Carlos Ostolaza se aparecía con una de sus pinturas puntualmente a las doce del día en la Bodega Queirolo del Centro de Lima. Educado, saludaba a todos incluso al mozo Pachín. Y hablaba del mexicano Cuevas y luego pasaba a Picasso y terminaba con Humareda. Un artista, de fuste y fondo. Ostolaza sabía caminar su ciudad y era esa Lima contrahecha y amorfa del desborde popular, de la industrialización y caos, carente de una pintura que la fijase. Ostolaza entonces descubrió un trazo pero más un color. Aquel pigmento como esmalte de la velocidad de la urbe atrapada en la irisación de su lienzo tan personal.
Cada ciudad tiene su pellejo, su aroma, su coloración. Del cielo no hablo que es cosa de Dios. Cada ciudad respira y se agobia y revive y agoniza pero ahí está, con sus rostros, sus angustias, sus chillas y sus cantos. Y de Lima se dice que es gris, sombría y desapacible. No creo. Tengo el rosa de la Plaza de Acho en mis ojos, el nazareno de Pachacamilla en el alma, el azul de sus bares en mis papilas. Y oigo el sonido de los pasos de Martín Adán sobre las aceras, los de Sebastián Salazar Bondy y antes los de Porras y luego de Aurelio Collantes y de “Veguita”. Y resuenan como tropel los galopes de Humareda, de Polanco, y sobre todo, de Carlos Alberto Ostolaza, pintores de mi ciudad, artistas de mis arterias, burgomaestros de mi urbe, hoy inútilmente recuperada.
Carlos Alberto Ostolaza Martínez realizó su primera exposición en 1969 en la Galería Pancho Fierro antes de egresar de Bellas Artes con la especialidad de pintura. Inmediatamente se hizo de premios. Desde esa vez, se vinculó a los poetas del movimiento Hora Zero con los que aportó en el cuestionamiento de los resortes culturales que operaban en ese tiempo en el Perú. Luego su pintura se ha mostrado en decenas de galerías del Cusco, de Trujillo, de Arequipa. Pintor de resplandores, estuvo en México y se exhibió en Detroit, en Austin, en Texas, en Mont Vermont. Luego de 1987 cuando obtuvo premios en Illinois, expuso en Galería Praxis (1998, 1999, 2003). Casona de San Marcos (2008) y en muestras colectivas realizadas en Bolivia, Ecuador, Colombia, México y Venezuela.
Existe una conexión intensa con la carga que nos dejara Sérvulo Gutiérrez y Víctor Humareda. Para Ostolaza dice que esa herencia colosal en la pintura peruana no encaja con la noción de arte que se usa hoy. Entonces siempre nos decía que Sérvulo era el día y Humareda la noche. Que son expresionistas muy personales amén de ser excelentes dibujantes como pocos existen en la pintura peruana. Pero cierto, ambos existen Me interesan más por sus anécdotas que por un estudio serio de sus obras. Y entonces había una queja contra este sistema despótico de galerías y comerciantes que castran y laceran a los jóvenes artistas. Y todo ello está denunciado en un solo trazo, en una sola estructura, es una composición del maestro Ostolaza.
Y escribo de Carlos Ostolaza porque es ‘mi mayor’ y lo conozco de cuando era universitario. Ostolaza, zambo de los Barrios Altos, jirón Junín, cuadra 12, la calle de Felipe Pinglo Alva, “La Quinta de la Candelaría”. Ostolaza de la Escuela de Bellas Artes, de duendes en sus marcos, de plumas en sus dedos. Ostolaza, hijo de limeño y chinchana. Jugador de básquet en el recordado “Bilis” y que de niño escuchaba cantar a la viejita en Radio Restauración del barrio del Cuartel Primero, la tierra de Jesús Vásquez y Adolfo Suárez. Tradición limeña y modernidad universal, pero a color, con poesía integral, de complejidad discursiva y de pesadillas convertidas en sueño.
Ostolaza es zurdo y de manos pequeñas. Algunas veces le escuchamos decir que su temperamento no encajaba con lo que le habían enseñado sus maestros: “Yo utilizaba pinceles delgados, estudiando el dibujo y la forma. Y los profesores me obligaban a que pinte a los brochazos con una desesperación sin esencia. Y tuve problemas porque en la escuela fui tildado de conflictivos y rebelde. Pero esa es mi naturaleza. De esos días recuerdo el hallazgo de la finura de los muralistas, los mexicanos y los peruanos también, entonces aposté por el detalle, el semblante, las líneas curvas de las rectas. Y tuve la suerte de haber vivido en Lima, ese es mi más extraordinario laboratorio”.
Ahora que visito su taller, me recorre un soplete de frío, un helado fuego. Su pintura es recia, de inaudito horror, pero de vida acrisolada en luces que reclama más vida. Una niña rosada como imagen infantil de sugestión inocente, una monja química, su naturaleza viva, y sus puentes sobre un Rímac mudo de exuberancias. Toda Lima en sus lienzos, la desesperación de las miradas, las demencias en su trazo, la ternura de un Cristo morado que empapa a su comarca estremecida. Y hay un discurrir sobre sus colores, del plateado estentóreo, a la cálida mejilla de sus figuras antropomórficas. Y eso es Lima. Megalópolis, que le falta novela pero le sobra color y poesía.
Respeto la fotografía pero me solaza la pintura de mi Lima. Es verdad, no es abundante. Los pintores preparan exposiciones, los artistas solo el registro de su corazón.
Ostolaza es reacio a los habituales circuitos culturales. Y como pocos, más se lo conoce en Latinoamérica que en el Perú. Bienales y salones de Brasil a México. Y él, ahí en el Queirolo, dando cátedra de pintura, de muralismo pero más de vida. ‘Alat’ lo quería como lo ama Rosina. Lo queremos todos y aunque el zambo es alto y esquiva los cruzados como Alí, es tímido y se escabulle de las luces ajenas. Es que tiene su propia luz e inventó sus colores. Y esa práctica traduce el frío de las madrugadas, la humedad de los bolsillos, la brisa del desespero. Pero su trazo es tierno y abriga. Da consejos y amotina.
Ostolaza vive hoy con la poeta Rosina Valcárcel y es un lujo tenerlos de amigos. Y Rosina me cuenta que para setiembre de este año aparecerá el libro El ermitaño, un recorrido textual y pictórico por la obra de Ostolaza y que de editará bajo el sello del Fondo Editorial Cultura Peruana. Y cierto, es que faltaba una estudio organizado en torno a esa obra descomunal de Ostolaza donde se explique de ese mundo mágico en conflicto en el que habitan la mirada de esos niños deslumbrantes con rasgos andinos, negros y mestizo, de aquellas mujeres entristecidas, de los ancianos reposados de una ciudad como Lima que amotina y subleva.
Desde 1971 que lo escucho en tinta china, no hago más que decirme que se equivocan aquellos que dicen que mi ciudad no tiene color. Con la obra de Ostolaza, la conocida y la que ha venido ocultando, hay una marca palmaria que el arte no es de fenicios. Que su poesía no se malbaratea. Es su cinética un esplendor en mi urbe, su gama un hincón a mi costado izquierdo y su tintura, nada más que su ternura.
La naturaleza copia al arte
“Cuando tenía diez años en la casa había un cuadro que para mí era de Daniel Hernández, la figura mostraba a un fauno negro, oscuro con patas de cabra y un ser radiante de una belleza singular, al estilo Rubens, la piel blanca la que me llamó mucho la atención y dije: yo quiero pensar de ese modo, en liso y en relieve y mientras tocaba la parte de la mujer sentí la primera excitación para lo pictórico, la que me fue la inspiración para la musa y el enano, lo que quiero decir es que la naturaleza es la copia al arte. O sea lo invisible se hace visible. En cuanto a las técnicas de niño mis primeros dibujos fueron técnica lápiz, después mi madre me compró cuadernos Rafael y óleos”. / Carlos Ostolaza.
La magia de su trazo
Qué es lo que nos hace pensar con agrado sensible ante un cuadro de Ostolaza. Acaso es el color, el motivo, la factura o el encuentro de ambas cosas. Descubrimos cómplices una ternura permanente, una risa tímida que quiere ser carcajada, es el visillo por donde aguaitamos la posibilidad de la felicidad, son los personajes que llegan y se van con nosotros por las calles grises de Lima, por este ¿Cielo sin cielo? Se van a reír y jugar a escondidas y ahí los sorprendemos, en un bar, un conventillo, un solar, un callejón o bailando de noche en un patio desolado ¿Por qué no participamos de esos juegos? Parece preguntarse Ostolaza y esta pregunta nos la encarga a nosotros. ¿Si yo pinto, para qué hablo? Esta es otra pregunta que lo acompaña. Aquí está su lenguaje, su diálogo diario, el testimonio de lo que nos queremos decir a borbotones cuando llegue el día que ya está cerca, cuando tomados de las manos iniciemos la ronda de nuestro baile infinito. / Antonio Muñoz Monge
(Texto que salió publicado en VARIEDADES de El Peruano este viernes 8 de mayo del 2015).