El padre Manuel Carreira fue un hombre de mundos aparentemente opuestos: el del púlpito y el del telescopio, el de la oración y el de la ecuación. Su vida fue un puente, una demostración viviente de que la fe y la razón no solo pueden coexistir, sino que se enriquecen mutuamente. Este jesuita español, que falleció en 2020, dedicó décadas a desarmar la supuesta batalla entre la ciencia y la religión, presentándose no como un teórico, sino como un protagonista de ambos bandos. Su legado se centra en una idea tan simple como profunda: el conocimiento del universo, lejos de alejar a Dios, puede acercarnos a él.
Su trayectoria académica fue tan impresionante como variada. Tras su formación como jesuita, se sumergió en el estudio de la física, obteniendo un doctorado en la Universidad Católica de América. Pero no se detuvo ahí. Su pasión por el cosmos lo llevó a colaborar con la NASA como asesor, participando en proyectos que le permitieron explorar los confines del espacio, no solo con los ojos de la fe, sino con el rigor de la ciencia. Esta dualidad lo convirtió en un interlocutor único, capaz de hablar con la misma solidez sobre las leyes de la física que sobre las verdades de la teología.
Durante 15 años, formó parte de la directiva del Observatorio Vaticano, una de las instituciones astronómicas más antiguas del mundo. Allí, en un ambiente donde la espiritualidad y el conocimiento científico se dan la mano, pudo consolidar su visión de que la ciencia nos muestra el “cómo” del universo, mientras que la fe nos ilumina sobre el “porqué”. Para Carreira, cada nuevo descubrimiento científico no era una amenaza a la existencia de un creador, sino una nueva evidencia de su ingenio y su poder.
Una de sus principales herramientas argumentativas fue el Principio Antrópico. Este concepto científico, que observa el increíble «ajuste fino» de las constantes físicas para que la vida pueda existir, se convirtió en una de sus pruebas favoritas de un diseño inteligente. Carreira no dudaba en señalar que la probabilidad de que el universo, con todas sus leyes y variables, se hubiese configurado de manera tan precisa por pura casualidad, era prácticamente nula. Para él, esto era el rastro de un Creador, una huella indeleble en la cosmología.
Sin embargo, su trabajo no estuvo exento de matices. Aunque muchos compartían su visión de que la ciencia y la fe pueden convivir, sus interpretaciones del Principio Antrópico generaron debates. Mientras él lo veía como una evidencia teológica, otros científicos plantean explicaciones alternativas, como la teoría del multiverso, que postula la existencia de infinitos universos, lo que aumentaría las probabilidades de que en alguno se den las condiciones para la vida. No obstante, estas discusiones no disminuyeron su estatura intelectual, sino que la reforzaron, demostrando que sus ideas eran un punto de partida para una conversación rica y necesaria.
A lo largo de su vida, Carreira se dedicó a la divulgación, impartiendo conferencias en todo el mundo. Sus charlas, siempre didácticas y entretenidas, atraían a públicos de todas las creencias y formaciones, fascinados por su capacidad para explicar conceptos complejos de física y teología con claridad. Él era la encarnación de la idea de que la verdad tiene muchas caras y que todas ellas pueden ser observadas, ya sea a través de un telescopio o en la quietud de una meditación.
La herencia del padre Manuel Carreira es un recordatorio de que la curiosidad y la espiritualidad no son enemigas, sino aliadas en la búsqueda de la verdad. Su vida nos enseña que el camino hacia el conocimiento es vasto y que se puede recorrer con la mente abierta de un científico y el corazón de un creyente. Al final del día, su mensaje perdura: el cielo, con todas sus estrellas, sigue siendo un lugar donde se puede encontrar a Dios.
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