Óscar Avilés: Sueño de la última jarana

 

Augusto Polo Campos se había armado de paciencia para no llorar toda la mañana de ese sábado de abril cuando al aparecerse en el fúnebre Salón Nazca del Museo de la Nación y frente al féretro de Óscar Avilés, no soporto su dolor y dramático como es, rompió en llanto. Los periodistas se le acercaron y el compositor de 83 años apenas alcanzó a decir: “No está muerto, está dormido porque ya era hora de que sueñe con un Perú mejor. Con un Perú de Chabuca y del ‘Zambo’ Cavero”, calló y siguió llorando. Polo Campos, sin quererlo, había sentenciado al género musical criollo, costeño y peruano a su hora final. Música nacional querida, himno de las memorias urbanas, de los amores escabechados, de los sufrimientos quedos y callados, de la alegría que mata los rencores.
Óscar Avilés era un predestinado y todos lo queríamos. Solo él era peruano de consensos integrales. Músico de solemnidades esquineras, supo preservar y darle luminosidad más que brillo al valse, ese género heterogéneo, híbrido y mezclado que acaso fue notable por su lírica metafórica de Pinglo –salvo “mi sangre aunque plebeya también tiñe de rojo”– y la vena de la buena Chabuca –excluyendo su visión colonial y pasadista– y que también fue desmañado y chambón por sus lugares comunes, tópicos y trivialidades tan banales que hasta jamás tuvo nombre propio. No es cumbia, ni tango ni samba, es ‘vals’ como el vienés.
Pero Óscar Avilés fue el padre mayor, el hombre de familia de músicos, el peruano de todas las clases y de todas las razas, aquel que grabó, sin ninguna duda, lo mejor del acervo criollo patrimonial, desde temas como Ocarinas hasta Contigo Perú, para explicar, al primero como poema y al segundo como marcha chauvinista y patriotera.

La identidad de la música criolla costeña no está en discusión, la enfermedad terminal y deterioro en que se encuentra hoy, sí. Lástima, para nuestros padres que tanto festejaron el estilo y sus compases y que ahora, seguro, renegarían y maldecirían al comprobar el rumbo que ha tomado el valse desde los estudios de Canal 7 con Bartola y hasta las peñas barranquinas donde se degüella inmisericorde al género.
Y en ese panorama miserable, Avilés, no obstante, nos reunió a todos en su jarana conventual. Las seis cuerdas de su guitarra unió a huachafos y pitucos, a limeños y serranos, a blancos y lorchos. Y fue nervio y nos ensamblo porque en esa picaresca criolla que alardeaba, por ejemplo, con el conjunto Fiesta Criolla –hace 50 años—, Avilés articulaba a todos con un estilo nacional genético social, del personaje alegre, trabajador, bohemio como también romántico. Perfiles del criollo de la pachotada elegante y hasta el giró filosófico de sus disquisiciones metafísicas (valse «Renacimiento» de Buenaventura Muñoz: “El evocar, el hilvanar retazos del pasado, /es como retornar, /retroceder hacia el ayer, casi olvidado. / Es la visión mental, que forma la imaginación, / veo mi vida inquieta, / noches de bohemia, / mi antigua ilusión”).

La función del vals es la disfunción de una defunción premeditada. Óscar Avilés así, con autoridad, supo hacer operativos los rescates de temas latinoamericanos extraídos de aquel baúl noble de la ‘guardia vieja’: “Toda comarca en la tierra / tiene un rasgo prominente. /El Brasil su sol ardiente, / minas de plata el Perú, / Montevideo su cerro, / sus pampas tienen los dos…”. El tema es un poema que originalmente se llama “El ombú” y le pertenece al poeta argentino Luis L. Domínguez (1819-1898), y que interpretado por Fiesta Criolla, y en una surte de arte de birlibirloque, pasó al arreglo del gran Pepe Ladd y se llamó «Las Comarcas».
Igual texto y expediente ocurre con el valse El Pirata (grabado por el dúo “Los Dos Compadres”, Rómulo Varillas y Fernando Loli) y que lo inscribe y registra Óscar Avilés y que al final, resulta un acomodo del poema “Mar de Sombra” del escritor y periodista peruano Luis Berninsone, aquel que dedicase al capitán de Fragata José Ollino (muerto junto a Miguel Grau en la Guerra del Pacífico) quien por ese recuteco del valse, pasa de héroe a facineroso corsario. En este tema he ampliado mi investigación en mi libro “El Pirata”, Lima 2011, Editorial Mesa Redonda.
Sebastián Salazar Bondy en su tratado Lima la horrible dice que el vals se nutre de dos manantiales: uno, la melodía europea transculturada y vulgarizada, que en su travesía al Nuevo Mundo perdió su estilo estirado y ceremonioso y se hizo música sincopada y picaresca. La otra, los lúgubres versos que son queja, lamento y piedad. Así se cultivo el nuevo género. Valse jaranero, sentimental, a ratos alegre, pero con desengaño ad portas. Así cantaba en la Lima del novecientos en el Cuartel Primero o Monserrate –que es cuna de Jesús Vásquez–, en Cinco Esquinas –cerca al barrio de Pinglo– o Santo Cristo, en La Victoria, El chirimoyo –donde cantaba el gran Alejandro Cortez– o Abajo el Puente – en donde se forjó la canción criolla y es cuna del legendario dúo de Montes y Manrique y de Salerno y Gamarra–. Es decir, cada barrio limeño con sus cantores y guitarristas, cada esquina con su guapo.

En este cruce, trabas y tropezones, Óscar Avilés es producto genuino de ese prodigio popular. Un artífice con sello propio que lo hace único en el género. Pasmoso y estruendoso en su estilo, toca de manera resonante hasta en sus silencios. Ese suspenso que en algunas interpretaciones se hace agonía gozosa y ahogo placentero. El síncopa cardiaco ligado a al respirar genital. Convulsa armonía del desorden cadencioso. Así, sus acordes van más con el genio que con la genialidad por ello descifra el sentimiento criollo que no ofrece explicación y se hace himno de un acervo fundado en la licuación del alma costeña peruana, sus enigmas, sus duendes y toda su magia.
El vals en los años de 1950 se va adecuando a los gustos de la época. El tango lo influencia, el bolero lo asedia. A pesar de estas corrientes tan fuertes que llegaba básicamente con el cine latino y la radio –muchos peruanos escuchaban antes que otros los éxitos musicales foráneos a través de la onda corta de las emisoras extranjeras— y el vals encontró un bolsón de resistencia precisamente en sus epicentros de origen: los callejones y solares. En aquel tiempo, lo criollo costeño peruano no era así. Temas anecdóticos y costumbristas, cantos sin introducción y apenas con acompañamiento circunstancial pero hasta que llegó Óscar Avilés.
A inicios de los 40, la recuperación de los temas de Felipe Pinglo Alva necesitaba de una introducción musical de trascendencia y de instrumentos protagonistas. De ahí que la guitarra de Avilés rompe la costumbre y crea un espacio sonoro con identidad propia. La introducción musical de valses, marineras y aires afroperuanos se ensamblan a la temática social con claves propias. José Luís Guillón Avilés, el sobrino de Óscar, ha dicho con razón que ya en sus inicios, Avilés crea melodías con las cuerdas agudas en la guitarra instituyendo lo que hoy llamamos introducciones. Y que antes solo se bordoneaba, pero con él, la guitarra criolla costeña toma otro sentido. Aurelio Collantes en su libro “Historia de la canción criolla” (Ediciones populares. Lima 1966) destaca que Avilés fue puntero del famoso trío de cuerdas: Avilés, Núñez y Arteaga y dice: “Avilés siente y expresa lo que toca. En todo ello estriba una suma de cualidades: sonido propio, poder sobre el instrumento y documentación musical”.

Este gran cambio en el acervo se debe básicamente a Avilés. Son clásicos así sus prefacios, luego, forman parte de la magia de conjuntos como Los embajadores criollos, Los Morochucos, Fiesta Criolla. ¿Los embajadores criollos? Sí, aunque Avilés no aparece en los créditos, él es autor de la mayoría de oberturas (con todo derecho) del trío que lideraba Rómulo Varillas gracias a que era director artístico del sello IEMPSA. Así, le dio brillo a todos aquellos productos que salían de la disquera.
Así don Porfirio Vásquez, célebre representante de la música negra en el Perú, en 1963 lo definió diciendo: “Cantaron una jarana, San Pedro dijo ¿quién es? Y el Padre eterno responde: Ese es Óscar Avilés”. La jarana es la constitución institucional del género. Cierto, sus sacerdotes son don Porfirio Vásquez, ‘El gancho’ Arciniega o Pancho Monserrate. Ahí entra Avilés junto a otras cuerdas como la de Adolfo Zelada y quién es otro maestro notable, don Rufino Ortiz que habita en Nueva York y que gracias al joven guitarrista Yuri Juárez, llega a Lima apenas con sus discos.

Tres libros son fundamentales para entender la dimensión de Óscar Avilés y su trascendencia. En principio “El Waltz y el Valse Criollo” (Instituto Nacional de Cultura, Lima 1977) de César Santa Cruz. El texto «Música Popular en Lima: criollos y andinos” (IEP. Lima, 1983) de José Antonio Llorens y el ensayo “Hacia la tercera mitad. Perú XVI-XX” Ensayos de relectura herética (Editorial Sidea. Lima 1997) del doctor Hugo Neira. Las técnicas de la guitarra criolla costeña en el primero. La capacidad social de su influencia en el segundo tratado y la entraña creativa en el imaginario colectivo en el texto de Neira. Avilés milita en las tres áreas porque es piedra angular en este espacio artístico tan peruano como cosmopolita. Así, es protagonista del devenir de ese sentimiento sonoro criollo. Si Astor Piazzolla es el nudo del tango argentino Avilés es el hilo conductor de un género musical no por identificado geográficamente deja de ser andrógino y de hibridez cultural de solemnidad.
El valse, que fue harto en congojas y melancolías, se ha separado de sus mejores hijos en estos tiempo, Chabuca Granda, Arturo Cavero y ahora Óscar Avilés. Valse que ha enterrado el símbolo de su sabiduría popular y que ha dejado su destino en manos de los “criollitos” de siempre. Aquellos de las palmas, el jaleo, el guapeo, el trago y la disfrazada pendejada de una congoja que ahora sin valores vivos, y que no supieron cuidar, irremediablemente están condenados a la muerte musical y civil. Porque lamentablemente los peruanos diremos que el valse no fue aniquilado y barrido por ritmos foráneos sino por la propia música anodina y melindrosa de los criollos de hoy, sordos de solemnidad, incapaces de seguir a los maestros. Qué pena.

 

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