Reportaje a la muerte

 

Cuenta un poema bohemio que  suele atribuirse al grandioso Pablo Neruda, que un navegador marino, vuelve a su puerto natal y, acariciando nostalgias, visita cierta rumorosa cantina. Ahí lo sorprende un añejo lobo de mar que le pregunta: ¿De dónde vienes, marinero?/Vengo del mar mi capitán/ Vengo de los azules horizontes/Vengo de amar, mi capitán, /Las cien mujeres que me amaron… ya me olvidaron, capitán”-respondió el viajero.

Algo así -con menos poemática- hubiera respondido yo, en caso de haber cruzado el Gran Abismo, que abrió entre mí sus misteriosas fauces, hace sólo algunas noches, cuando una redomada bronquitis, amenazó convertirse en neumonía y yo hube de recordar a mi navegante sobrino “Pichón”, quien me había dicho admonitorio: “Tío… en los viejos, la neumonía es cáncer. Se acabó la fiesta…”.

Y eso, empecé a creer cuando un caprichoso resfrío, terqueó  degenerando a  “algo más”, en tanto, se me iba cerrando el pecho y un dramático jebe humoral, me iba apretando el cuello, “con muy malas ideas”, como se dice en lenguaje taurino.

Al momento de agravarse el tema, mis amorosos hijos “Agatha Lys”, la temperamental Gloria y “Willyto, ex Juan Tenorio”, optaron por conducirme al Hospital Rebagliatti, del cual yo solía decir con irresponsable humor negro: “Ahí, donde históricamente, mueren los periodistas”.

Hoy, debo reconocer, la capacidad profesional de los señores médicos de dicha Casa de Servicio Humano, así como la valerosa entrega de todo el personal, que a nivel de sacrificio, se esfuerza, por el bienestar físico y espiritual de todos los enfermos durante las 24 horas del día. A ellos, entrego, no sólo mi sincera gratitud, sino un sentido Padrenuestro, pidiendo a Dios, que bendiga esa invencible generosidad con los sufrientes.

Algo, que sólo puedo explicarme, interpretando una religiosa vocación de servicio a los enfermos.

Pero, volviendo a mi propio empeño, jamás puedo olvidar el gran amor de mi vida. Es decir, mi profesión de periodista. Algo que me lleva a tomar como “misión informativa”, cualquiera de las alternativas de mi cumbiambera biografía. Y ésta es una de las tantas lecciones, – que con mi ejemplo- entrego a mis alumnos y discípulos realmente comprometidos con el futuro de nuestro oficio.

El genial Jorge Luis Borges, nos  regaló en milonga, este verso que por siempre alumbrará mi vida: “Siempre el coraje es mejor/Nunca, la esperanza es vana”.  Y así pues, pasé a vivir la incertidumbre de  rigurosos exámenes médicos y  prolongadas horas de vigilia, en el curso de las cuales, escuchaba el soliloquio de los agonizantes. Unos, disertaban largamente, aludiendo a quienes les despedirían de este mundo. Reclamaban contra injusticias  del vivir y el desamor y finalmente, entre lágrimas llamaban a una mujer. Quizás a la que realmente amaron. Luego le murmuraban a media voz, cosas del corazón y… algunos simplemente… se dormían nomás, esbozando una enigmática sonrisa final.

Otros, aullaban desesperados, y yo, en fin, me desencantaba del sueño… que solemos dormir todas las noches.

Hasta que finalmente, el cansancio me venció y me fui desvaneciendo lentamente.

LA ESTACIÓN DE ESPERA

No podría precisar cómo ni cuándo, empecé a despertar, pero el hecho es que invisibles manos iban poniendo pulso a mi lecho móvil, llevándome a través de túneles diversos. Laberinto terminal de todos los acontecimientos. “Así debe ser la muerte”, precisó mi imaginación. Finalmente, me ví instalado en una suerte de galería teatral frente a un gran escenario. Los demás “espectadores”, parecían dormir profundamente. Y entonces, empezó a realizarse frente a mí, todo un carrusel de movimientos. “Actores” envueltos en túnicas-quizás mortajas-Algunos tocados de turbante oriental, una mujer que cantaba por “soleares” una gitanería triste y otra, que arrastraba una plataforma cargada de elementos que prefiero no especificar. Todo, en medio de gran iluminación y realismo. Traté de hablar con alguno de estos  misteriosos “funámbulos”, pero no me escuchaban, o eso parecía.

En determinado momento, mi presunta cama, se anexó al desfile, mientras sonaba a lo lejos, algo así como una “canción de adiós”. Una vez más, intenté en vano, “hablar con alguien”… preguntar qué estaba pasando, qué hacía yo, en este enigmático desfile, que se prolongó largo rato. Pero nadie parecía -otra vez- escucharme.

En suma, parecimos llegar a un punto fronterizo, o algo así. Era un lugar borroso, nublado, en el cual “los pasajeros”, iban descendiendo sin abandonar sus camastros, tal vez dormidos o… lo que ustedes imaginarán.

Luego, una larga tregua. Nadie me precedía en la marcha y, finalmente, una voz serena, pero autoritaria a la vez sonó diciendo escuetamente: “El, no…todavía”… -Volví a quedarme dormido y reaparecí en mi pabellón de procedencia.

Después, anunciaron mi “alta”. Un señor médico, caballeroso “a la antigua”, me formuló algunas preguntas sobre mi vida, mi hogar, mi esposa, para luego elogiar  mi  rápida reacción orgánica, precisando que “había estado a un paso de la neumonía”.- Le pregunté su nombre y me respondió: “Claro”- “así me gusta la gente, Doctor, y mil gracias por salvarme la vida”- le dije al despedirnos.

Luego llegaron mi esposa y mis hijos, para llevarme de vuelta a casa. Cuando les referí mi viaje por “La estación de Espera”, la palabra estuvo a cargo de, mi engreída “Agatha Lys”… – “Lo has soñado todo… ha sido una alucinación y nada más”… me dijo.

-Yo, sencillamente, viví el cuento y… como lo recuerdo, se los cuento. Creo que acudí a la cita… pero aún no había llegado mi gran momento. Para otra vez será, Señora Muerte.

 

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