Una de esas convulsas tardes de marchar sutepistas, tomé rumbo por Abancay, pretendiendo -iluso de mí- encontrar un taxi libre por el camino. Así mis pasos se detuvieron en sobresalto al cruzar la fábrica de los Piana y tropezar corazón galopante, con un trozo semi vivo de mi historia palomilla.
Si pues, era el Cine “Variedades», más bien lo que iba quedando de aquel hervidero de cowboyadas y alborotadoras series de combo y patada, una de las cuales era “Los Temerarios del Círculo Rojo”, cuyas hazañas acrobáticas, competían con las nuestras en la última fila lateral izquierda, donde vivíamos domingo a domingo, las emociones inolvidables de la adolescencia enamorada. Se entenderá entonces, porqué mi aventurero corazón experimentó un severo cucharonazo, para que me acuerde la inolvidable.
Y cómo olvidarla primo si fue aquella reina de belleza, cortejada por galones peso welter, que me hizo el indecible honor, de preferirme cuando yo, matachín de catorce, apenas orillaba el peso ligero, entre los alumnos trompeadores del maestro Juan Álvarez Alarcón, inmortal para aquellos que alguna vez subimos al ring.
La cosa fue en plena esquina Mapiri-Cotabambas, donde yo esperaba a mi patota, cuando alcancé a atisbar en la esquina del frente, a la chica más bella que hubo caminado entre Paseo de la República y el monumento a Manco Cápac. Yo, nunca me hubiera atrevido a lanzarle un piropo, ya que de mirarla nomás me quedaba más lelo que “Simón El Bobito” que fue turronero.
Y sin embargo, ella me llamó con un gesto de su izquierda enjaezada. Y yo, incrédulo como liberto yoruba, me toqué el pecho y ensayé: ¿Es a mí?, “Si a ti, pues” ¿A quién va a ser?
Y entonces yo, como trepando nubes, atravesé la pista, para quedarme paralizado ante ella que sonreía, para decirme: “mañana te espero en el “Beverly”. Y apenas alcancé a ensayar un cabeceo perplejo, como volviendo de un sueño .Y me quedé (en opinión de mis hermanas que tampoco lo podían creer), con la boca abierta, hasta que fue domingo y las tres de la tarde.
A esa dichosa hora que debieron enmarcar en algún calendario, la vi aparecer como el hada de los cuentos, más bella que si cabe que la noche en que ella decidió que yo fuera su “Gilberto”.
Debutar en la solemne sombra de “lateral izquierda”, era como pisar la arena de los gladiadores, o titularse de faite entre los “expertos en manualidades”.
Aquello, no sólo parecía, ERA, todo un apartamento cuasi independiente de la arquitectura del “Beverly”, donde podías “chapar”-como se dice ahora- sin tope ni medida y sin que nadie se ocupara de tus cosas hasta que no se pendieran las luces, anunciando “The End” de lo que hubiera estado pasando.
Salí del del cine, medio turumbo. Casi no podía creer lo que había sucedido en mi vida. Acababa de doctorarme como gil de la más guapa del barrio y qué digo, de todos los barrios que me tocó recorrer por aquellos tiempos sin medida.
Y de ahí en adelante, nada me importó el odio cerril de mi cuasi suegra, ni los torneos pugilísticos con mis rabiosos cuñas, ni nada. Ella me amaba… o así parecía ser. Y eso, era todo.
Cuando yo pasaba embracetado con mi “gila”, el vacilador Gerardo Cañola me gritaba “mucho lote”, como para que no me la creyera tampoco, pero lo cierto, es que yo me la creía y la gozaba además.
Después, el cómplice destino, me ubicó vendiendo telas en un rumboso almacén del centro, en tanto a ella, la puso de vendedora estrella en otro almacén cercano.
Y entonces pues, íbamos y veníamos, al trabajo y del trabajo, robándonos un tiempito, para pasear y besarnos, bordeando una estrecha callecita que hace corte al Parque Universitario.
Nuestro amor perseguido, sobrevivió a toda clase de lances, hasta que para consolar un mal pleito -celos de carnaval y esas cositas- fui a parar al ejército. Y aunque la extrañé como un diablo, casi llegué a perder la esperanza de volver a besarla.
Error mi estimado. A mi primera salida de franco, ella no sé cómo, me estaba esperando a mi bajada del tranway.
Y retomamos lo nuestro, pero su vieja también, hasta que un día no la vi más. Yo también seguí mi rumbo y me embarqué en el Periodismo. Y cuando ya era, digamos, famosillo, ella, la inolvidable, se apareció en la puerta de UH y como siempre, me dijo: “Vamos” y yo, tranquilo nomás carretita de los valses cavagnaros, me fui con ella. Teníamos 24 para entonces, pero nuestros sueños quinceañeros seguían volando hasta unos meses más.
Después se fue como los años de gloria del “Beverly”, que ahora agoniza clausurado y ni los big boys del palabreo evangelista, lo han querido comprar. Cosas de la vida, oiga usted.
Ya los cines de mi barrio se han ido derrumbando y muchos de mis sueños también. Pero no hace mucho -y no sé cómo- ella consiguió mi telefúnken y me ha dado cita en nuestra vieja esquina. La cosa es para pronto y… la verdad, tengo miedo.
Como cuando iba a subir al ring, para bailar a un mastodonte imprevisible, de esos que nos echan a los blanquiñosos en los pueblos de la Sierra.
Pero… ¿ustedes creen que faltaré a la cita?… Después les cuento… ¡zapatazos!