Café Haití: Mozo, otro bloody mary

 

Conocí a Abdón Quispe de rojo. El rojo del Bloody Mary, en ayunas. Quispe era el mozo más antiguo del Haití, el café de Miraflores que tiene más de medio siglo. Quispe ordenaba la atención del establecimiento desde la 7 de la mañana y esperaba mi llegada. De un tiempo sólo me saludaba y me servía lo mismo. Era sabio como los buenos mozos porque me hablaba cuando me vía contento y no decía palabra las pocas veces que llegaba amargo. Quispe era mi cómplice más que socio y mi sicólogo más que barman.

En el verano de 1962, al inicio de la bajada a los Baños de Miraflores, llegué al café de la mano de unos tíos. Yo venía de Surquillo en los extramuros de la alameda Ricardo Palma. El Haití fue un deslumbramiento. Junto al cine El Pacífico me arrebataron la infancia. Con el tiempo dejé los helados y las bizcotelas. Con los años Quispe me enseñó que el rojo era el color de la memoria y el Haití, el territorio mayor de los afectos, un templo del querer.

En la escritura del primer Vargas Llosa –desde Los Jefes pasando por Los Cachorros y hasta La Ciudad y los Perros–, se esparce la geografía miraflorina. El área tiene aromas a calles arboladas, casonas rumorosas, uno que otro cine, y el brillo del Café Haití. La escenografía se completa con jóvenes deseosos, muchachas erizadas, rockanroleros pelirrojos.

Y cierto, aquella fue mi educación sentimental-escribal. Las calles Porta y Ocharán, los parques Central y Salazar. Aquella literatura era soleada o de nieblas porque Vargas Llosa casi no describe la noche. Varguitas se acostaba temprano. Aún así, el Haití forma parte de su firma aunque el tomaba milkshakes y sodas. Sus personajes eran su alter ego mirándose en los espejos del café. Y cuando hablaba de las enamoradas todas eran asexuadas –Reibeyro es más arrecho–. Sólo sus damas de vagina habitan en La Victoria o Lince. Cuando cita burdeles o cinemas de barrio, siempre se equivoca.

Pero Vargas Llosa tiene razón. Lima no es urbe de cafés –Santiago o Buenos Aires se la llevan de encuentro–, sí de bares. Los pocos que se nombran hoy están cerrados o se convirtieron en farmacias. El mismo Haití tenía otro local al costado del Palacio de Gobierno y ya no existe más como no existe el Centro de Lima. Otro peruano apóstata y otro imaginario han desplazado de la capital su prez y su solera. Lima cuadrada fue tomada por los cholos –incluido mi padre– los que a su vez llegaron desplazados y hambrientos de otros terruños y de otros lares.

En otro lado he afirmado que Lima no tiene ni cafés ni tiene novela, sí poesía. Conversación en la catedral de MVLl. y En octubre no hay milagros de Oswaldo Reynoso son las únicas novelas-urbe. La geografía del músculo literario, del que digo al principio. Por eso lo limeño no goza de cimientos urbanos en la cartografía de su prez, no como en los valses de Chabuca Granda, por ejemplo, y sí es profuso en su nerviosa melancolía, aquella prostituta de los recuerdos.

Los espacios urbanos públicos son privados. En Lima de hoy el mercado barato de la carne ha forjado la pandemia urbana de los hostales. Los besos de los parques también habitan en la exclusión proterva de las rejas. Por eso Lima ha generado un sentimiento de lo “caleta”, un síndrome amariconado, una filosofía de monja arrecha que espera esconderse en la 4×4 del gerente y una práctica de la tarántula, ese arácnido que abre las piernas para trepar. Los bares y los cafés son la salvación. Se asiste con tenacidad porque ya no hay lugar en este cielo citadino y si es de noche mejor. Su cultura vicaria remplaza al diván y al confesatorio.

La Lima de Valdelomar o de César Moro o de Raúl Porras Barrenechea era entendida como una comunidad rigurosamente oral. El limeño era conversador y desparpajado, respetuoso y conchudo simultáneo. La lengua secuaz forjaba la metrópoli y no al revés. Hoy habitamos en el espacio contrario y contratiado. La tramoya limeña de hogaño construyó un habitante silente, pusilánime y cojudo. Qué hubiese dicho Ricardo Palma o Adán Felipe Mejía “El Corregidor”, si nos vieran en silencio. Nada, que así como el burdel, el valse criollísimo, la picante oralidad limeña, no existen más.

Así, la tesis que denota al limeño de hoy lengüilargo, según la escenografía urbana, porque tiene la mano en la oreja a partir de los teléfonos móviles, es falaz. Yo digo que sólo se conversa mirándose a los ojos, cuán distinto es hablarle a un aparato. Los smartphone, en definitiva le han restado al limeño dilección. Por eso los bares y algunos cafés como el Haití resultan los bolsones de resistencia contra esa mudez de Babel que nos convierte en sordos de solemnidad.

Insistiré con que el café es el reducto o burladero cálido contra la agresividad de la calle. Pero debo parafrasear a Savater, en aquello que los cafés son de esencia maternal, hospitalario: vr. gr.: sus asistentes necesitan de un temperamento robusto para no ser abrigados y anulados por esa aterciopelada matriz. Uno grita en semitonos regulables. Uno raja con sonrisas. Uno seduce enseñando los colmillos. Uno enamora como rezara a Santa Rosita. Uno espera a la amante que tarda porque está enamorada y eso es bueno para los amores contrariados mientras se pide el último café.

Recontra insisto: Que con el Haití se cumplen los 5 requisitos de un antro decente. Aparte de un barman magistral, es necesarios excelentes piqueos. Es imperioso mozos silentes, además, un sabio como administrador y una barra con estribo. Yo me permití adicionar 2 condiciones más como un par de senos implantados a Tilsa Lozano. Amplias ventanas para el fashion autofachoso y mesas en la vereda para rozar de ojos los cuerpos del delito púbico antes que público.

Ahora, reposado de años y enamorado de una dama trujillana, desde una de las 35 mesas observo el tráfago del barrio diluido aún acomodado. Ya no es el Miraflores de Julio Ramón ni existe los grandes discurso con Toño Cisneros ordeñando las gotas finales del yerro curalisio. No obstante, con Lima contrahecha, el Café Haití goza de buena salud a pesar de ser testigo de 13 presidentes de la República como 13 países distintos y con una manga de rateros planeando la vuelta desde las modernas cárceles de mi ciudad.

Hay otros antros, más fichos o de ambiante, no me interesa. El Café Haití luce desde siempre la elegancia y esplendor art-deco y reza en una de sus paredes de madera enchapada: “capacidad 250 personas”. Aquí la fauna cambia con las horas. Los tufos se amanceban según corre el día. Por las mañanas los planilleros hush puppies de corbata y preocupación bursátil; al mediodía los maduros prostáticos del safari cárnico; en las tardes las tías dedo meñique, por la noche la bohemia ochentena en fusión con el onegeismo ligth; más tarde la gente retro sport chic, las de la ‘lipo’, los detectives salvajes, los perfectos solitarios en la borrasca final de su último verano.

Otros cafés existen allá y acullá. Ninguno como el Café Haití. Los postmodernos se irán a Larcomar, a Dasso, al San Antonio, al Tanta, a La Bombonniere, al Pharmax y hasta al Bohemia. Los hipermodernos, a la manera de Lipovetsky, recularán en el chisme canicular de los antros de Asia y su surfing racista. Pero de ellos no hablo porque ya no son limeños. Yo que persigo el pátisserie & delicatesse de mis 50 años, digo que mientras el mozo Quispe exista no me faltará el púrpura escarlata del Bloody Mary en mi mesa del Haití, mis amigos de Hora Zero celebrando el último libro de Jorge Pimentel y una mirada pernil desde otra mesa en el salón de damas a ver si soy yo aquel que ya no solo sueña que la besa.

 

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