Héctor Lavoe: De dónde son los cantantes (inmortales)

 

Aquella tarde de agosto de 1986 Lavoe estaba perdido en Lima. Su seguridad y la del hotel Sheraton al fin lo encontró luego de un tiempo desesperado. Lavoe se había esfumado de sus marcas y se hallaba atrapado a una copa de ron Bacardí blanco en uno de los bares del hotel acompañado por el pianista Joe Torres. Sonrió, hizo un brindis, y siguió cantando bajito, concentrado, abrigado de presagios, guardado en sí. El pianista hizo un guiño, le encantaba acompañar a Lovoe que esta vez, estaba cantando un bolero cubano. Horas más tarde antes de partir al Gran Estelar de la Feria del Hogar diría respecto al bolero: “Era necesario. Era como si tuviera una piedra en el pecho. Ya estoy más tranquilo. Ya boté ese vaina”.

Todos lo entendieron porque Lavoe era especial. Así portaba una licencia que lo hacía pertenece al vademécum –un catálogo probo, dirían los impúdicos– de músicos populares y épicos latinoamericanos como Pedro Infante, Carlos Gardel, Julio Jaramillo o Daniel Santos. Era/es un cantante singular para la pelvis plural. Le canta al espíritu no al oído. Le habla, no obstante, a la oreja del corazón y a su ritmo. Le devuelve la cordura –en todo caso—a la arritmia.

Así, es cantador de música atemporal en su momento preciso. Su voz no es un valor, es un registro único con propietarios morales y sin títulos. Su música es para el orgasmo de la propia música. Un ejercicio de audacia auditiva con público y sin red y muy necesaria. Su canto rompe el sonido y el vestido (como una voz interior a la misma ropa interior: un lancero contra la lencería) a la solemnidad, vr.gr., al corsé sonoro de la tradición silente estrepitosa.

Es el canto (el primer rugido armonioso desde que el hombre con hambre es tal) contendiente entre el arte como tradición y el arte como creación. Así, es un rebelde de estirpe contra los modelos del academicismo formalizado o fosilizado. Un transgresor de lo clásico en proceso romántico –lo romántico a la manera de Lord Byron– y en vías de patentar el desenfado lírico: otra tradición lejos de la traición y sin traducción.

Existe una verdad inobjetable, su timbre es como aguijón de una canto recargado de ultrasensibilidad y de pasión; un himno de veras como un calco de verdad. Lavoe hace de la lengua y de las palabras su campo de batalla o un lecho hecho para hacer el amor. La voz de Lavoe: un instrumento casi palentológico para recoger con todos sus vestigios al mundo –llevarlo en sus manos estridentes cual atlético Atlas sin marcha atrás–, aquel su mundo y mostrarlo luego mientras guiña un ojo detrás de una partitura como un pirata dadivoso. Recuérdese a Lavoe retratado de Chaplín en su disco Comedia y a un tema, «El Cantante», Fania, 1978. Una casualidad por causa o la causa de un rebelde sin causa o [Our latin thing] “Nuestra Cosa”.

Lavoe cuando canta boleros es la misma lírica negra de la desventura y ésta, como sustancia de lo popular serio, no era triste. Era vívida experiencia y gozo. Los que lo conocía aseguran que Héctor a más éxito adhería más fracasos. Parecería –digo yo que es cierto– que sus mercaderes de su trayectoria profesional le provocaban cuanto drama real podía soportar un sencillo ser humano. Entonces esa facilidad para las drogas, aquel pasaporte para el adulterio, esa visa para vivir a pellejo pelado con la muerte, era fabricada por sus managers y conductores quienes veían que mientras más desgarrado era el canto de Lavoe por sus desgracias carnales, más discos se vendían. “El mito” eran miles de dólares, en tanto que la vida de Lavoe era sólo dolor.

La música de Héctor Pérez –así se llamaba en la vida real, Lavoe era su apellido irreal–es sanguínea positivamente hablando y en el sentido más universal del mismo caso Lavoe. Pérez no es plural como apellido de cantante, sí de un músico singular. Esa es la suerte, la buena suerte de otro Pérez, Dámaso Pérez Prado. Héctor a secas, entonces nació un 30 de Setiembre de 1946, en Ponce, la segunda ciudad de Puerto Rico –la primera hubiera dicho Papo Lucca, el líder de La Ponceña—pero para eso están los libros. Ahí dice que es San Juan la capital de la isla. Sería un pecado capital no decir que las islas tienen su propia geografía y por supuesto, su propia música –hay cantos importantes de Alcatraz y El Frontón dirán algunos–. A Puerto Rico le dicen Borinquén. Lavoe canta sin contar que es El Paraíso de la Dulzura y Rafael Hernández, una suerte de Pinglo borinqueño, hubiera jurado sin aislarse demasiado, que aquel pedazo de tierra rodeada de mar es La Isla del Encanto.

Lavoe posee orgullo y raza. No canta en inglés. Recupera el acervo borinqueño, hace uso del spanglis y universaliza el barrio y sus personajes. Es un joven descubriendo el amor, el sexo y sensibilizando el lado filoso del lumpen. Toca la fibra social. Se inserta en la problemática nacionalista de Puerto Rico. Decían que era «graduado en la universidad del refraneo con altos honores y miembro del gran círculo de fuego de los soneros». Poeta de la calle, maleante honario. Héroe y mártir de las guerras gasnteriles de medio pelo donde batalló y ganó, así decían.

¿Era un místico? No. Un artista divino. Léase los títulos de sus boleros: “Emborráchame de amor”, “Castigo”, “El retrato de mamá”, “Pobre del pobre”, “Pasé la noche fumando”: –“Ya me pasé fumando la noche entera / sin disipar tu imagen dentro de mí, / he bebido de vino un mar de botellas / y sólo he conseguido pensar en ti”–. Otros, “El infierno” y “Taxi”: “…. lléveme al número trece / de la esquina agonía que allí moriré”. Es decir thanatos, eros y más los celos: un cóctel de los mil diablos para alguien que era un dios infernal de las compasiones y para sus adoradores que lo vigilaban como un cadáver estridente. Y Héctor, que qua la paradoja caminando, forja aquel imaginario a pura visceralidad. A pura vida acelerada.

Lavoe había llegado a Lima ese agosto de 1986 acompañado de Joe Torres al piano, los trombonistas Lewis Kahn y John Torres en la dirección musical, y por las trompetas de Bryan Lynch (Sí, el mismo de Eddie Palmieri) y Tony Cofresí [sí, el mismo de la banda de Tito Rodríguez]. En el bajo estaba Johnny Torres. Víctor Pérez en los timbales, Milton Cardona en las congas y Pablo “Chino” Núñez en el bongó. Vino a Lima, digo y no regresaría jamás. A sus amigos de esos días, Héctor les confesaría que Lima era un rincón extraño entre espina envenenada o sueño u orgía. Y a los peruanos, con los quien trabajó en esa gira, les quedó casi tatuada en el alma aquella frase sentenciosa de Héctor: «Yo me voy a morir un día de estos como los grandes, como Tito Rodríguez o Benny Moré». Era cierto, Lavoe fue el genio que la gente sospecha que es, que hasta sabía el día exacto de su muerte.

Precisamente, uno de los temas más vibrantes que grabó, fue este el del peruano Mario Cavagnaro Llerena: “Emborráchame de Amor”–grabado, primero, por el cantante peruano César González en 1964– que Héctor incluye en su primer disco como solista: “La Voz”, de 1974. César Miguel Rondón dice en su “Crónica de la Música del Caribe Urbano. El Libro de la Salsa” de 1979, que el tema en mención era ‘un viejísimo bolero’. Y agrega: “la combinación del cantante y el arreglista sirvió para brindar una imagen moderna y remozada del mismo botiquín de siempre, con sus mismos vicios y virtudes, con sus mismos fracasos y alternativas.

La tradición ya indicaba que esta fórmula fácilmente encontraría éxito comercial: si el Caribe conoce constantes en su música, es el bar el punto como aliciente a los amores perversos y/o perdidos y que obliga a una de las más fuertes y determinantes venganzas de la pasión. Y para cantar esta circunstancia se acude siempre a: “Emborráchame de Amor”. Un bolero sin concesiones, directo, desgarrado, agresivo e hiriente. Y dice así: “No me preguntes qué me pasa / Tal vez yo mismo no lo sé / Préstame unas horas de tu vida / Si esta noche está perdida / encontrémonos los dos. / No me preguntes ni mi nombre / Quiero olvidarme hasta quién soy / Piensa que tan sólo soy un hombre / Y si lloro, no te asombres / No es por falta de valor”.

La fuga, o el mambo de este bolero –vaya que lo tiene– es provocada por la visión de un ‘fioca’ con nostalgia. O acaso los guapos no lloran: “No sé quién eres tú y no interesa / Sólo sé que mi tristeza / Necesita tu calor / Y al esconder mi cara / En tu cabello / Pensaré que sólo es bello / Este instante del amor / Pero no, no me preguntes nada / Hazlo si quieres, por favor / Bebamos en la copa de la aurora / Y esta noche pecadora / Emborráchame de amor”. Esa fórmula funciona siempre en el despechado. Opera en los seres que buscan el consuelo y no saben que siguen el viaje inexorable al infierno.

CODA

Lavoe estaba sentado sobre su maleta en el aeropuerto Jorge Chávez del Callao ese agosto de 1986. El vuelo que lo regresaría a Nueva York venía demorado y Lavoe parecía un emperador derrotado por la fama y la soledad. Ese baño de multitud en la Feria del Hogar de hacía unas horas lo había entusiasmado en extremo pero, así como así, le vino la “depre”. Otra vez entonces habitó en el suburbio infernal de siempre, ese foco del tormento y redención. Se vio como siempre desubicado entre las luces y sombras de una mitológica urbe posapocalíptica. Lovoe, con su raza y esencia, que supo del navajazo del destino y pasó de la caricia, al estupor y cicatriz imperecedera, estaba otra vez en viaje al sufrimiento mayor y su agonía.

Lavoe, que dejó grabadas 257 canciones en sus once discos de larga duración con la orquesta de Colón y nueve como solista, aparte de las canciones ejecutadas con Tito Puente y la Fania All Stars, sigue vivo aunque en el hospital St. Clare esté escrito que un 29 de junio de 1993 se murió de tanta vida. Algunos afirman que el Sida lo derrotó. Otros juran que fue su misma existencia –casi una negra novela negra– quien lo venció. Lavoe existió con el signo trágico desde su nacimiento, marcado por el himno de las muertes de sus familiares más queridos. Su madre, su hijo, su hermano mayor. Ahí aparece ese lado histriónico de su personalidad. Histriónico como el mejor estilo del teatro shakesperiano. La sonrisa es el rostro de la muerte. Los dientes aparecen luego del olvido del clan familiar en la osamenta fría del polvo del cadáver.

En la calle 139 del South Bronx en Nueva York –allá donde vivía– el crepúsculo es un buen motivo para que el brillo de las navajas ilumine el prólogo de la noche. Mientras el cielo adquiere ese color tornasolado del desarraigo, desde las ventanas y balcones se escapan los ecos de la música punzocortante que se quiebra y se requiebra por culpa de los timbales, bongóes y cencerros insolentes. Es un sonido sordo en lamento febril sin origen conocido en las mismas estridencias del alma. Lavoe estuvo enterrado en un principio en el cementerio de San Raymond en Nueva York y hoy yace en una tumba apacible en el Cementerio Municipal de la ciudad de Ponce. Desde ahí, su voz se sigue oyendo como el jubiloso canto de un tierno tenor de esquina, de todas las esquinas.

 

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