Cuando muere un poeta

 

Ha fallecido el gran poeta Derek Walcott, premio Nobel de Literatura. El escritor murió a los 87 años en su casa de la isla de Santa Lucía tras una larga enfermedad.

Derek Walcott (1930-2017). Este poema está incluido en el volumen El testamento de Arkansas, publicado por Visor en 1994. Hay críticos que sostienen que Walcott es el mayor poeta de lengua inglesa de nuestro tiempo.

La luz del mundo

Kaya ahora, necesito kaya ahora,
Necesito Kaya ahora,
Porque cae la lluvia.
—Bob Marley

Marley cantaba rock en el estéreo del autobús
y aquella belleza le hacía en voz baja los coros.

Yo veía dónde las luces realzaban, definían,
los planos de sus mejillas; si esto fuera un retrato
se dejarían los claroscuros para el final, esas luces
transformaban en seda su negra piel; yo habría añadido un pendiente,
algo sencillo, en otro bueno, por el contraste, pero ella
no llevaba joyas. Imaginé su aroma poderoso y
dulce, como el de una pantera en reposo,
y su cabeza era como mínimo un blasón.

Cuando me miró, apartando luego la mirada educadamente
porque mirar fijamente a los desconocdios no es de buen gusto,
era como una estatua, como un Delacroix negro
La Libertad guiando al pueblo, la suave curva
del blanco de sus ojos, la boca en caoba tallada,
su torso sólido, y femenino,
pero gradualmente hasta eso fue desapareciendo en el
atardecer, excepto la línea
de su perfil, y su mejilla realzada por la luz,
y pensé, ¡Oh belleza, eres la luz del mundo!

No fue la única vez que se me vino a la cabeza la frase
en el autobús de dieciséis asientos que traqueteaba entre
Gros-Islet y el Mercado, con su crujido de carbón
y la alfombra de basura vegetal tras las ventas del sábado,
y los ruidosos bares de ron, ante cuyas puertas de brillantes colores
se veían mujeres borrachas en las aceras, lo más triste del mundo,
recorriendo a tumbos su semana arriba, a tumbos su semana abajo.

El mercado, al cerrar aquella noche del Sábado,
me recordaba una infancia de errantes faroles
colgados de pértigas en las esquinas de las calles, y el viejo estruendo
de los vendedores y el tráfico, cuando el farolero trepaba,
enganchaba una lámpara en su poste y pasaba a otra,
y los niños volvían el rostro hacia su polilla, sus
ojos blancos como sus ropas de noche; el propio mercado
estaba encerrado en su oscuridad ensimismada
y las sombras peleaban por el pan en las tiendas,
o peleaban por el hábito de pelear
en los eléctricos bares de ron. Recuerdo las sombras.

El autobús se llenaba lentamente mientras oscurecía en la estación.
Yo estaba sentado en el asiento delantero, me sobraba tiempo.
Miré a dos muchachas, una con un corpiño
y pantalones cortos amarillos, una flor en el cabello,
y sentí una pacífica lujuria; la otra era menos interesante.

Aquel anochecer había recorrido las calles de la ciudad
donde había nacido y crecido, pensando en mi madre
con su pelo blanco teñido por la luz del atardecer,
y las inclinadas casas de madera que parecían perversas
en su retorcimiento; había fisgado salones
con celosías a medio cerrar, muebles a oscuras,
poltronas, una mesa central con flores de cera,
y la litografía del Sagrado Corazón,
buhoneros vendiendo aún a las calles vacías:
dulces, frutos secos, chocolates reblandecidos, pasteles de
nuez, caramelos.

Una anciana con un sombrero de paja sobre su pañuelo
se nos acercó cojeando con una cesta; en algún lugar,
a cierta distancia, había otra cesta más pesada
que no podía acarrear. Estaba aterrada.

Le dijo al conductor: «Pas quittez moi a terre»,
Qué significa, en su patois: «No me deje aquí tirada»,
Qué es, en su historia y en la de su pueblo:
«No me deje en la tierra» o, con un cambio de acento:
«No me deje la tierra» [como herencia];
«Pas quittez moi a terre, transporte celestial,
No me dejes en tierra, ya he tenido bastante».

El autobús se llenó en la oscuridad de pesadas sombras
que no deseaban quedarse en la tierra; no, que serían abandonadas
en la tierra y tendrían que buscarse la vida.

El abandono era algo a lo que se habían acostumbrado.

Y yo les había abandonado, lo supe allí,
sentado en el autobús, en la media luz tranquila como el mar,
con hombres inclinados sobre canoas, y las luces naranjas
de la punta de Vigie, negras barcas en el agua;
yo, que nunca pude dar consistencia a mi sombra
para convertirla en una de sus sombras, les había dejado su tierra,
sus peleas de ron blanco y sus sacos de carbón,
su odio a los capataces, a toda autoridad.

Me sentía profundamente enamorado de la mujer junto a la ventana.

Quería marcharme a casa con ella aquella noche.

Quería que ella tuviera la llave de nuestra cabaña
junto a la playa en GrosIlet; quería que se pusiese
un camisón liso y blanco que se vertiera como agua
sobre las negras rocas de sus pechos, yacer
simplemente a su lado junto al círculo de luz de un quinqué de latón
con mecha de queroseno, y decirle en silencio
que su cabello era como el bosque de una colina en la noche,
que un goteo de ríos recorría sus axilas,
que le compraría Benin si así lo deseaba,
y que jamás la dejaría en la tierra. Y decírselo también a los otros.
Porque me embargaba un gran amor capaz de hacerme
romper en llanto,
y una pena que irritaba mis ojos como una ortiga,
temía ponerme a sollozar de repente
en el transporte público con Marley sonando,
y un niño mirando sobre los hombros
del conductor y los míos hacia las luces que se aproximaban,
hacia el paso veloz de la carretera en la oscuridad del campo,
las luces en las casas de las pequeñas colinas,
y la espesura de estrellas; les había abandonado,
les había dejado en la tierra, les dejé para que cantaran
las canciones de Marley sobre una tristeza real como el olor
de la lluvia sobre el suelo seco, o el olor de la arena mojada,
y el autobús resultaba acogedor gracias a su amabilidad,
su cortesía, y sus educadas despedidas
a la luz de los faros. En el fragor,
en la música rítmica y plañidera, el exigente aroma
que procedía de sus cuerpos. Yo quería que el autobús
siquiera su camino para siempre, que nadie se bajara
y dijera buenas noches a la luz de los faros
y tomara el tortuoso camino hacia la puerta iluminada,
guiado por las luciérnagas; quería que la belleza de ella
penetrara en la calidez de la acogedora madera,
ante el aliviado repiquetear de platos esmaltados
en la cocina, y el árbol en el patio,
pero llegué a mi parada. Delante del Hotel Halcyon.

El vestíbulo estaría lleno de transeúntes como yo.

Luego pasearía con las olas playa arriba.

Me bajé del autobús sin decir buenas noches.

Ese buenas noches estaría lleno de amor inexpresable.

Siguieron adelante en su autobús, me dejaron en la tierra.

Entonces, un poco más allá, el vehículo se detuvo. Un hombre
gritó mi nombre desde la ventanilla.

Caminé hasta él. Me tendió algo.

Se me había caído del bolsillo una cajetilla de cigarrillos.

Me la devolvió. Me di la vuelta para ocultar mis lágrimas.

No deseaban nada, nada había que yo pudiera darles
salvo esta cosa que he llamado «La Luz del Mundo».

Traducción Antonio Resines y Herminia Bevia

Su vida y obra

“Las biografías de poetas difícilmente son creíbles”, escribió en una inolvidable página Derek Walcott, fallecido hoy a los 87 años. Menos creíbles todavía resultarían, en rigor, los perfiles rápidos y apresurados de poetas cuya riqueza, complejidad y luminosidad se vuelven inapresables en unas palabras urgentes que se quisieran mínimamente justas. El caso del propio Derek Walcott, que recibió el Nobel de Literatura en 1992, es un buen ejemplo de ello: no es fácil, no es ni siquiera posible, resumir el sentido de una escritura de largo y muy fecundo recorrido tanto en la poesía como en el teatro, y que incluso en el ensayo crítico mostró una absoluta singularidad. Véase, en este sentido, su libro de 1998 What the Twilight Says (traducido entre nosotros dos años más tarde como La voz del crepúsculo por Catalina Martínez Muñoz), en el que el poeta caribeño examina las obras de, entre otros, Ted Hugues, Les Murray, V. S. Naipaul o Ernest Hemingway.

Nacido en la isla de Santa Lucía en 1931, Walcott tuvo tiempo de escribir una obra muy extensa y variada, llena de matices, y que supo ofrecer —como la de otro caribeño, Saint-John Perse— una versión personalísima de la cultura de su territorio natal. Pero, curiosamente —admirador como era de Giorgione y de Cézanne—, al principio se dio a conocer como pintor; una lengua, de la pintura, que dejó larga huella en su obra literaria. La radical plasticidad de su visión del mundo pudo ser observada desde su primer libro, 25 Poems, en 1948, y quedó confirmada en 1962 con la edición de su primera gran recopilación poética, In a Green Night (En una noche verde), título procedente de un verso del metafísico inglés Andrew Marvell en el que este habla de las relucientes naranjas de las Bermudas como lámparas doradas en la noche verde del árbol (like golden lamps in a green night). Pocas imágenes más apropiadas para simbolizar una obra poética caracterizada por la abundancia, la variedad, el colorido de la cornucopia. Nunca abandonó la pintura: en el año 2000 reunió todas sus acuarelas en Tiepolo’s Hound (El sabueso de Tiepolo).

Desde In a Green Night hasta White Egrets (Penachos blancos), de 2010, se extiende una escritura atravesada por la seducción de la geografía y por lo que el mismo Walcott llamó “el murmullo” de la historia. Libros suyos como, entre otros, Another Life (Otra vida), de 1973, o The Arkansas Testament (El testamento de Arkansas), de 1987, que en España tradujeron Antonio Resines y Herminia Bevia, muestran una concepción de la palabra poética como fusión de pasado y presente, de instantaneidad y eternidad, de territorialidad y extraterritorialidad. “La poesía —escribió— es una isla que se desgaja del continente”. Conviene subrayar el profundo sentido del sentimiento de la insularidad que preside toda esta obra poética, y que es visible incluso en el libro más conocido del autor, Omeros, de 1990, traducido en 1994 por José Luis Rivas, a quien se debe igualmente la versión de Midsummer (Pleno verano). Ya desde su misma concepción poética, Omeros parece un imposible creador: una épica renacida en el siglo XX que traslada la visión de la vieja historia mítica a pescadores del Caribe, con una Helena que ahora es una criada negra y un Ulises que va en busca de sus raíces y sus antepasados en la costa occidental de África, todo ello desde el punto de vista de un narrador aprendiz de brujo, trasunto del poeta, un Walcott-Homero ya no ciego, sino poseedor de una mirada llena de la hiriente luz caribeña.

Leí por vez primera a Walcott en 1987 en la revista mexicana Vuelta, dirigida por Octavio Paz. El poema se llamaba El mar es historia, traducido por Rafael Vargas. El título, revelador, constituye toda una poética. Y nombro siempre a los traductores porque nunca debe olvidarse la importancia de la traducción en el proceso de la transmisión poética. En España, si no me equivoco, fue pionera la antología Islas, traducida en 1993 por José Carlos Llop. Yo mismo me atreví con algún poema, Islands, que recogí en mi Cuaderno de las islas, un poema en el que se lee que “las islas pueden solamente existir si hemos amado en ellas”.

En la primavera de 2001, Walcott visitó Madrid y dio algunas lecturas públicas de su obra. Fueron recordadas en esa ocasión unas palabras de Joseph Brodsky: “La poesía de Walcott representa la fusión de dos versiones fieles del infinito: el lenguaje y el océano. Y el padre común de ambos es el tiempo”. Desde un tiempo sin tiempo, decimos adiós a Derek Walcott en su verde noche caribeña.

El Caribe marcó su vida y su obra

Derek Walcott nació y murió en la isla de Santa Lucía (1930 -2017). Descendiente de esclavos negros e hijo de un pintor británico blanco, el mar Caribe marcó la vida y la carrera del poeta y dramaturgo que unió la tradición antillana con la poesía. Prueba de ello es Omeros (1990), una de sus obras más conocidas en la que reinterpreta la Ilíada la traslada al Caribe.

De 1959 a 1976 dirigió el Taller de Teatro de Trinidad, que él mismo fundó y donde estrenó algunas de sus primeras obras teatrales.

Escribió más de 15 poemarios, entre los que destacan Otra vida (1973), Uvas de mar (1976), El viajero afortunado (1981), El testamento de Arkansas (1987) y como dramaturgo es destacable su Sueño en la montaña del mono (1970).

En 1992 recibió el Premio Nobel de Literatura “por una obra poética de gran luminosidad, con una visión histórica, fruto de un compromiso multicultural”. Poco después, la Unesco lo nombró miembro de la Comisión Mundial de la Cultura y el Desarrollo.

 

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