El adiós de un hombre bueno

 

La vida nos unió a través de uno de sus misteriosos lazos. Yo me casé con su hermana, en una de las decisiones más felices que pude haber tomado en mi     aventurera vida de periodista.

Carlitos –el diminutivo es inevitable- era un infatigable estudioso en todos los terrenos. Con él podía hablarse de innovaciones científicas, descubrimientos médicos, o fascinantes enigmas de lo paranormal. El estaba siempre al día y muy bien informado. Recuerdo que nos entreteníamos a fondo, comentando las historias de los brujos de Huancabamba, que solíamos rematar con mi ineludible sentido del humor, que se agudizaba cuando él viajaba a Lima y yo le profetizaba una serie de acontecimientos jocosos que a veces se cumplían.

Al conquistar a mi esposa, gané el premio mayor de una inesperada lotería traducida en una familia norteña que siempre ha tenido para mi cariño y grandes atenciones, sobre todo referidas a la cocina “de Trujillo hacia arriba”, pasando por  Tumbes, naturalmente.

Un día aciago, Carlitos se sintió enfermo, lo cual determinó una movilización total de parientes y amigos, que lo apreciaron siempre. La lucha fue dramática y desgraciadamente, cruel. El cáncer no perdona, ni siquiera a las personas de noble espíritu.

Un día supimos que el predecible final, sólo era cuestión de tiempo y que toda desesperada lucha, era absolutamente vana. Carlitos -como todo el mundo lo llamaba- entró en un horrendo ciclo de lenta agonía, en medio de la tristeza, oraciones y llanto de quienes siempre lo quisimos.

Una noche fatal, todos entendimos, que el final, era  cuestión de horas y sólo nos quedaba encomendarlo a Dios. Así nos retiramos, con la rebelde convicción de no atinar a hacer nada.

Ya, en la intimidad del dormitorio, me aseguré de apagar cuidadosamente el celular, antes de elevar un Padrenuestro por mi querido cuñado, y además, cordial amigo.

De pronto, una inesperada estridencia, me arrancó del sueño. El reloj marcaba las 5.30 a.m. y el celular chillaba como jamás lo había hecho. Temí, en principio haber omitido apagarlo, pero no. El artefacto chillaba, no obstante haber sido oportunamente desconectado. Lo silencié sin salir del desconcierto e intenté retomar

el grato “sueñecito final” que precede a la mañana laboral. Al poco rato, alguien,-“o algo”, hizo “tabaleé”-ese repiqueteo digital que se explica en “arcaísmo” francés, sobre la puerta del dormitorio. Pensé en una broma de mi amada, pero ella dormía plácidamente y… no había nadie más en casa. De cualquier modo, la recorrí en previsión de cualquier sorpresa.

Pero no. A la mitad de mi ronda desafiante, -ya que no soy timorato en ningún estilo- volvió sonar el celular. Esta vez, en su habitual tono moderado.

Y me dieron la aplastante novedad: Carlitos había muerto a las 5.30 a.m.

¿La explicación? La busqué en un par de enciclopedias y luego en la aplicación Google de mi PC.

Esta búsqueda me aproximó a encendidas tesis, que rechazan la leyenda, lo paranormal y los “cuentos de brujas”. Pero no me aclararon nada. De modo que para mí, el correcto Carlitos, no quiso marcharse sin despedirse por medios que la parapsicología, recién atina a insinuar.

Yo no predico misterios. De modo, que ustedes amables lectores, pueden creer, lo que más les entretenga. Yo, enjugué unas inevitables lágrimas y elevé a Dios, mi más sentida oración, por el sentido adiós de Carlitos. Un hombre bueno que ahora, con la venia del Señor, descansa en paz, mientras un sorpresivo ataúd blanco, acoge sus restos, testimoniando, lo que piensa de él, todo aquel que tuvo el privilegio de conocer la bondad de su corazón y la grandeza de su espíritu. ¡Hasta siempre, querido hermano!

 

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