El lisiado de la Selecao

 

ASISTIÓ A TRES MUNDIALES CONSECUTIVOS como si se hubiese ido de parranda tres fines de semana consecutivos: para Garrincha todo era importante y nada era importante, la vida era el momento que vivía, un momento sin tiempo. En el Mundial de Suecia, cuatro años atrás, brilló en la Selecao para que Pelé brillara aún más que él, esta vez en Chile volvería a brillar porque no sabía controlarse, era genial sin saber lo que era la genialidad. Tal vez nunca leyó un libro de principio a fin y, de contar, solo sabía contar los goles que él y sus compañeros le hacían al equipo rival. Garrincha, Manoel Francisco dos Santos Según el Registro civil, nació cerca de Río de Janeiro, en 1933. Eran los años del presidente Getúlio Vargas, líder populista que concebiría para Brasil el Estado Novo con el que el gigante sudamericano emprendería una apurada marcha hacia la modernidad, el desarrollo y la desaparición de la pobreza.

Sin embargo, la pobreza no desaparecería. De origen social pobrísimo, Garrincha había llegado a este mudo con algunos defectos congénitos, tal vez debidos al severo alcoholismo de su padre: una ligera malformación de la espina dorsal y una pierna torcida. Más tarde padecería de poliomielitis, que le dejaría como recuerdo imperecedero la pierna izquierda seis centímetros más corta que la derecha. Su físico era poco armonioso, parecía torpe, aunque no lo era, por eso su hermana le puso el sobrenombre de Garrincha, término que en portugués designa a un pajarillo más bien feíto pero saltarín y que nunca pierde una presa. La lógica hacía a Garrincha inepto para el fútbol, pero Garrincha ignoraba lo que era la lógica.

Ni de niño ni de adolescente Garrincha pareció interesarse especialmente en el fútbol ni, dicho sea de paso, por las clases del colegio. Siendo todavía menor de edad empezó a trabajar en una fábrica y, en sus tiempos libres, aunque también cuando estaba ocupado, practicaba uno de los deportes que nunca abandonó, el de la seducción, pues fue un mujeriego empedernido. Así como así empezó a participar en los partidos de fútbol que los trabajadores de la fábrica organizaban para matar el tiempo y, a despecho de sus piernas contrahechas, Garrincha se hizo notar por sus desconcertantes gambetas. Alguien, en broma y en serio, le sugiere que fuera a probarse como delantero a alguno de los clubes de la capital, y Garrincha va al Botafogo, uno de los más importantes clubes de Río de Janeiro, o sea de Brasil, o sea de América del Sur. Tras la sorpresa inicial de ver a un fulano de piernas torcidas tentar un puesto de futbolista, los técnicos del club le dan oportunidad y lo hacen jugar en una de esas prácticas de todos contra todos: Garrincha sorprende por su quiebre, por su manera de llevar la pelota, por su manera de escabullirse entre los rivales y de pasar el balón. Botafogo lo contrata. Tenía entonces 20 años, estaba ya casado y tenía un hijo.

Desde su primera temporada, 1953-1954, causó sensación, pero Zezé Moreira, entrenador de la Selecao, no lo convocó para integrar el equipo nacional que participaría en el Mundial de Suiza pues desconfiaba de sus pocos meses de futbolista de primer nivel. Lo único que Garrincha lamentó de no ir al Mundial fue no poder comprarse en el país de fabricación un reloj cucú suizo. En los años siguientes miró la hora en los grandes relojes de los estadios en los que defendía la camiseta de Botafogo, deslumbrando a las tribunas. Su juego no solo era eficaz y brillante, sino que irradiaba una inmensa jovialidad, Garrincha parecía estar en la cancha para realizar un one-man-show a pesar de no estar solo y, por eso mismo, resaltaba más. El defecto de sus piernas torcidas se convirtió en una virtud que le servía para burlar a los que intentaban quitarle el balón: cuando apuntaba a la derecha la pelota salía disparada a la izquierda, cuando parecía que iba a patear a la izquierda el balón salía disparado a la derecha. Los astutos lo comprendieron, y cuando Garrincha apuntada a la derecha ellos se lazaban a la izquierda, pero entonces la pelota se iba por la derecha y en el estadio la gente estallaba en carcajadas. El Botafogo de esos años realizó campañas memorables, y Garrincha se ganó un lugar entre los grandes del fútbol brasileño. En 1958 Vicente Feola lo llamó a la selección y estuvo en casi todos los pases que Vavá convirtió en gol; a Pelé y las otras estrellas de la Selecao alzó en Estocolmo la copa Jules Rimet.

Aymoré Moreira, sucesor de Feola, lo convocó para el Mundial de Chile. Brasil, cuya base era casi la misma del 58, se sabía superior a sus tres rivales del grupo C, y empezó remolón: se impuso a México 2-0, empató con Checoslovaquia 0-0 y venció a España 2-1. La Selecao se estaba reservando para la etapa siguiente, viniera quien viniera. Vino Inglaterra.

Los dieciocho mil espectadores que se dieron cita el 10 de junio en el estadio Sausalito de Viña del Mar presenciaron una demostración de magia de fútbol, descubrieron a un Garrincha pletórico de ganas de jugar, de divertirse, de hacer de las suyas; a los treinta y un minutos abrió el marcador para Brasil sin que nadie se inmutara del gol de empate que al minuto treinta y ocho marca Gerry Hitchens. En el segundo tiempo, a poco de reiniciarse el partido, Vavá pone 2-1 y después Garrincha anota de nuevo y sella el 3-1, que obliga a los ingleses a tomar un vuelo directo para las brumas de Londres.

El rival siguiente fue Chile, el país anfitrión. Es probable que Garrincha hubiera olvidado que se encontraba en Chile, pues de lo contrario habría mostrado su reconocida amabilidad: en los primeros ocho minutos se lució con sus quiebres y gambetas deleitando a cuantos estaban esa tarde en el estadio Nacional de Santiago, chilenos incluidos. Al minuto nueve abre el marcador y a los treinta y dos lo pone 2-0; Chile descuenta poco antes del fin del primer tiempo, pero tras el descanso Vavá, en complicidad con Garrincha, mete dos goles más, sin que un último gol de honor chileno afecte el resultado. Brasil pasó a disputar la final con Checoslovaquia, a la que venció 3-1 y se coronó campeón. Garrincha no anotó, pero fue el más deslumbrante en ese equipo de fenómenos de fútbol. El mundial de Chile lo ganó Garrincha.

Garrincha se encontraba en el apogeo de su carrera, era el más querido entre los grandes jugadores de Brasil de entonces. Vivía el fútbol con entrega total, vivía la vida con entrega total, por eso, su idilio con la cantante de samba Elza Soares se volvió pronto un amor apasionado. Abandonó a sus hijos y a su esposa, con la que volvió a tomar contacto solo para pedirle el divorcio. Pero a su vez Elza lo abandonó, luego de trece años de vida común, pues no pudo hacerlo dejar el alcohol.

Garrincha tuvo ocho hijos legalmente reconocidos y varios más que nunca admitió como suyos. Como su padre, fue alcohólico y bebió mucho antes, durante y luego de su trayectoria como futbolista. Gastaba su dinero a manos llenas, en francachelas, comprando lo que necesitaba y lo que no necesitaba. Vivía en una suerte de carnaval de Río permanente, en una falsa realidad. No tenía noción del ahorro y era incapaz de pensar en el día de mañana. Para él no había futuro, solo presente.

Vicente Feola lo llamó a la Selecao que fue al Mundial de Inglaterra 66, y quien sabe por qué Brasil llegó presa de una apatía generalizada. En su grupo, el C, empezó con una victoria prometedora: 2-0 ante Bulgaria, con goles anotados por Pelé y Garrincha. Luego los brasileños cayeron ante Hungría 1-3 y, por el mismo marcador, ante el Portugal de Eusebio, la descollante revelación de aquel mundial.

El mañana siempre llega. El nivel de juego de Garrincha empezó a declinar, no tanto por su edad sino por su apego creciente al alcohol y su vida desordenada. Pasó una temporada en el fútbol colombiano sin mayor brillo, en el Atlético Junior; luego, ya cuesta abajo, volvió a Brasil. Curiosamente, mientras más se apagaba su genio, más era querido por los hinchas de los distintos clubes en los que jugó: Botafogo, Corinthians, Flamengo, Portuguesa, Olaria. A todos daba la impresión de que Garrincha no jugaba para ganar, sino para alegrar a los que iban al estadio, a la gente del pueblo que nunca lo juzgó ni nunca lo pifió cuando empezó el declive.

Murió a los 49 años, agobiado de deudas, enfermo, totalmente alcoholizado. Sus restos fueron velados en el Maracaná, y cientos de miles de hinchas acompañaron su ataúd hasta el cementerio. En su tumba, alguien colocó un epitafio que dice “Aquí jaz em paz aquele que foi a Alegria do Povo, Mané Garrincha”.

 

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