Leer en una plaza de La Habana

 

-Lee, y serás libre.

Miré a uno y otro lado para saber quién me lo estaba diciendo, pero no había nadie.

La Plaza de Armas de La Habana vieja no es ni inmensa ni apoteósica como las de México, Trujillo o Lima. A pesar de su alta jerarquía, no se puede decir que tenga lo que los arquitectos llaman dignidad constructiva.

Destacan en ella el edificio del Segundo Cabo y el de los Capitanes Generales. Y, después nada, no hay más que unos cuantos árboles, y unas bancas, en el lado norte, desde donde se ve el mar y da la impresión de que si uno aguzara la vista podría observar lo que hay del otro lado del océano.

-Si lees, nunca estarás solo.-tampoco vi a quien estaba diciendo estas palabras.

Luis Felipe Vásquez, un querido amigo que fuera diplomático de su país en Lima, me había dicho que no me fuera del país sin dar una vuelta por la plaza. Y por eso, volví a mirar los antiguos edificios y me disponía a marcharme cuando descubrí al hombre que me daba esos consejos.

Se llamaba Isidoro. Cuando lo divisé, él estaba conversando con una dama. Después volvió a leer solo y en voz alta. Parecía tener 80 años. Era dueño de un hermoso perro Golden Retriever y leía en voz alta en una de las bancas de la plaza.

Me acerqué, le dije que era un viajero y le pregunté qué libro estaba leyendo.

-Mi perro se llama Max.- me respondió.

Era algo sordo. Volví a preguntarle y me respondió que releía las obras completas de Martí y que siempre encontraba en ellas una lección de vida.

-Fíjese en esto- volvió hacia una frase subrayada y la leyó:
“Enseñar es lo más bello y honroso del mundo”.

Me contó que era un maestro jubilado y que pasaba la mayor parte de sus tardes leyendo en la Plaza de Armas. Vestía pantalón blanco y guayabera de lino. Mientras él me hablaba, el perro Max levantó las patas y de un salto se sentó sobre la banca. Parecía impaciente por leer el resto del libro.

Era julio, y yo estaba en La Habana invitado por la embajada del Perú y por Casa de las Américas para dar una charla en un seminario de estudios peruanos. Me impresionaba la resistencia que ofrecían los cubanos a más de medio siglo de bloqueo impuesto por la mayor potencia del mundo.

A pesar del intercambio de embajadores y de la visita del presidente Obama, el aislamiento se mantiene y esa situación se evidencia en privaciones que pueden ser advertidas por un simple viajero. Al país no pueden llegar alimentos, automóviles, máquinas, ropa, fármacos o divisas de Estados Unidos. Y el bloqueo no se siente tan sólo en Cuba, sino en cualquier lugar del mundo. Por ejemplo, en Lima no podemos contar los avanzados medicamentos cubanos.

Le pregunté a Isidoro qué pensaba al respecto, y él hojeó las páginas de su libro hasta encontrar la frase que buscaba:

-“Los grandes derechos no se compran con lágrimas, sino con sangre”.

Me dijo que en la lucha contra el infernal gobierno de Batista muchos cubanos habían perdido la libertad o la vida, y que ese sacrificio los había hecho libres y dignos.

-Después de eso, nada ni nadie va a poder detenernos.- me dijo y agregó: -Además, en los momentos de mayores privaciones, hemos tenido esto.- dijo agitando el libro que leía. Los libros en Cuba no cuestan más de un peso, o sea menos de un dólar.

-Lee y serás libre.- insistió Isidoro. Creo que Max me miraba atentamente para saber cuál era mi opinión.

Y creo también que en ese momento entendí por qué el bloqueo no había hecho mella a la fortaleza moral de los cubanos, y entendí también que la lectura de Martí no tan sólo explicaba su pasado sino también les ofrecía lecciones para aprender el don de la profecía.

Me alejé pensando que leer es encontrar algo que va a existir. No sé quién dijo eso.

 

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