César Calvo: Un rabioso jardinero del patio de letras

 

César Calvo fue un poeta fulgurante que nos dejó hace 16 años. Miembro de la Generación del 60, cuya obra refleja el interés de este grupo en usar imágenes de la cultura y sociedad contemporáneas en la poesía; además de incorporar, en algunas ocasiones, otras propias de su región amazónica natal. También su obra se relacionaría con su militancia de izquierda.

Al viejo le gustaba el vino, los cuentos de Chéjov, el boxeo y en esos días no entraba en su gozo: Mauro Mina había derrumbado por KO al negro norteamericano Eddy Cotton en una memorable noche en el Estadio Nacional y ahora estaba a tiro del título mundial de los Medios. Una tarde de abril, el joven poeta llegó hasta la pequeña librería que el viejo regentaba en el Parque Universitario. El poeta traía la noticia. A Mauro le habían detectado un desgarro en la retina del ojo izquierdo y jamás pelearían por el cetro universal. El viejo se puso triste. Entonces el poeta descubrió aquel paquete que escondía debajo del gabán beige. Era una botella de Volpolicella, el vino que Hemingway bebía en Venecia amando a la condesita Renata. Al viejo se le abrieron los ojos y el corazón. Así, el poeta sentencio: El amor da quitando lo que el vino quita dando. No dijo más. Desde esa vez fueron más amigos que nunca. El poeta estaba enamorado a su manera de su condesa y no era correspondido por una dama de la alta sociedad. El viejo confirmó con los años que lo mejor de la vida eran los amigos, la familia y la literatura. El joven poeta era César Calvo, el viejo, Néstor, mi padre.

En una ciudad asombrada de sí misma que crecía sin orden ni concierto. Una vieja ciudad de gente muy joven que cultivaba los gestos y las formas heredadas de un pasado remotísimo, mi padre administrando con prez su pequeña librería –una parada obligada por escritores de aquel Perú de fines de los cincuentas–de viejo. Viejo él, murió una tarde aún con el polvillo dorado de longevos textos en las uñas. Libros del amor para su vida. Viejo él, se despidió inédito –la sabiduría oral es silente– interrogando por la salud de su guardapolvo beige que colgaba cual insignia del honor en el perchero de su librería del parque Universitario, muy cerca al establecimiento de don Juan Mejía Baca.

Escribía poesía desde que se quedó detenido frente a los ojos de su abuelo paterno y se dijo que siempre sería poeta. César Calvo (Iquitos, 26 de julio de 1940 – Lima, 18 de agosto de 2000) fue todo un personaje, ingenioso a mansalva y loco por la vida. Esa fue su ideología y la amistad. Se deprimía por el país y sus gentes. Así decía que recuperaba su júbilo y su fuerza acordándose de sus antepasados pero reconocía que no tenía ningún derecho a la tristeza. Por eso impuso un verso de ritmo nuevo y de gran imaginación. Él y su generación fueron de esos escritores que vivieron muy rápido y con una vehemencia incontinente. Así fue su vida.

César Calvo, provinciano de/en Lima, ya desde aquellos años, era todo un personaje más allá de su elegancia inglesa [alguna vez confesaría que los seres dignos deben ser elegantes antes que dignos] o su voz estentórea y/o brillante que sumó a sus aspecto –era alto y perfilado—el misterio de los poetas enigmáticos. Así, poseía el don de la ubicuidad y estaba presente donde nadie menos pensaba y también desaparecía por temporadas del Patio de Letras de la universidad de San Marcos [epicentro de escritores e ideólogos sin edad y las ideas convulsas del país] o se alejaba de aquella pandilla de escritores inspirados y locos tiernos porque era así, un viajero impenitente. Ora mandaba una postal desde Buenos Aires donde exigía rigor para amar, ora alguien en el mítico y gigantesco bar Palermo juraba que el poeta había aparecido retratado en una revista brasileña del jet-set cuando asistía a una fiesta benéfica organizada por un conde de abolengo comprobado.

La universidad se San marcos tenía su emblemático Patrio de Letras y entre el crecimiento y la modernidad del país existía firme, y entre los años de la dictadura odrísta y sus maneras autoritarias, fue un espacio natural de resistencia. En Lima, la vida transcurría desencantada entonces entre su sarro espiritual y la suciedad del ánimo; al compás de las ofertas de la tienda Kelinda, las rarezas electrónicas de Musitrón, el catchascán en el Luna Park de la avenida Colonial, las hebras del velorio sonoro a lo lejos de Pedro Infante y un ritmo muy extraño que había traído un gringo llamado Bill Halley y sus cometas: el rock and roll y los grandes banquetes en los chifas de la calle Capón. En aquel tiempo, el postulante a la presidente de los EE.UU., Richard Nixon había querido visitar la añosa casona de San Marcos y los estudiantes se lo habían impedido a patadas. Calvo, se dice, estuvo en la primera línea de los jóvenes dinamiteros. El poeta siempre lo negaba.

En realidad Calvo, que fue un estudiante dedicado y que se entusiasmaba con la ingeniería química. Una mañana del verano de 1959, confesaría que se le cruzó la musicalidad de los elementos químicos y sus valencias y ahí, frente al maestro Raúl Porras Barrenechea, decidió en el examen de ingreso a San Marcos, recitarle Tristitia, el poema de Valdelomar y explicarle que él también escribía y cierto, que ingresó, aprobado por los tres jurados, pero ingresó a Letras y ese fue su asombro y desafío. Así, era pues aquella Lima la ciudad de la presentación de El Sexto, el libro que José María Arguedas escribió de sus experiencias en la cárcel capitalina y todavía no pasaban los efluvios musicales que dejara el maestro Igor Stravinski cuando llegó para dirigir la Orquesta Sinfónica Nacional.

Reynaldo Naranjo vive en una casa apacible y llena de calor y poesía. Ahora recordamos a César Calvo mientras el disco de vinilo gira y gira con la voz alta de Calvo: «Mi canto va en la noche/ luna encendida/ con la luz de tu cuerpo/ con la luz de tu cuerpo/ desvanecida/ desvanecida», frasea Calvo con su voz grave. En 1967, Naranjo y César Calvo grabaron con el acompañamiento de Carlos Hayre un larga duración en el sello R.C.A. Victor bajo el sello editorial El Río. Extraño que dos jóvenes poetas hayan tenido esta oportunidad y el disco existe pero sólo ciertos escogidos lo poseen.

Y eran más que amigos desde 1959 cuando se conocieron en el Patio de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Entonces Calvo llegaba con traje cruzado y corbatas de seda. Más allá de usar un fino bastón labrado, Calvo sorprendía por su forma de elegancia. Una noche de grupo, mientras la cerveza doraba sus gargantas, César Calvo confesaría que su abuelo materno regentaba una sastrería de alta costura y muy cerca de la Plaza de Armas. El abuelo me da permiso para probar los ternos antes de venderlos, les confió esa vez a Naranjo y Carlos Franco que lo interrogaban absortos en una chingana de una calle que se rozaba a la universidad.

Calvo escribía poesía desde que se quedó detenido frente a los ojos de su abuelo paterno y se dijo que siempre sería un gran poeta joven. Ya en San Marcos, tenía que ver con todos porque era un gran conversador y de una memoria sorprendente [Nicolás Yerovi lo describe como: ingenioso y alegre a mansalva, loco por la vida] y apenas atrapó la confianza de sus compañeros del Patio de Letras, los guío hacia un bar de japoneses que se ubicaba al costado del Salón Blanco, el café de los estudiantes más aplicados de la universidad. En verdad, el sitio no pasaba de ser una pocilga de mala muerte con un gran espejo biselado pero roto exactamente por la mitad. Calvo, una noche de viernes, entre el bullicio de las emociones desatadas levantó su copa de pisco y dijo en alta voz: «yo te bautizo como el Salón de los Espejos». Entonces, desde aquella vez memorable, el cuchitril agarró brillo con tan pomposo nombre y los poetas más corajudos se citaban a voces: «Nos vemos en El Salón de los Espejos».

El bar de marras tenía su discreto encanto y hasta allí llegaba Héctor Cordero y Velarde, surrealista personaje limeño que se hacía llamar Presidente del Perú, de Aire, Mar, Tierra y Profundidad. También aparecía el enloquecido sacerdote Salomón Bolo Hidalgo, un religioso pecaminoso hasta sus cachas, y se aseguraba que Martín Adán había escrito un soneto sobre una mesa de madera. Llegaban también cuanto chiflado necesitaba auditorio. Los jóvenes de traje a rayas y anchas corbatas, discutían con ardor hasta que se les quebraba la voz o se quedaba sin plata. Los muchachos de ese centro de estudios que soñaban con un país distinto y más justo. El recordado Alfonso Barrantes Lingán, un líder estudiantil innato o José Carlos Vértiz, presidente de la Federación Universitaria de San Marcos o los otros soñadores apristas que profesaban una ciega devoción por Haya de la Torre.

Un par de años antes, en San Marcos, el llamado Grupo Cahuide, suerte de célula militante de fachada, ocultaba a jóvenes preocupados por los dogmas marxistas. Ahí estaba un imberbe Mario Vargas Llosa, el joven Félix Arias Schereiber y la lúcida Lea Barba. Fue Calvo, en ese entonces, quien junto a grupo de comunistas adolescentes y otros poetas radicales, impulsaron la formación de Vanguardia Estudiante Revolucionaria que tiempo después lograron atraer a un grupo de belaundistas y otro de la Democracia Cristiana, para conformar el épico Frente Estudiantil Revolucionario, el FER. Calvo explicaría su militancia de esta manera: «En pleno ochenio, San Marcos era un bastión del aprismo. Quienes me llevaron a la Juventud Comunista fueron Carlos y César Franco que eran mis amigos. Héctor Béjar y Juan Pablo Chang que tenía años en la universidad, también eran mis amigos. Yo caminaba con Samuel Agama y Pancho Guerra. Después conocí a Javier Heraud que era de la universidad Católica y nos hicimos como hermanos a raíz del concurso El Poeta Joven del Perú».

Y el Perú no terminaba de restañar sus heridas del ochenio de Odría. San Marcos, para muchos, fue aquel campo de batalla donde las ideas se desbordaron y se oyeron en un país harto del autoritarismo. Este hecho histórico y este catastro universitario forjó una nueva actitud en los creadores que hicieron suya una gesta también histórica: la Revolución Cubana. El triunfo de Fidel Castro y la caída de Batista fueron celebrados tanto como suya por estos muchachitos de la palabra armada. Diría Calvo: «Me acuerdo que eran un deleite las clases de Raúl Porras y Luis Alberto Sánchez. Pablo Macera iba como asistente de Porras y se turnaban con Araníbar. Alberto Escobar me enseñaba interpretación de texto y yo lo admira mucho». Y los jóvenes poetas de la primera sección de la generación del 60 –incluyo a Calvo, Naranjo y tal vez, Corcuera–, siguieron la luz creadora de sus predecesores, Juan Gonzalo Rose, Gustavo Valcárcel, dos de los llamado «Poetas del Pueblo» o Alejandro Romualdo, aquel vigoroso escritor que luego de publicar La Torre de los Alucinados, se alejó del magnetismo del gran poeta Jorge Eduardo Eielson. Entonces, era los años del Centro Cultural Jueves y de los debates en el Instituto José Carlos Mariátegui, muy cerca de la avenida Tacna, donde la sangre literaria corría por la encendida pugna entre los poetas del real socialismo y los poetas puros.

Ella es bella y más bella todavía porque es poeta. En los años sesenta, adolescente aún, recuerda que Calvo incursionaba a menudo en las aulas de la Universidad de San Marcos para dar recitales de poesía. Ella admiraba al poeta que era alto, de tez bronceada, muy guapo, pero con el gesto ceñudo a lo Baudelaire. Entonces ella era hermosa y más hermosa todavía porque estaba enamorada de la figura de ese dandi vestido con traje blanco impecable, con la que a veces se cruzaba por el Jirón de la Unión. A sus diecisiete años, la poeta creía que era a ella a quien miraba dejándole impregnada de una aureola maldita. Cierto, ella inmediatamente lo relacionaba con sus poetas preferidos: Rimbaud, Verlaine y Lautreamond. Luego lo perdería de vista y no supo más de él. «Jamás conversé con él» dijo ensoñadora, pero afirmaba que su leyenda llegaba hasta ella a través de sus amantes y musas.

Pero San Marcos fue también el interregno de los fundamentalismos. El poeta Naranjo –a la sazón, secretario de cultura de la FUSM y Calvo fungía de secretario de RR.EE.–, recuerda aquella vez cuando regresó de Buenos Aires el poeta arequipeño Alberto Hidalgo [era un ser tan espectacular que hasta otro ser espectacular como Jorge Luis Borges lo detestaba]. Los apristas que todo lo controlaban no quisieron ceder el Patio de Letras para el homenaje al rapsoda alucinado. Los poetas enrumbaron al Patio de Derecho. Igual, los «búfalos» mostraron sus lanzas. Entonces Calvo asumió la defensa del visitante que estaba a punto de ser linchado y a carpetazos lo defendió jugándose entero hasta que el innombrable Hidalgo pudo escapar por el techo. Calvo no era amigo de Hidalgo; pero a un poeta no se le toca ni con el pétalo de una cachiporra, así dijo

Calvo que había nacido en las vísceras de la jungla en Iquitos en 1940, se acomodó –con su madre y hermanos– con una seguridad asombrosa en uno de los barrios con mayor prosapia de la Lima Colonia, el viejo jirón Carabaya junto al hotel Maury. Entonces fue coleccionado personajes en aquella galería de seres limeños desarraigados, sin brillo pero con historia. Seres que amaban el fútbol, los caballos, la timba y cantaban valses de Covarrubias y boleros de Ortiz Tirado para no perder la calma. Aquel fue su referente. Hombres agobiados de vida y que se mezclaban con sus miserias en los bares que los jóvenes poetas recorrían a la salida de clase. Entonces Calvo tomo distancia con los designios de las certezas, dudó de su destino y rompió los sortilegios. A él nadie lo aplastaría, además, tenía su familia, su madre que lo acompañó hasta su muerte y sus hermanos a quienes protegió sobre manera con su ternura.

Era también los tiempos de «Platero», un vetusto Ford rojo, coupé del año 32. El auto sin dueño que era de todos y para todos. Y los jóvenes sanmarquinos lo bautizaron así porque llevaba siempre un poeta al volante y porque suponían que su trote no era más veloz que aquel del ilustre burrito de Juan Ramón Jiménez. Calvo junto a Mario Razzeto, Fernando Tola, Arturo Corcuera y el mismo Javier Heraud le compusieron un himno que cantaban eufóricos y estridentes. Como recuerda Corcuera, los semáforos y los policías de tránsito lo odiaban. Las muchachas de la Católica y de San Marcos soñaban con cabalgar en «Platero». Una vueltecita con poeta y todo era parte de los ensueños de esas nerviosísimas estudiantes, románticas y primorosas.

Como le confesaría al poeta Yerovi, Calvo tuvo su primer trabajo a los doce años, en sus vacaciones, como ayudante de un encuadernador ganando cinco soles diarios. «Después fue de todo un poco, hasta portapliegos de la Prefectura durante un tiempo fugaz; como corrector de pruebas en una imprenta, a los dieciocho años entró al diario Expreso como «titulero», era la época del gran periodista Raúl Villarán; luego fue llamado por Manuel Jesús Orbegoso para el lanzamiento del diario vespertino El Comercio Gráfico. Era el tiempo en que El Comercio tenía una línea nacionalista sobre el petróleo. ¡Qué pocas labores, en fin, no habrán sido las de César Calvo en todos estos, sus agitados años!

A Javier Heraud no pudieron matarlo. Y fue el fundador de la llamada Generación del 60. A Luis Hernández no pudieron matarlo y yace en el panteón de los artistas inmortales. Calvo que era mortal hasta en sus endecasílabos fue ese personaje que escribió Poemas bajo tierra (1961), Ausencias y retardos (1963), Poemas y canciones (1967) y Pedestal para nadie (1975). En narrativa, Las tres mitades de Ino Moxo y otros brujos de la Amazonía (1981). Esa fue su ideología la poesía y la amistad. Alguna vez les confesaría a los hermanos Tamashiro –sus hermanos de la sístole y diástole– que no acostumbraba a deprimirse por razones personales, sino por la situación en el país y de las gentes de otros pueblos. Así decía que recuperaba su júbilo y su fuerza acordándose de sus antepasados: de Túpac Amaru y hasta de su abuelo Víctor Soriano, quien tuvo que pasar las de Caín para alimentar a 18 hijos; entonces decía que lo suyo era una ridiculez, y que no tenía ningún derecho a la tristeza.

Calvo trajo un verso de ritmo nuevo y de gran imaginación. Para los exégetas de esa generación, Calvo y sus amigos fueron aquellos poetas que vivieron muy rápido, demasiado rápido y con una vida muy intensa. Heraud, Hernández, Ojeda o Hernando Núñez, desaparecidos prematuramente, fueron los estandartes de los otros jóvenes arrebatado de belleza en San Marcos. Calvo fue un hombre poseído por el espíritu de la lengua y la música callada de los silencios estentóreos. Después de esa época de San Marcos, César Calvo intimó con la compositora Chabuca Granda a quien conoció en casa de Mané Checa Solari. Calvo recordaría después que en esa reunión donde estuvieron Szyszlo y Blanca Varela y Pepe Durand, descubrió a una Chabuca guapísima. Era 1961, entonces Calvo se le acercó y le dijo de sorpresa: «Señora, yo me llamo César Calvo y quiero que me disculpe una cosa, yo soy mitómano de profesión y ando diciendo que su canción Puente de los Suspiros usted me la dedicó a mí; que yo soy el poeta ahí que la espera en el puente». Chabuca estaba pasmada. Calvo insistió: «Quiero pedirle un favor, no me desmienta cuando le pregunten. Gracias» Y ahí empezó una amistad que fue eterna por decir lo menos. Cierto, Calvo ya vivía en ese tiempo en el Puente de los Suspiros, en la bajada, exactamente en el 363.

Una mañana de agosto del 2,000 y cuatro días antes de su muerte, César Calvo irrumpió en una reunión que celebraban en el pequeño estudio del diseñador gráfico Alberto Escalante, los poetas Reynaldo Naranjo, Genaro Carnero Roqué, Arturo Corcuera y el editor Óscar Araujo quienes ultimaban la edición del libro Como una espada en el aire. Calvo estaba de buen talante y sus amigos pensaron que en cualquier momento iba poner al descubierto su secreto. No fue así. El poeta llamó a Alberto Escalante a una oficina contigua y luego de asegurar bien la puerta le dijo casi en secreto que la noche anterior acababa de terminar la saga de sus cuatro libros El Sexo y otro Dioses. El resto fue aquel espíritu que heredamos los que hoy lo recordamos como aquel que decía ser un rabioso jardinero que una mañana nos cortó la belleza de su ser.

 

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