La coherencia de los políticos católicos

 

Un texto olvidado, que cobra una palpitante actualidad es la Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, del 24-XI-2002, publicado por la Congregación para la Doctrina de la Fe. En este interesante y breve documento se exhorta a los políticos católicos a realizar su actividad conforme a sus principios morales y religiosos, en armonía con su fe y no de espaldas a ella. En efecto, está muy difundida la idea de que una cosa son las convicciones personales y otra muy diversa las actuaciones políticas o públicas. De facto se legitima un divorcio entre fe y vida. El problema resulta mucho más hondo, pues no se trata solo de ese divorcio –que podría ser comprensible, por ejemplo, por la debilidad humana-, sino que se propone como modelo, es decir, se ensalza a quienes prescinden de sus principios morales y religiosos a la hora de tomar decisiones políticas, como un signo de responsabilidad, madurez, imparcialidad y servicio a la sociedad.

Es frecuente escuchar a políticos que afirman, como si fuera lo correcto: “que no confunden sus principios religiosos con su actuación pública”. En realidad se trata de una falacia o un error conceptual. Es verdad que las esferas pública y religiosa son distintas, ello puede considerarse una conquista del cristianismo, del “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Lucas 20, 25). Lo público no está sometido a lo religioso. La correcta laicidad defiende la autonomía del orden civil frente a la abusiva invasión del mismo promovida por el clericalismo, entendido este como la injusta injerencia del estrato clerical en la vida política:

“Para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica – nunca de la esfera moral –, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado” (n. 6).

Pero una cosa es que la Iglesia no deba dirigir los destinos políticos de un país, pues esa no es su misión, y otra muy diferente es que para participar en la vida pública de su pueblo, el político deba prescindir de sus principios religiosos o morales. De hecho, frecuentemente se induce al error al electorado, pues a la hora de elegir, las personas se fijan, entre otras cosas, en los principios, valores e ideario del candidato. Si esa persona carece de ellos, o son cambiantes según soplen los vientos de la fortuna, se induce al engaño del electorado y se crea una incertidumbre política.

Ante la difusión errónea de esta “doble vida”, de esta esquizofrenia moral o ruptura entre los principios morales para andar por casa y las decisiones públicas de las que deberían los políticos dar razón en la sociedad, la Iglesia no podía permanecer callada o indiferente. Significaría avalar que vivir con ese doblez es una exigencia indispensable para cualquier empleado público, que en lugar de responder a su conciencia, debería responder a los deseos “del pueblo”. Aparte de que esos deseos son lo suficientemente genéricos como para no saber exactamente qué significan, siendo en realidad, tantas veces, resultado de lo que otros le imponen “al pueblo”; usualmente pequeños grupos de poder que manipulan los medios de comunicación a su antojo, dictándole lo que debe hacer y pensar.

En realidad es la coartada perfecta para dar cabida a personas sin escrúpulos y sin principios morales en la dirección de la sociedad. Personas que promueven en la sociedad lo que no permitirían en su hogar, ¿por qué? En el fondo, porque en lugar de servir a la sociedad, buscan mantenerse en el poder, aunque el costo de ello sea prescindir de sus principios morales. Si adquiere carta de ciudadanía tal conducta, como está dramáticamente sucediendo entre tantos políticos católicos que aprueban leyes contrarias a los principios de la Iglesia, de hecho lo que tenemos es a personas sin principios morales claros en el poder, cuyos santos patronos podrían ser Maquiavelo, Fouché o Talleyrand. Establecer este modo de proceder como el correcto es consagrar la ausencia de principios en la política, sellar el divorcio entre política y moral, sacrificar los valores en el pragmático altar de la utilidad. Si lo hacemos conscientemente no tenemos derecho después de quejarnos ante las dolorosas consecuencias que estamos viviendo, las cuales denotan una aguda ausencia de valores y principios morales en el seno de la sociedad.

 

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