Aprendí las virtudes del optimismo, luchando por la vida, desde que aún no dejaba de ser un niño. Por eso me indigné cuando un infectólogo, recién consagrado Ministro, dijo en su inicial discurso: “Tarde o temprano, todos vamos a tener el virus”, -en otras palabras de castellano castizo: “todos vamos a morir”-dijo.
Como si un General dijera a los combatientes que van a entrar en batalla: “No se preocupen. Van a morir todos”.
Si en mis manos hubiera estado la decisión, mejor no les cuento el destino que hubiera sufrido dicho caballero, quizás producto de una desordenada sociedad, cuyos integrantes, eluden sistemáticamente el Servicio Militar y por eso, no tienen idea de lo que significa una guerra. Más aun, tratándose de enfrentar a un enemigo, no sólo despiadado, sino, además invisible. Yo, felicito al Presidente Vizcarra, por todos los desesperados intentos encaminados a frenar la atroz pandemia que azota al mundo entero. Y aplaudo con todo mi corazón a nuestras Fuerzas Armadas, a la Policía Nacional, a los señores médicos y al valeroso personal que los secunda, en cuyas filas ya debemos lamentar numerosas víctimas y una dolorosa cifra de contagiados. Pero, al igual que la mayoría de ciudadanos, estoy muy lejos de ver un balance favorable a esta desdichada situación absolutamente inédita. Más aun, viendo que países del primer mundo -dotados de brillantes sistemas médicos, además de ingentes recursos económicos-, tambalean en la lucha, por la sencilla razón, de que nadie esperó jamás que algo así pudiera golpearnos a nivel global. Hay quienes sostienen que esta terrible plaga –que en breve podría alcanzar los niveles catastróficos de la “peste negra”, que abatió a la tercera parte de la población europea, allá en los tiempos medievales, no es más que una consecuencia de la “suí géneris” dieta de chinos y tailandeses, pero los orientales, lo niegan empecinados, lo cual, los enfrenta dramáticamente a Donald Trump. Y es en estos días, que compruebo, cuan cierto es aquello de que la realidad, puede, de pronto, superar a la fantasía. Pensemos en “La Peste” del talentoso Camus, que nos advirtió, contra el aciago destino, que dijo: “puede, en cualquier momento, enviar a sus afiebradas ratas, a morir con nosotros”.
Y para los jóvenes, resultará ilustrativo, leer -en vez de jugar al pin ball- a un connotado autor de nombre Richard Matheson, que militando en la triunfal ola de la “Ciencia Ficción”, allá por los vibrantes sesentas, se atrevió a lanzar al mundo, la estremecedora novela “Soy Leyenda”, que presentaba a un postrer sobreviviente de un mundo invadido por una incontenible horda de feroces híbridos de zombi y vampiro, que deambulaban por las ciudades convertidas en “edificaciones fantasmas”, buscando a los escasos sobrevivientes, para despedazarlos a dentelladas.
Recuerdo, que por aquellos lejanos días, el inteligente periodista Alfredo Fernández Cano, retornado de París, -nada menos-reparó en mí que hacía mis primeras armas en nuestra maravillosa profesión, para decirme: “Oye muchacho. Tú tienes garra de escritor. Trata de leer “Ciencia Ficción”. Lee a Ray Bradbury, a Sturgeon, a Richard Matheson. Aprende la técnica del párrafo corto, la gracia de los párrafos concretos y sobre todo, la magia de los finales poéticos. Seguí su generoso consejo y me leí de punta a punta, toda la colección de este género narrativo, que estremeció Europa y a mí -por lo menos- me enseñó mucho y lo agradeceré por siempre.
Pero, -a lo que íbamos-, jamás me hubiera imaginado que el argumento esencial de “La Peste”, o “Soy Leyenda”, terminara por señorear en el mundo que por esos viejos tiempos, coreaba feliz las diabluras de “The Beatles” y bebía la belleza incomparable de los relatos de Borges.
En 1962, «Última Hora» descubrió a la «B.B» peruana, que en efecto, se parecía mucho a la hermosa flaquita francesa que encendió la “Bardolatría” en todo el mundo. La “nuestra”, claro, era una “B.B” a la peruana. Y cuando una de esas tardes románticas, quise contarle lo que estaba leyendo, ella, con una quieta filosofía sin destino, me dijo sonriendo esplendorosa: “Gracia a Dios, algo así no sucederá nunca entre nosotros”. Yo, tampoco creí entonces, que aquella hermosura, pudiera irse de mi vida, tan pronto y para siempre. Pero así fue. Lo increíble, pues, no sólo pertenece al imaginario dominio de los que escribimos sueños. Eso, empieza a ser, lo aterrador de la vida real, amables lectores.