Los candidatos a la presidencia de la República han encontrado en el agravio, en la ofensa, el mejor medio para descalificar a sus rivales. Tienen cargadas sus baterías a la manera de verdaderas misileras y no escatiman gasto ni esfuerzo alguno con tal de eliminarse unos a otros. La contienda es dura a pesar de que las elecciones están fijadas para abril del año entrante. Los resultados dados por las encuestas de opinión los tiene preocupados. Unos suben, otros bajan. Las alianzas están a la orden del día. Algunas tienen probabilidades de sumar votos, otras parece que servirán para restar los mismos. Ante tal situación han asumido la vieja costumbre de atacarse verbalmente. Tú me ofendes, yo también. Dame que te doy. La más baja es la de tildarse mutuamente de corruptos, de ladrones, de estar al servicio del narcotráfico, de participar en el lavado de activos. Poco falta para que públicamente hagan mención a lo más sagrado. Aún no han llegado al ataque físico. Eso sería lo peor. La prensa sensacionalista y amarilla disfruta a través de sus titulares. Los llamados periódicos «serios» no se quedan atrás. El morbo ciudadano goza.
Eso del pacto ético no pasa de un bien intencionado propósito. El código penal en lo referente a la injuria, la calumnia y la difamación parece ser que ha pasado a mejor vida. Ninguno lo toma en cuenta. A tal actitud cínicamente le llaman madurez política. Así es es el juego. El que se pica pierde. Da la impresión que hay una coincidencia generalizada respecto a lo que se llama ahora el «derecho a la ofensa» Sí, así como leen. Uno de ellos , Fleming Rose, trata tan discutible derecho, recordando la famosa frase del filósofo de origen austriaco Karl Popper, quien afirmaba que la lucha por la libertad es como una guerra que nunca se gana del todo. Las generaciones y los países pueden vencer o perder una batalla, pero la guerra sigue.
Fleming Rose, para quienes no han oído hablar de él por estas tierras, es jefe de la sección internacional del diario danés Jyllands-Posten y es autor de libros como el titulado «La tiranía del silencio. Cómo una viñeta desencadenó un debate mundial sobre el futuro de la libertad de expresión». Tiene una reciente obra:» Himno a la Libertad», que circula en idioma danés. Todavía no llega por aquí.
Rose opina respecto al «derecho a la ofensa» que no será fácil, y exigirá un cambio en la cultura del agravio y el fundamentalismo del insulto, hoy tan extendidos. Requerirá que se entienda el hecho de que en una democracia disfrutamos de muchos derechos: el derecho al voto, el derecho a la libertad religiosa y de expresión, el derecho de reunión o la libertad de movimiento, entre otros. Pero el único derecho que no deberíamos tener en una democracia es el derecho a no ser ofendidos. Así que, en vez de enviar a la gente a que aprenda sensibilidad cuando dice algo ofensivo, todos necesitamos aprender insensibilidad. Necesitamos más tolerancia a la crítica si queremos que la libertad de expresión sobreviva en un mundo globalizado.
La tesis de Rose no está mal encaminada. Luego de un análisis sobre el mal momento que atraviesa la libertad expresión en el mundo, refiere que el debate sobre sus límites se produce en un nuevo entorno definido por las fuerzas de la globalización. Hace recordar que hoy por hoy, ejemplo Europa, convivimos cada vez más con personas diferentes a nosotros. El riesgo de molestar o de decir algo que exceda los límites de alguien no deja de aumentar. «Si estamos comprometidos con la igualdad -explica- podemos distinguir dos maneras de abordar este reto de proporciones históricas. Una es decir que si el otro acepta mi tabú, yo acepto el suyo. Si el otro se abstiene de criticar y ridiculizar lo que es sagrado para mí y, de mofarse de ello, entonces yo haré lo mismo con temas que sean delicados para él. Si un grupo quiere protección frente a los insultos, entonces todos los grupos deberían estar protegidos».
Aclara sobre el punto y solicita que no se le mal interprete. «Esta opción -si tú respetas mi tabú yo respetaré el tuyo- suena bonita y atractiva a primera vista, pero puede entrar fácilmente en una espiral sin control: antes de que nos demos cuenta, apenas se podrá decir nada, lo cual llevará a una tiranía del silencio. Este es el caso en particular de la actual cultura del fundamentalismo del agravio». Y en lo concerniente al planteamiento de que en una democracia no existe el derecho a no ser ofendido, Rose apunta: «El desafío reside en formular las restricciones mínimas a la libertad de expresión que nos permitan coexistir en paz. Una sociedad que abarque muchas culturas diferentes necesita más libertad de expresión que una que sea significativamente más homogénea».