El dolor humano nos convoca a brindar ayuda y defensa entre todos

 

El ser humano ha demostrado en múltiples oportunidades que, ante cualquier calamidad, no pierde las esperanzas de un mañana mejor. Quizás, por eso,  no faltó quien inspirado por tal convicción nos dejó la herencia de esa memorable frase: «No hay mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista». O aquel que, más optimista que el anterior, replicó: «No hay mal que por bien no venga». Bueno, lo cierto es que la humanidad entera, confía en que así será, más todavía cuando el nuevo coronavirus, al que se llama Covid-19, viene arreciando con violencia, a tal punto que países más avanzados científicamente, figuran a la fecha como los que están sufriendo en cantidades mayores la perversidad del flagelo del mal en mención.

¿Quién se imaginaría que ésto podía ocurrir allá y aquí? Las cifras son escalofriantes. Las noticias procedentes de los Estados Unidos, la primera potencia mundial, nos dicen que las lágrimas están a la orden del día en más de 18 mil hogares, por el deceso de sus seres queridos. El luto se viste en señal de dolor en Italia, en donde hay casi 19 mil familias, que claman piedad. En España aún no encuentran cómo salir de la desesperación. El hecho que hayan fallecido más de 16 mil personas, lo explica todo. Es horrendo. En Francia, han caído más de 13 mil personas, entre jóvenes y viejos, mientras que los médicos no bajan la guardia y apelan, además de la ciencia, a su épica canción: «Franceses a luchar…» Ya no existe ese tradicional  ánimo flemático en los ingleses. La muerte de poco menos de 10 mil  ciudadanos, ha hecho que pongan sus banderas a media asta.

De todos los continentes van y vienen las malas noticias y, al mismo tiempo, las buenas noticias. En América Latina, en Asia, en África, en Oceanía, el cuerpo social se muestra convulsionado. Y, sin embargo, en tan extrema situación, ese mismo cuerpo social vive uno de sus mejores momentos, bajo el nombre de la solidaridad. La tecnología está dando sus frutos y permite asimilar experiencias sanitarias, desde el elemental aislamiento domiciliario hasta la hermosa entrega de alimentos a quienes más los necesitan; de generosos auxilios dinerarios entre familiares y vecinos, hasta ejemplares desprendimientos de organizaciones como las de los trabajadores, que recurren a sus frágiles fondos, para mitigar esta amarga situación. Es cierto que, en medio de tan increíble escenario, no faltan quienes han perdido todo sentido de humanidad. En ese espacio corrupto, cuales renovados Judas Iscariotes, están quienes se aprovechan de la necesidad ajena. Los especuladores, los ventajistas, los esquilmadores, están allí, medrando ocultando sus rostros con las máscaras de la individualidad. El dinero, el oro, la avaricia, les ha quitado lo poco que tenían como seres humanos. No merecen llamarse hijos de Dios. Son traidores de sus propios hermanos.

Pero más allá del lamento o del reclamo, no hay que olvidar la grandeza e inextinguible del desarrollo de las cualidades morales de los seres mortales, sabiendo que su fundamento reposa en los instintos sociales, que tiene su mayor dimensión en el núcleo de la familia. Los sabios lo han dicho: Sus elementos más importantes son «el amor y el afecto especial de la simpatía. Los animales dotados de instintos sociales sienten deleite en mutua compañía, se previenen unos a otros el peligro y se ayudan y defienden de muchas maneras».

Lo anterior guarda un mensaje que no pasa desapercibido en estos tiempos de pandemia. Con su comportamiento, de manera especial entre los más pobres, el ser humano de estos días está demostrando que es un ser moral, que reflexiona sobre sus actos pasados y sus motivos, que aprueba y desaprueba otros hechos. Sabe que él tiene esa capacidad moral que lo diferencia de los animales inferiores.

 

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