culto al individualismo y una colectividad de egoísmos mal va a construir una sociedad.
Los ateos pueden decir que no necesitan de los principios cristianos, pero en realidad van a tomar algunos de estos principios para hacer un pastiche moral al gusto, con lo cual, esa ética no tiene futuro. La desintegración moral a la que conduce la ausencia de Dios resulta patente: libertinaje, disolución social, reinvención de instituciones naturales, sumisión a ideologías altamente tóxicas impuestas propagandísticamente. Resulta ilustrativo que uno de los grandes pensadores éticos de la actualidad (Peter Singer) haya sugerido felizmente, que nos esterilizáramos todos, para ser «la última generación sobre la Tierra». De esta forma, no dañamos los derechos de nadie, pues todavía no existen, se preserva la naturaleza de la devastación humana y podemos “¡estar de fiesta hasta la extinción!». Y ¿cuál es el motivo que aconseja semejante medida? Que el hombre destruye la naturaleza y que no está nada claro que la vida humana sea un bien, más bien todo lo contrario.
Por eso, el único ateo clarividente, el que ha llevado las consecuencias del ateísmo hasta el final, es Nietzsche, quien se burlaba de los otros “ateísmos”, pues descansaban, cómoda e inconscientemente, en la herencia platónico-cristiana. Si no hay Dios no hay arriba ni abajo, no hay punto de referencia, no hay moral, nosotros la creamos. La moral es de quien es capaz de imponerla, del más fuerte. Nietzsche se compagina estupendamente con la «ética evolucionista», -“científica”, según algunos- en la cual, precisamente, «no hay moral». El universo evolucionista es devastadoramente indiferente. No hay bien ni mal, solo buenas o malas estrategias reproductivas, siendo privilegiados los individuos, las culturas o los pueblos más aptos: la ley del más fuerte.