La chacrita

 

Esta es una historia común, la de un peruano como muchos otros que abandonó la chacra familiar y se vino huyendo del terrorismo.

En este caso particular, él huía también de la ignorancia según su propio decir.

“Éramos muy ignorantes, cómo hemos podido vivir de esa forma, imagínese que usábamos mecheros de kerosene que era muy peligroso, figúrese que uno a veces se quedaba dormido y de milagro no nos hemos quemado”.

“Al despertarnos teníamos toda negra la nariz, figúrese cuánto humo hemos respirado, mucho peor que fumar”.

“Cocinábamos con leña y en el mismo cuarto teníamos la cama, la cocina y los cuyes, caminábamos con cuidado para no pisarlos. Qué ignorantes, cómo podíamos vivir así”.

– ¿Cómo salió de esa vida?
– Salí cuando me escapé, por el terrorismo fue que me escapé.

El testigo prosigue:
“Nos pedían plata, cupos para no matarnos y nos pegaban para que les demos plata. ¿Qué les íbamos a dar si no teníamos?”

“A mí no, porque era chico, pero a mis padres sí. Teníamos miedo, yo me escapé. Toda la familia se fue escapando”.

– ¿Acaso no sabían que eran pobres? No entiendo por qué les pedían dinero a ustedes.
– Teníamos una chacrita que daba bastante fruta, era por Chanchamayo. Eso sí, bastante fruta hemos comido, pero plata teníamos a las justas.

De remota procedencia andina (tal vez del valle del Mantaro), este ciudadano pertenece a una de tantas familias que llevaron aferradas sus costumbres cuando bajaron hacia la selva alrededor de los años 60.

El testigo insiste en culpar a la ignorancia y no a los gobiernos ni al capitalismo ni a la suerte, por los malos recuerdos que guarda de su infancia. Vivíamos mal por ignorancia, repitió más de una vez durante nuestra breve charla.

Fue imposible obtener más detalles, porque se trataba de un taxista que me estaba conduciendo desde un punto de Lima a otro cercano, a no más de 10 minutos. Quedaron en el aire muchas preguntas sobre la vida en su tierra y la ignorancia culpable.

Los pobladores urbanos hemos visto imágenes de aldeas de las zonas más altas y abandonadas de la mano divina, donde una agricultura de supervivencia les da un parco sustento a las familias, en medio de friajes y heladas, donde lo único abundante es la escasez.

Pero en una zona de clima acogedor y tierra fértil como la ceja de selva, con acceso a poblaciones bien abastecidas, es incomprensible que familias propietarias de una chacra, aunque pequeña, vivan hacinadas en un solo cuarto con animales incluidos.

Las costumbres campesinas ancestrales son difíciles de entender para los citadinos. Tienen el rasgo positivo de guardar relativa armonía con el ambiente, mantener la cohesión familiar y comunal y los valores de cooperación y reciprocidad.

En cambio, la innovación para procurarse comodidades no figura entre sus prioridades, por el contrario, se aferran a costumbres que no están dispuestos a modificar. Por eso, muchos jóvenes emigran y los padres se sienten traicionados.

Un estudio de Hermann J. Hillman“(Las Estrellas no Mienten, Agricultura y ecología andina en Jauja”) presenta una visión de las costumbres campesinas que para los habitantes urbanos pueden sonar a mitología.

Un campesino de Jauja le cuenta a Tillman “queremos tanto a esos animalitos (los bueyes de la yunta, los asnos), que hasta les damos los nombres de los familiares, y en el Santiago (la fiesta del marcado de los animales y a la vez, del cumpleaños de todos ellos, el 24 de julio) hasta tenemos que saludarles por la radio, porque nos prestan tanta utilidad”.

“Los queremos como a los hijos y hasta más, a veces los hijos son ingratos, por eso los queremos a estos animalitos”.

Otra costumbre revelada a Hermann Tillman se refiere a los ritos de la siembra:

“La sembradora, antes de echar las papas, o el que va a sembrar trigo, antes de echar el primer grano, siempre de este a oeste, por el sol, hace una cruz con su pie izquierdo. Según la cruz que has hecho van a decirte si la cosecha va a ser buena o mala.

“Esto es según la clase de tierra porque hay tierras duras, difíciles, tierras que llaman el mishqui-mishqui, que son muy difíciles”.

Esa cruz hecha con el “pie izquierdo” es un gesto típico de sociedades rurales tradicionales: Combinar lo técnico con lo ritual, como hemos comentado antes en otra columna.

La recopilación de testimonios reunidos en el estudio de Tillman es bastante reveladora del modo cómo la gente del campo está unida a la tierra, cómo opera esa simbiosis que hace a las personas vivir por y para una parcela. Aparte de eso solo existen las fiestas patronales, sus únicos momentos de expansión.

Tiempo y energía para mejorar la vivienda, no hay, tampoco es prioridad dentro del enfoque comunitario de estos pobladores.

Para el taxista de esta historia, ese modo de vivir apiñados con el humo de la cocina y del mechero y además con los cuyes y la cama, todo en el mismo cuarto, es pura ignorancia. Y le molesta recordarlo.

El tema es complejo; felizmente los últimos gobiernos han realizado –unos más que otros– programas de mejoramiento de vivienda y de saneamiento rural. Pero hace falta ir más allá.

Uno de los roles del Estado es velar por el bienestar de la población aún a costa de sus costumbres ancestrales, cuando está de por medio la salud de las nuevas generaciones. Que tengan por lo menos la opción de vivir una infancia feliz.

 

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