En mi cuento “Confesión de Florcita”, la protagonista de ese nombre espera con una maleta un taxi en la puerta de su casa. No aguanta más a Santiago, su esposo, y va a dejarlo.
Las razones son muchas: su “amado consorte” es alcohólico, desaparece de la casa durante días, no trabaja y supone que le ha hecho un gran favor al casarse con ella. Llega con amigos a medianoche y le ordena que prepare su plato favorito aunque él no le haya dejado el diario “y si esta situación no le gusta a ella, ya sabe lo que tiene que hacer porque la maldición de los hombres son las malditas mujeres, y aquí se acaba la historia si esos no son tus pareceres”.
Esta relación de agravios dura ocho páginas y es recitada por Florcita ante un amigo de la pareja que quiere disuadirla de su decisión. En la página novena, luego de su largo monólogo, la mujer dice que se va a poner maquillaje para despedirse de Santiago personalmente y hacerle conocer su decisión irrenunciable. Y lo hará también “para pedirle que comprenda, para que sepa que no voy a volver con él, para suplicarle que se ponga tranquilo y que no llore porque los hombres no lloran, para hacerle entender que para decir adiós sólo basta con decirlo…”.
Sin embargo, el lector se quedará dudando luego de la última frase de la protagonista: “Para todo esto, lo estoy esperando, pero, Dios mío, ojalá que llegue pronto antes de que se me vaya a pasar esta cólera”.
La historia de Florcita me hace recordar el acontecimiento político de nuestros días. Con una sólida unanimidad, en la que participan incluso miembros de su grupo político, se ha dicho que el presidente Humala ha perdido la última oportunidad de hacer las cosas bien.
Una autocrítica de su parte y un anuncio de metas alcanzables habrían sido suficientes para hacerlo pasar a la historia. Sin embargo, lo más probable es que los historiadores de mañana tengan dificultades para pronunciar su nombre y apellido, y se convierta él en un presidente olvidable o en un olvidable personaje que durante cinco años fue siempre un ex presidente.
Las 59 páginas que leyó con voz cansina no tenían orden lógico. Nada proponían. Se referían a supuestos logros no muy verificables como por ejemplo la erradicación de los cultivos ilícitos de hoja de coca en el VRAEM.
Nada dijo el mandatario sobre el funcionamiento de la economía ni acerca de las relaciones del ejecutivo con los gobiernos regionales, el Congreso o el Poder Judicial, en todas las cuales se ha notado cierta tirantez. El mensaje presidencial fue una burla al gremio magisterial y fue desalentador en materia laboral, según lo han expresado dirigentes de los sectores, y por fin en materia de seguridad ciudadana nos dejó con la impresión de que no podemos esperar nada de su gobierno frente a la delincuencia organizada y que tal vez la mejor medida de seguridad que podemos adoptar es encerrarnos bajo cuatro candados.
No se podía esperar mucho en cuanto corresponde a derechos humanos porque el presidente no parece indicar que los conoce o los ha estudiado. Y, por fin, podemos concluir en que no hubo incremento a la remuneración mínima porque éste fue, en verdad, un discurso mínimo.
Da un poco de miedo pensar en el futuro. El fracaso del señor Humala, a cuatro años de gobierno, no es tan sólo suyo. Es el descalabro del neoliberalismo impuesto por la tiranía criminal de Fujimori y continuado por sus herederos Toledo, García y Humala. De todo ello y ellos estamos hartos, y somos hartos los que estamos hartos.
Y sin embargo, si ahora el señor García y la representante del señor Fujimori discuten sobre cuál de ellos robó o mató menos, y pese a ello son candidatos, puede ser que dentro de cinco años el presidente de ahora o su esposa intenten el segundo debut. La palabra grandilocuente de García, el tufo alcohólico de Toledo y las dificultades de dicción del señor Humala repiten el mismo mensaje: el Neoliberalismo está llevando al descalabro del Perú.
Y puede ser también que, a despecho de todo lo que hemos dicho en estos días sobre este gobierno y sistema, le otorguemos otra vez el beneficio de la duda, y que digamos como dijo Florcita, “Dios mío, no permitas que se me vaya a pasar esta cólera”.